– ¿Y entonces qué hiciste?
– Le hice un tratamiento contra el shock: le levanté los pies, lo cubrí con una manta y le di de beber té, después vine a buscarte. -Estaba a punto de llorar-. Su padre lo cargó durante dos días, no podemos dejarlo morir.
– Posiblemente no morirá -contestó Jean-Pierre-. El shock alérgico no es común, pero se trata de una reacción bien conocida que puede provocar la penicilina. El tratamiento consiste en inyectarle medio mililitro de adrenalina por vía intramuscular, seguida por un antihistamínico: digamos seis mililitros de difenhidramina. ¿Quieres que vuelva contigo?
Al hacer el ofrecimiento dirigió una rápida mirada de soslayo a Anatoly, pero el ruso ni se inmutó.
– No -contestó Jane, suspirando-. Porque en ese caso morirá alguien más al otro lado de la montaña. Tú ve a Cobak.
– ¿Estás segura?
– Sí.
Anatoly encendió una cerilla para fumar un cigarrillo. Jane lo miró y después volvió a mirar a Jean-Pierre.
– Medio mililitro de adrenalina y después seis mililitros de difenhidramina -repitió, poniéndose de pie.
– Sí – Jean-Pierre también se levantó y la besó-. ¿Estás segura de que te las arreglarás sola?
– Por supuesto.
– Tendrás que darte prisa.
– Sí.
– ¿Te gustaría llevarte a Maggie?
Jane lo pensó un instante antes de contestar.
– No creo. Por ese sendero es más rápido caminar.
– Como te parezca.
– Adiós.
– Adiós, Jane.
Jean-Pierre la miró salir. Permaneció inmóvil durante un rato. Ni él ni Anatoly hicieron ningún comentario. Después de un par de minutos se acercó a la puerta y miró hacia afuera. Podía ver a Jane, ya a cierta distancia, una figura pequeña y delgada, con un vestido de algodón, que trepaba decididamente la ladera, sola en ese paisaje polvoriento y pardusco. La observó hasta que ella desapareció en un recodo del sendero.
Entonces regresó al interior de la choza y volvió a sentarse con la espalda contra la pared. El y Anatoly se miraron.
– ¡Dios Todopoderoso! -exclamó Jean-Pierre-. Nos salvamos apenas por unos instantes.
El muchacho murió.
Cuando Jane llegó, acalorada, polvorienta y extenuada a punto de desmayarse, ya hacía casi una hora que había muerto. El padre la esperaba en la entrada de la cueva, con expresión aturdida y de reproche. Al ver su postura resignada y sus mansos ojos pardos, Jane comprendió que todo había terminado. El hombre no dijo nada. Ella entró en la cueva y miró al muchacho. Demasiado cansada para enojarse, se sintió sobrecogida por la desilusión. Jean-Pierre estaba lejos y Zahara en pleno duelo, así que no tenía con quien compartir su pena.
Lloró más tarde, tendida en su cama en el techo de la casa del tendero, con Chantal en un colchoncito a su lado, murmurando de vez en cuando en medio de un sueño de feliz ignorancia. Jane lloraba tanto por el padre como por el muchacho muerto. Lo mismo que ella, el hombre sobrepasó todos los límites de la extenuación con tal de salvar a su hijo. ¡Cuánto mayor sería su tristeza! Las lágrimas que inundaban los ojos de Jane le empañaban la visión de las estrellas antes de que pudiera quedarse dormida.
Soñó que Mohammed se acercaba a su cama y le hacía el amor mientras todo el pueblo los miraba; luego él le contó que Jean-Pierre vivía una aventura con Simone, la esposa del gordo periodista Raoul Clermont, y que los amantes se encontraban en Cobak, donde se suponía que Jean-Pierre estaba atendiendo a los enfermos.
Al día siguiente le dolía todo el cuerpo a causa de haber corrido durante casi todo el trayecto hasta la cabaña de piedra. Mientras llevaba a cabo sus tareas de rutina, reflexionó que había sido una suerte que Jean-Pierre se detuviera, presumiblemente a descansar, pues le había proporcionado la posibilidad de alcanzarlo. Se sintió muy aliviada al ver a Maggie atada fuera y al encontrar a Jean -Pierre dentro de la cabaña con aquel extraño hombrecito uzbeko. Los dos se habían sobresaltado cuando la vieron entrar. Fue casi cómico. Era la primera vez en su vida que vio levantarse a un afgano al entrar una mujer.
Trepó hasta la cueva con su propio maletín médico e inició las consultas. Mientras atendía los casos habituales de mala nutrición, Malaria, heridas infectadas y par sitos intestinales, recordó la crisis del día anterior. Hasta entonces nunca había oído hablar de shock alérgico. Sin duda, a la gente que debía aplicar inyecciones de penicilina se le enseñaba qué había que hacer en esos casos, pero su entrenamiento fue tan apresurado que muchas cosas quedaron en el tintero. En realidad, los detalles médicos fueron casi totalmente ignorados partiendo de la base de que Jean-Pierre era médico titulado y siempre estaría a su lado para indicarle lo que debía hacer.
Qué época de ansiedad fue ésa, sentada en las aulas, unas veces con enfermeras diplomadas, otras absolutamente sola, tratando de aprender las reglas y procedimientos de la medicina y de la educación sanitaria, y preguntándose lo que le esperaría en Afganistán. Algunas de las clases recibidas, en lugar de tranquilizarla, la hicieron temblar. Le indicaron que su primera tarea consistiría en fabricarse un retrete de tierra para uso personal. ¿Por qué? Porque la manera más rápida de mejorar la salud de la gente de los países subdesarrollados era conseguir que dejaran de usar los ríos y los arroyos como letrinas, y ante todo era darles el ejemplo. Su maestra, Stephanie, una mujer de imprescindible aspecto maternal, con gafas, de unos cuarenta años, también hizo hincapié en los peligros de prescribir medicamentos con demasiada generosidad. La mayoría de las enfermedades y heridas de menor importancia se mejoraban sin ayuda médica, pero la gente primitiva (y también la que no lo era tanto) reclamaba siempre píldoras y pomadas. Jane recordó que al llegar a la cabaña el hombrecillo uzbeko estaba pidiendo a Jean-Pierre alguna pomada para las ampollas. Sin duda había recorrido a pie largas distancias durante toda su vida; sin embargo, en cuanto se encontró con un médico le dijo que le dolían los pies. El problema de prescribir demasiados medicamentos -aparte del desperdicio que significaba- era que una droga administrada para combatir un mal menor podría provocar tolerancia en el paciente, de modo que cuando se encontrara seriamente enfermo, el tratamiento no le haría efecto. Stephanie también aconsejó a Jane que intentara trabajar, no en contra, sino junto a los curanderos tradicionales de la comunidad. Ella tuvo éxito con Rabia, la partera, pero no con Abdullah, el mullah.
Aprender el lenguaje fue lo más fácil. En París, antes de que se le ocurriera siquiera viajar a Afganistán, estudió farsi, el idioma de los Persas, para mejorar su tarea de intérprete. El farsi y el dari eran dialectos de una misma lengua. El otro idioma principal de Afganistán era el pashto. El Valle de los Cinco Leones se encontraba en territorio tadjik. Los pashto, la lengua de los pushtuns, pero los tadjiks hablaban en dari y pocos afganos que viajaban -los nómadas, por ejemplo- hablaban generalmente pashto y dari. Si conocían algún idioma europeo era el inglés o el francés. El hombrecito uzbeko, el de la cabaña de piedra, hablaba en francés con Jean-Pierre. Era la primera vez que Jane oía hablar francés con acento uzbeko. Sonaba lo mismo que el acento ruso.
Durante el día recordó muchas veces al uzbeko. De alguna manera ese individuo la perturbaba. Era una sensación parecida a la que tenía cuando sabía que debía hacer algo importante pero no recordaba de qué se trataba. Tal vez hubiera algo extraño en ese individuo.
A mediodía cerró la clínica, alimentó y cambió a Chantal y luego preparó el almuerzo consistente en arroz y salsa de carne y lo compartió con Fara. La muchacha se había convertido en una total admiradora de Jane. Estaba ansiosa por hacer cualquier cosa que le agradara, y por la noche se mostraba renuente a regresar a su casa. Jane intentaba tratarla de igual a igual, pero aparentemente eso sólo aumentaba la adoración de la muchacha.
A la hora de mayor calor, Jane dejó a Chantal al cuidado de Fara y bajó a su escondrijo secreto, la saliente plana y soleada, oculta por una piedra voladiza de la montaña. Allí realizaba sus ejercicios posnatales, decidida a recuperar su silueta. Mientras los hacía no podía dejar de visualizar al hombrecito uzbeko, poniéndose de pie en la cabaña de piedra, y la expresión de estupefacción que se pintó en su rostro oriental. Por algún motivo, Jane tuvo la sensación de que acechaba una tragedia.
Cuando se dio cuenta de la verdad, no fue en un repentino relámpago de comprensión, sino más bien como en una avalancha: empezó como algo pequeño pero fue creciendo inexorablemente, hasta que lo cubrió todo, Ningún afgano se quejaría de ampollas en los pies, ni siquiera como excusa, porque no tenía la menor idea de la existencia de éstas, era algo tan poco probable como el hecho de que un granjero de Gloucestershire dijera que sufría de beri-beri. Además, ningún afgano, por sorprendido que estuviese, reaccionaría levantándose ante la entrada de una mujer. Y si ese individuo no era afgano, ¿qué sería? Su acento se lo decía, aunque muy pocos lo habrían reconocido, Sólo porque ella era lingüista y hablaba tanto el ruso como el francés pudo darse cuenta de que el hombre hablaba francés con acento ruso.
Así que Jean-Pierre se encontró con un ruso disfrazado de uzbeko en una cabaña de piedra en un sitio desierto.
¿Sería un encuentro casual? Era muy poco posible, pero al recordar la cara que puso su marido al verla entrar, percibió la expresión que en ese momento no había notado: una mirada culpable.
No, no se trataba de un encuentro casual, era una cita acordada con anterioridad. Y tal vez no fuese la primera. Jean-Pierre viajaba constantemente a otros pueblos para atender pacientes. En realidad se mostraba innecesariamente escrupuloso en mantener su agenda de visitas, una insistencia tonta en un país que carecía de calendarios y de diarios, pero no tan tonta si existía otra agenda, una serie clandestina de encuentros secretos.
¿Y por qué se encontraría con el ruso? Eso también era obvio, y las lágrimas inundaron los ojos de Jane cuando se dio cuenta de que el propósito de Jean-Pierre debía de ser necesariamente la traición. Les proporcionaba información, por supuesto. Les daba datos sobre las caravanas de los rebeldes. El siempre estaba al tanto de las rutas que seguirían, porque Mohammed utilizaba sus mapas. También conocía las fechas aproximadas, porque veía partir a los hombres, desde Banda y desde otros pueblos del Valle de los Cinco Leones. Obviamente proporcionaba esa información a los rusos, que por ese motivo durante el último año habían tenido tanto éxito en sus emboscadas. Y por ese mismo motivo, en ese momento el valle estaba lleno de viudas llorosas y huérfanos acongojados.