– ¿Y no lo están todos? -preguntó Jane.
Hablaban en francés, tal como lo hacían normalmente entre ellos, y la madre los miraba alternativamente a uno y a otro, preguntándose qué estarían diciendo. Jean-Pierre notó su ansiedad y se dirigió a ella en dari.
– Tu hijo sanará -aseguró Simplemente.
Cruzó hasta el otro lado de la cueva y abrió el armario donde guardaba los medicamentos. Todos los chicos que llegaban a la clínica eran automáticamente vacunados contra la tuberculosis. Mientras preparaba la inyección, observó a Jane de reojo. Le estaba administrando al chico pequeño sorbos de una bebida rehidratante: una mezcla de glucosa, sal, soda y cloruro de potasio disueltos en agua destilada, y entre sorbo y sorbo le iba lavando suavemente la cara. Sus movimientos eran rápidos y llenos de gracia, como los de un artesano. Jean-Pierre notó sus manos finas que tocaban al chiquillo angustiado con dedos suaves, acariciadores y tranquilizantes.
Le gustaban las manos de su mujer.
Se volvió al sacar la aguja para que el chico no la viera, y después la mantuvo oculta en la manga y se volvió nuevamente, esperando que Jane terminara. Le estudió el rostro mientras ella limpiaba la piel del hombro derecho del muchachito empapándole una zona con alcohol. Era un rostro travieso de grandes ojos, nariz respingada, y una boca ancha casi siempre iluminada por una sonrisa. En ese momento su expresión era seria y movía el mentón de un lado a otro, como si estuviera apretando los dientes: señal de que se estaba concentrando. Jean-Pierre conocía todas sus expresiones y ninguno de sus pensamientos. A menudo -casi continuamente- especulaba acerca de lo que ella estaría pensando, pero tenía miedo de preguntárselo porque esas conversaciones los conducían con facilidad a terreno prohibido.
tenía que estar constantemente en guardia como un marido infiel, por temor de que algo que dijera, o aún la expresión de su rostro, lo traicionara. Cualquier conversación sobre verdad y deshonestidad, o sobre confianza y traición, o sobre libertad y tiranía, era tabú, y había infinidad de temas que podían conducirlos a hablar de ello: el amor, la guerra, la política. El se mostraba cauteloso hasta cuando hablaban de cosas completamente inocentes. En consecuencia había una peculiar falta de intimidad en la vida matrimonial de ambos.
Hacer el amor era algo extraño. El no podía llegar al orgasmo a menos que cerrara los ojos e imaginara que estaba en otra parte. Le resultaba un alivio no haber tenido que acostarse con ella durante las últimas semanas, debido al nacimiento de Chantal.
– Cuando quieras, estoy lista -dijo Jane, y él se dio cuenta de que le estaba sonriendo.
– ¿Cuántos años tienes? -preguntó Jean-Pierre en dari, mientras tomaba el brazo del chico.
– Siete.
Mientras el niño le contestaba, Jean-Pierre le clavó la aguja. La criatura inmediatamente empezó a aullar. Al oírlo, Jean-Pierre pensó en sí mismo a los siete años, cuando montado en su primera bicicleta se cayó y empezó a aullar exactamente igual que ese chiquillo afgano, un agudo grito de protesta ante un dolor inesperado. Clavó la mirada en el rostro compungido de su paciente, recordando hasta qué punto a él mismo le dolió la caída y la furia que le provocó, y se descubrió pensando: ¿Cómo he podido llegar aquí desde allí?
Soltó al chiquillo que corrió a refugiarse en brazos de su madre. Contó treinta cápsulas de Griscofulvin de doscientos cincuenta gramos y se las entregó a la mujer.
– Hazle tomar una por día hasta que no te queden más -dijo en dari-. No se las des a ningún otro, él las necesita todas. -Eso se encargaría de curarle la solitaria. El sarampión y la gastroenteritis tendrían que seguir su curso-. Manténlo en la cama hasta que desaparezcan las manchas y encárgate de que beba mucho líquido.
La mujer asintió.
– ¿Tiene hermanos o hermanas? -preguntó Jean-Pierre.
– Cinco hermanos y dos hermanas -contestó orgullosamente la mujer.
– El debe dormir solo, porque en caso contrario los demás también enfermarán. -La mujer le dirigió una mirada dubitativo: posiblemente tenía una sola cama para todos sus hijos. No había nada que Jean-Pierre pudiese hacer para solucionar ese problema-. Si cuando se terminen las tabletas no está mejor, vuelve a traérmelo.
Lo que la criatura realmente necesitaba era lo único que ni Jean-Pierre ni la madre podían proporcionarle: una comida abundante, sustanciosa y nutritiva.
Los dos abandonaron la cueva: la criatura delgada y enferma y la mujer débil y cansada. Probablemente había recorrido varios kilómetros, ella con el chiquillo en brazos durante la mayor parte del camino, y ahora regresarían andando. De todos modos cabía la posibilidad de que el chico muriera. Pero no de tuberculosis.
Quedaba otro paciente: el malang. Era el hombre santo de Banda. Medio loco y muy a menudo medio desnudo, vagaba por el Valle de los Cinco Leones desde Comar, a treinta y siete kilómetros río arriba de Banda, hasta Charikar, situada en la planicie controlada por los rusos, a noventa kilómetros hacia el sudoeste. Balbuceaba al hablar y tenía visiones. Los afganos creían que los malangs daban buena suerte, y no sólo toleraban su comportamiento, sino que les proporcionaban comida, bebida y ropa.
El individuo entró en el consultorio cubierto con harapos y con una gorra de oficial ruso sobre la cabeza. Se aferró el estómago, simulando agudos dolores. Jean-Pierre tomó un puñado de pastillas de diarnorfina y se las dio. El loco salió corriendo, aferrado a sus tabletas sintéticas de heroína.
– Ya debe de tener adicción a la droga -dictaminó Jane.
En su voz había una clara nota de desaprobación.
– Así es -admitió Jean-Pierre.
– ¿Y por qué se las das?
– Ese hombre tiene una úlcera. ¿Qué quieres que haga? ¿Que lo opere?
– El médico eres tú.
Jean-Pierre empezó a llenar su maletín. A la mañana tenía que atender su consultorio en Cobak, a diez u once kilómetros de distancia, al otro lado de las montañas, y en el camino tenía concertada una cita.
El llanto del chico de siete años había llenado la cueva con un aire de tiempos pasados, parecido al olor de los viejos juguetes, o de una luz extraña que le hace a uno tener necesidad de frotarse los ojos. Era una sensación que a Jean -Pierre lo desorientaba un poco. Recordaba constantemente a personajes de su infancia y sus rostros se imprimían sobre los objetos que lo rodeaban como si fuesen escenas de un filme proyectado sobre las espaldas de los espectadores en lugar de serlo sobre la pantalla. Veía a su primera maestra, mademoiselle Médecin, la de las gafas de montura metálica; a Jacques Lafontaine, que le hizo sangrar la nariz de un puñetazo por haberlo llamado estafador; a su madre, delgada y mal vestida y continuamente angustiada, y sobre todo veía a su padre, un hombre grandote, corpulento, siempre enojado, separado de ellos por rejas de hierro.
Hizo un esfuerzo por concentrarse en el equipo y los medicamentos que podía necesitar en Cobak. Llenó una cantimplora de agua hervida para poder beber mientras estuviera ausente. Los habitantes de Cobak se encargarían de su alimentación.
Sacó su equipaje y lo cargó sobre la yegua malhumorada que usaba para aquellos viajes. Ese animal era capaz de caminar todo el día en línea recta, pero se mostraba altamente renuente a girar en los recodos, por lo que Jane la bautizó Maggie, por la primera ministra británica Margaret Thatcher.
Jean-Pierre estaba listo. Volvió a la cueva y besó la boca suave de Jane.
Cuando se volvía dispuesto a partir, entró Fara con Chantal. La pequeña lloraba.
Jane se desabrochó inmediatamente la blusa y ofreció el pecho. Jean-Pierre tocó la mejilla sonrosada de su hija y le dijo:
– Bon appetit.
Después salió.
Condujo a Maggie al pie de la montaña, rumbo al pueblo desierto, y después se encaminó hacia el sudeste siguiendo el curso del río. Caminaba con rapidez e incansablemente bajo el sol abrasador; estaba acostumbrado.
Al dejar atrás su personalidad de médico y pensar en la reunión que lo esperaba, se puso tenso. ¿Encontraría allí a Anatoly? Era posible que se hubiese demorado. Hasta cabía la posibilidad de que hubiese sido capturado. Y si lo hubiesen capturado, ¿habría hablado? Sometido a tortura, ¿habría traicionado a Jean-Pierre? ¿Se encontraría con un grupo de guerrilleros esperándolo, sin piedad, sádicos y decididos a vengarse?
Esos afganos, a pesar de toda su poesía y su piedad, eran bárbaros. El deporte nacional era el buzkashi: un juego peligroso y sangriento. Colocaban el cadáver descabezado de un ternero en el centro de un campo y dos equipos opositores se alineaban a caballo; después cuando sonaba el disparo de un rifle, todos cargaban hacia el cadáver. El juego consistía en levantarlo, llevarlo hasta un lugar predeterminado a casi dos kilómetros de distancia, desde donde el jugador giraba y lo llevaba de vuelta al círculo sin permitir que ninguno de los del otro bando se lo arrebatara. Cuando el espantoso objeto terminaba hecho jirones, cosa que a menudo sucedía, un árbitro decidía cuál de los dos equipos había conseguido conservar el trozo más grande. El invierno anterior Jean-Pierre contempló uno de esos partidos, justo en las afueras de la ciudad de Rokha, más abajo del valle, y lo observó durante varios minutos antes de caer en la cuenta de que no estaban usando un ternero sino un hombre, y que el hombre todavía estaba vivo. Sintiéndose mal, trató de detener el juego, pero alguien le dijo que el hombre era un oficial ruso, como si ésa fuese toda la explicación necesaria. Entonces los jugadores simplemente ignoraron a Jean -Pierre y él no consiguió hacer nada para llamar la atención de cincuenta jinetes totalmente excitados y decididos a proseguir con su juego salvaje. No se quedó a ver morir al hombre, pero tal vez debió haberlo hecho, porque la imagen que le quedó grabada en la mente y que recordaba cada vez que le preocupaba que lo descubrieran era la de ese ruso, indefenso y sangrante, al que estaban destrozando vivo.
La sensación del pasado continuaba dentro de él mientras observaba las paredes rocosas color caqui de la hondonada que atravesaba y vislumbraba escenas de su infancia que se alternaban con pesadillas de lo que podría suceder si los guerrilleros lo descubrían. Su primer recuerdo fue el de un juicio y la sobrecogedora sensación de injusticia que tuvo cuando enviaron a su padre a la cárcel. Apenas sabía leer, pero pudo descifrar el nombre de su padre en los titulares de los diarios. A esa edad, debía de tener cuatro años, no sabía lo que significaba ser un héroe de la Resistencia. Sabía que su padre era comunista, lo mismo que sus amigos, el sacerdote, el zapatero y el hombre que atendía la oficina de correos, pero él creía que lo llamaban Rolando el Rojo por su tez rojiza. Y cuando su padre fue condenado por traición y sentenciado a cinco años de cárcel, le dijeron a Jean-Pierre que el asunto se relacionaba con el tío Abdul, un hombre atemorizado de piel morena que se había alojado en la casa durante varias semanas y que pertenecía al F L N, pero Jean-Pierre ignoraba lo que era el F L N y creyó que se referían al elefante del zoológico. Lo único que comprendía con claridad y que siempre creyó fue que la policía era cruel, los jueces deshonestos y que el pueblo vivía engañado por los diarios.