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El riesgo que corría Jean-Pierre en esos encuentros era un poco menor. Sus viajes constantes a pueblos vecinos para atender enfermos no llamaban demasiado la atención. Sin embargo, podía surgir una sospecha si alguien notara que se topaba más de una o dos veces con el mismo uzbeko. Y, por supuesto, si algún afgano que hablara francés llegara a oír la conversación que el médico mantenía con ese uzbeko vagabundo. En ese caso, la única esperanza de Jean-Pierre consistiría en morir con rapidez.

Sus sandalias no hacían ruido sobre el sendero y los cascos de Maggie se hundían silenciosos en la tierra polvorienta, así que al acercarse a la choza comenzó a silbar una melodía, por si hubiese allí alguien que no fuese Anatoly; ponía especial cuidado en no sobresaltar a los afganos que estaban bien armados y tenían los nervios en tensión. Bajó la cabeza y entró. Para su sorpresa, la choza estaba desierta. Se sentó con la espalda apoyada contra la pared de piedra y se dispuso a esperar. Después de algunos instantes, cerró los ojos. Estaba cansado, pero demasiado tenso para dormir. Esa era la peor parte de su tarea: la sensación de miedo y de aburrimiento que lo sobrecogía durante esas largas esperas. Había aprendido a aceptar las demoras en ese país carente de relojes de pulsera, pero jamás a adquirir la imperturbable paciencia de los afganos. No podía dejarse de imaginar los diversos desastres que podían haberle sucedido a Anatoly. ¡Qué irónico sería que Anatoly hubiese pisado una mina rusa y se hubiese volado un pie! En realidad esas minas herían más al ganado que a los seres humanos, pero no por ello eran menos eficaces: la pérdida de una vaca podía matar a una familia afgana con tanta seguridad como si hubiera caído una bomba sobre su vivienda en el momento en que todos se encontraban dentro. Jean-Pierre ya no lanzaba una carcajada cuando veía una cabra o una vaca con una rústica pata de madera.

En medio de sus pensamientos sintió la presencia de otra persona y, al abrir los ojos, vio el rostro oriental de Anatoly a escasos centímetros del suyo.

– Te podría haber robado -dijo el ruso en perfecto francés.

– No dormía.

Anatoly se sentó, con las piernas cruzadas, sobre el suelo de tierra. Era un individuo gordo pero musculoso, con camisa y pantalones sueltos, un turbante, una bufanda a cuadros y una manta de color barroso llamada pattu alrededor de los hombros. Se quitó la bufanda para que su cara quedara libre y sonrió, dejando al descubierto sus dientes manchados de tabaco.

– ¿Cómo estás, amigo mío?

– Bien.

– ¿Y tu esposa?

Había algo siniestro en la forma en que Anatoly preguntaba siempre por Jane. Los rusos se opusieron tenazmente a su proyecto de llevarla a Afganistán, arguyendo que interferiría en su trabajo. Jean-Pierre señaló que de todas maneras tenía que viajar acompañado por una enfermera -la política de Médecins pour la Liberté consistía en enviar siempre parejas- y que él posiblemente se acostaría con su acompañante a menos que tuviera un aspecto similar al de King Kong. Finalmente los rusos aceptaron, pero a regañadientes.

– Jane está perfectamente bien -contestó-. Tuvo un bebé hace seis semanas. Una niña.

– ¡Felicitaciones! -Anatoly parecía alegrarse genuinamente-. Pero ¿no se adelantó un poco?

– Sí. Por suerte no hubo complicaciones. En realidad la partera del pueblo se encargó de ayudarla a dar a luz.

– ¿En lugar de ayudarla tú?

– Yo no estaba. En esa fecha estaba aquí, contigo.

– ¡Dios mío! -Anatoly parecía horrorizado-. Me espanta pensar que te mantuve alejado en una ocasión tan importante.

A Jean-Pierre le gustó la preocupación de Anatoly, pero no lo demostró.

– Era imposible de prever -dijo-. Además, valió la pena: la caravana de que os hablé fue destruida.

– Sí. Tus informaciones son excelentes. Te felicito nuevamente.

Jean-Pierre se sintió henchido de orgullo, pero trató de no demostrarlo.

– Nuestro sistema parece tener muy buenos resultados -dijo con modestia, Anatoly asintió.

– ¿Y cómo reaccionaron frente a la emboscada?

– Con una desesperación cada vez mayor.

Mientras hablaba, Jean-Pierre pensó que otra de las ventajas de encontrarse personalmente con su contacto era que podía suministrarle otro tipo de información: sentimientos e impresiones, cosas demasiado inconcretas para transmitir por radio y sobre todo en clave.

– En este momento se han quedado casi sin municiones.

– ¿Y cuándo sale la próxima caravana?

– Salió ayer.

– Señal de que realmente están desesperados. Perfecto.

Anatoly se metió la mano en el bolsillo y sacó un mapa. Lo desplegó en el suelo. Mostraba la zona situada entre el Valle de los Cinco Leones y la frontera con Pakistán.

Jean-Pierre se concentró con todas sus fuerzas, recordando los detalles mencionados durante su conversación con Mohammed y comenzó a trazar la ruta que la caravana seguiría en su camino de regreso desde Pakistán. No sabía exactamente cuándo volverían porque Mohammed ignoraba cuánto tiempo se quedarían en Penshawar comprando lo que necesitaban. Sin embargo, Anatoly tenía gente en Penshawar que le informaría de la partida de la caravana de los Cinco Leones y con eso estaría en condiciones de calcular su avance.

Anatoly no hizo anotaciones, sino que mencionó cada palabra pronunciada por Jean-Pierre. Una vez terminado, volvieron a repasar todo el asunto, y Anatoly se lo repitió íntegramente a Jean-Pierre para no incurrir en ningún error.

El ruso volvió a doblar el mapa y se lo puso en el bolsillo.

– ¿Y qué hay de Masud? -preguntó en voz baja.

– No lo hemos visto desde la última vez que hablé contigo -contestó Jean-Pierre-. Sólo he visto a Mohammed, y él nunca está seguro del paradero de Masud ni del momento en que volverá a aparecer.

– ¡Masud es un zorro! -exclamó Anatoly, con una extraña emoción en la voz.

– Ya nos apoderaremos de él -aseguró Jean-Pierre.

– ¡Oh, por supuesto que nos apoderaremos de él! El sabe que en este momento la caza está en todo su apogeo, así que cubre sus rastros. Pero los perros de presa le han tomado el olfato y no nos podrá eludir indefinidamente: somos muchos, y muy fuertes, y se nos ha subido la sangre a la cabeza. -De pronto tomó conciencia de que estaba revelando sus sentimientos. Sonrió y volvió a adoptar su personalidad de hombre práctico-. Pilas -dijo, sacando un paquete del bolsillo de su camisa.

Jean-Pierre sacó el pequeño transmisor del fondo de su maletín, extrajo las pilas usadas y las cambió por las nuevas. Hacían eso cada vez que se encontraban para asegurarse de que Jean-Pierre no perdiera contacto por haberse quedado sin energía. Anatoly se llevaba las viejas hasta Bagram, porque no tenía sentido arriesgarse a arrojar pilas de fabricación rusa en el valle de los Cinco Leones donde no existían aparatos eléctricos.

Cuando Jean-Pierre guardaba la radio en su maletín, Anatoly preguntó:

– ¿Tienes algo para las ampollas? Tengo los pies…

De repente ladeó la cabeza, escuchando.

Jean-Pierre se puso tenso. Hasta entonces nadie los había visto juntos. Sabían que era lógico que tarde o temprano sucediera, y ya tenían planeado lo que harían; actuarían como desconocidos que comparten un lugar de descanso, y sólo reanudarían su conversación cuando el intruso se fuera. Y, en el caso de que el intruso diera muestras de que pensaba quedarse mucho tiempo, saldrían juntos, como si por casualidad viajaran en la misma dirección. Todo eso había sido acordado con anterioridad, pero en ese momento Jean-Pierre sintió que la culpa debía de ser notoria en cada rasgo de su rostro.

Al instante siguiente oyeron fuera el sonido de pasos y la respiración jadeante de otra persona. Entonces una sombra oscureció la entrada de la cabaña y vieron entrar a Jane.

– ¡ Jane! -exclamó Jean-Pierre.

Ambos hombres se pusieron en pie de un salto.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué has venido? -preguntó Jean-Pierre.

– ¡Gracias a Dios que te alcancé! -exclamó ella, sin aliento.

De reojo, Jean-Pierre vio que Anatoly se cubría el rostro con su bufanda y se volvía de espaldas como lo hubiese hecho un afgano en presencia de una mujer impertinente. El gesto ayudó a Jean-Pierre a recobrarse del impacto del encuentro con su esposa. Miró rápidamente a su alrededor, Por suerte varios minutos antes Anatoly había guardado los mapas. Pero la radio, la radio sobresalía algunos centímetros del maletín. Sin embargo, Jane no la había visto, todavía.

– ¿Qué sucede? -volvió a preguntar.

– Un problema médico que yo no puedo resolver.

La tensión de Jean-Pierre cedió un poco; por un momento temió que lo hubiera seguido porque sospechaba algo.

– Bebe un poco de agua -aconsejó.

Metió una mano en el maletín y, mientras buscaba la cantimplora, con la otra ocultó la radio. Cuando la radio estuvo a buen recaudo, extrajo la cantimplora de agua y se la ofreció. Su corazón ya volvía a su ritmo normal. Recobraba su presencia de ánimo. La evidencia ya no estaba a la vista. ¿Qué otra cosa podía inducirla a sospechar algo? Tal vez pudo oír a Anatoly hablando en francés, pero eso no era nada fuera de lo común. Si los afganos tenían un segundo idioma, por lo general era el francés, y no era raro que un uzbeko se expresara mejor en francés que en dari. ¿Qué estaba diciendo Anatoly en el momento en que ella entró? Jean-Pierre recordó que le preguntaba sobre algún remedio para las llagas. Eso era perfecto. Cada vez que se encontraban con un médico los afganos pedían medicinas aunque estuvieran en perfecto estado de salud.

Jane bebió agua y en seguida empezó a hablar.

– Poco después de haberte ido trajeron a un muchacho de dieciocho años con una herida grave en el muslo -bebió otro sorbo de agua. ignoraba la presencia de Anatoly y Jean-Pierre se dio cuenta de que estaba tan preocupada por la emergencia médica, que apenas había notado que el ruso se encontraba allí-. Fue herido en la lucha cerca de Rokha y su padre lo transportó todo el camino a lo largo del valle; tardó dos días en llegar. Cuando por fin llegaron la herida se había gangrenado. Le apliqué seiscientos gramos de penicilina cristalizada, por vía intramuscular, y después le limpié la herida.

– Hiciste exactamente lo que había que hacer -aprobó Jean-Pierre.

– Pocos minutos después se cubrió de sudor frío y deliraba. Le tomé el pulso: era rápido pero débil.

– ¿Se puso pálido o grisáceo y tuvo dificultades para respirar?

– Sí.

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