– La bala le ha roto el hueso -informó Jane a Jean-Pierre. Jean-Pierre ni siquiera levantó la mirada que mantenía fija en el cuerpo de Ahmed.
– Adminístrale anestesia local, limpia bien la herida, retira los trozos y entrégale un cabestrillo limpio. Más tarde me encargaré del hueso.
Ella empezó a preparar la inyección. Cuando Jean-Pierre necesitara su ayuda la llamaría. Por lo visto iba a ser una larga noche.
Ahmed murió pocos minutos después de medianoche y Jean-Pierre tuvo ganas de llorar, no de tristeza porque apenas le conocía, sino de total frustración, porque sabía que podría haberle salvado la vida de haber contado con un anestesista, electricidad y un quirófano.
Cubrió el rostro del muerto y después miró a la esposa, que durante horas había permanecido inmóvil, observando.
– Lo siento -le dijo.
Ella inclinó la cabeza. Jean-Pierre se alegró de que mantuviera la calma. A veces lo acusaban de no haber hecho todo lo posible; por lo visto estaban convencidos de que él sabía tanto que no había nada que no pudiera curar, y a él le daban ganas de gritarles: ¡No soy Dios!; pero en cambio esta mujer parecía comprender.
Se volvió y se alejó del cadáver. Estaba agotado. Había estado trabajando en cuerpos mutilados todo el día, pero éste era el primer paciente que perdía. Los que lo habían estado observando, casi todos parientes del muerto, se acercaron para hacerse cargo del cadáver. La viuda empezó a llorar a gritos y Jane se la llevó.
Jean-Pierre sintió que alguien le ponía una mano sobre el hombro. Al volverse se encontró con Mohammed, el guerrillero que organizaba las caravanas. Sintió una punzada de culpa.
– Es la voluntad de Alá -dijo Mohammed.
Jean-Pierre asintió. Mohammed sacó un paquete de cigarrillos pakistaníes y encendió uno. Jean-Pierre comenzó a reunir su instrumental y a guardarlo en el maletín.
– ¿Y ahora, qué piensas hacer? -preguntó, sin mirar a Mohammed.
– Poner en marcha otra caravana inmediatamente -contestó el guerrillero-. Necesitamos imperiosamente las municiones.
A pesar de la fatiga, Jean-Pierre se puso en seguida alerta.
– ¿Quieres echarle un vistazo a los mapas?
– Sí.
Jean-Pierre cerró el maletín y ambos se alejaron de la mezquita. Las estrellas les iluminaron el camino a través del pueblo hasta llegar a la casa del tendero. Fara dormía en la sala de estar sobre una alfombra, junto a la cuna de Chantal. Se despertó en seguida y se levantó.
– Ya puedes volver a tu casa -le indicó Jean-Pierre.
Ella se marchó sin hablar.
Jean-Pierre depositó el maletín en el suelo y después tomó suavemente la cuna y la llevó al dormitorio. Chantal continuó durmiendo hasta que él colocó la cuna en el suelo; entonces empezó a llorar. Al mirar su reloj de pulsera, él comprendió que posiblemente la chiquilla tuviera hambre.
– Pronto llegará mamá -dijo, pero sin ningún resultado.
La cogió en brazos y empezó a mecerla. Entonces dejó de llorar. El volvió a llevarla a la sala de estar.
Mohammed seguía allí de pie, esperando.
– Ya sabes dónde están -dijo Jean-Pierre.
Mohammed asintió y abrió un arcón de madera pintada. Sacó un grueso paquete de mapas doblados, seleccionó algunos y los extendió en el suelo. Mientras mecía a Chantal, Jean Pierre observaba por encima del hombro del guerrillero.
– ¿Dónde fue la emboscada? -preguntó.
Mohammed señaló un punto cerca de la ciudad de Jalalabad.
Los caminos seguidos por los convoyes de Mohammed no figuraban ni en ésos ni en ningún otro mapa. Sin embargo, los mapas que Jean-Pierre tenía en su poder mostraban algunos de los valles, mesetas y arroyos estacionales donde podría haber senderos. A veces Mohammed conocía los lugares de memoria. Otras no tenía más remedio que adivinarlo y conversaba con Jean-Pierre acerca de la interpretación precisa del contorno de las líneas o del terreno más oscuro que indicaba la existencia de morrenas.
– Podríais girar más al norte, dando un rodeo para no pasar por Jalalabad -sugirió Jean-Pierre.
Sobre la planicie en la que se erigía la ciudad había un sinnúmero de valles que, como una telaraña, se extendían sobre los ríos Konar y Nuristán.
Mohammed encendió otro cigarrillo. Como casi todos los guerrilleros era un fumador empedernido. Al exhalar el humo movió la cabeza dubitativamente.
– Ha habido demasiadas emboscadas en esa zona -dijo-. Si no nos están traicionando ya, pronto empezarán a hacerlo. No, el próximo convoy viajará al sur de Jalalabad.
Jean-Pierre frunció el entrecejo.
– No me parece posible. Al sur, desde el paso de Khyber, no hay más que terreno abierto. Os verían.
– No utilizaremos el paso de Khyber -informó Mohammed. Después trazó la frontera entre Afganistán y Pakistán, por el sur-. Cruzaremos la frontera en Teremengal
Su dedo llegó a la ciudad que acababa de nombrar y desde allí trazó una ruta hasta el Valle de los Cinco Leones.
Jean-Pierre asintió, ocultando su júbilo.
– Me parece sumamente sensato. ¿Cuándo saldrá de aquí la caravana?
Mohammed comenzó a doblar los mapas.
– Pasado mañana. No hay tiempo que perder.
Volvió a colocar los mapas dentro del arcón pintado y se dirigió a la puerta.
justo cuando se iba, entró Jane. El le dio las buenas noches distraído, Jean-Pierre se alegraba de que el apuesto guerrillero ya no tuviera intereses sexuales por Jane desde que la vio embarazada. En su opinión, ésta mujer era demasiado ardiente y enteramente capaz de permitir que la sedujeran; y si hubiera tenido una aventura con un afgano le habría provocado innumerables problemas.
El maletín de Jean-Pierre estaba en el suelo, donde él lo había dejado, y Jane se inclinó para recogerlo. Durante un instante el corazón de Jean-Pierre se detuvo. Le quitó el maletín con rapidez. Ella lo miró con cierta sorpresa.
– Yo guardaré esto -decidió él-. Tú encárgate de Chantal. Necesita comer.
Y le entregó a la pequeña.
Mientras Jane se instalaba para amamantar a Chantal, Jean-Pierre llevó el maletín y una lámpara a la habitación delantera. Allí había cajas de productos medicinales almacenadas sobre el piso de tierra. El contenido de algunas cajas, ya abiertas, se ordenaba sobre rudimentarios estantes de madera. Jean-Pierre colocó el maletín sobre el mostrador de azulejos azules y extrajo de él un objeto de plástico negro, de un tamaño que debía ser similar al de un teléfono de campaña. Se lo guardó en el bolsillo.
Vació el maletín, colocando a un lado el material esterilizado y puso sobre la estantería lo que no había sido usado.
Regresó a la sala de estar
– Bajo al río a bañarme -le informó a Jane-. Estoy demasiado sucio para acostarme.
Ella le dirigió la sonrisa soñadora y feliz que tantas veces se pintaba en su rostro cuando estaba alimentando a Chantal.
– No tardes -le comentó.
El salió.
El pueblo por fin se estaba entregando al sueño. En algunas pocas casas todavía ardía la luz de las lámparas y desde una ventana Jean-Pierre oyó el amargo llanto de una mujer, aunque casi todos los demás hogares estaban silenciosos y oscuros. Al pasar junto a la última casa del pueblo oyó una voz de mujer que se alzaba en un lamentable canto de dolor y de soledad, y por un instante lo agobió el peso de las muertes que él había provocado, pero en seguida alejó la idea de su mente.
Siguió un sendero pedregoso entre dos campos sembrados de cebada, sin dejar de mirar constantemente a su alrededor y de escuchar con cuidado: los hombres del pueblo en ese momento debían de estar trabajando. En uno de los sembrados oyó el siseo de la guadaña, y en una angosta terraza alcanzó a divisar a dos hombres sembrando a la luz de una lámpara. No les habló.
Llegó al río, lo cruzó y trepó al risco de la orilla opuesta por un sendero serpenteante. Sabía que se encontraba perfectamente a salvo y, sin embargo, a medida que iba siguiendo en la penumbra por el estrecho sendero se sentía cada vez más tenso.
Al cabo de diez minutos de caminata, alcanzó el punto alto que buscaba. Sacó la radio de su bolsillo y extendió la antena telescópica. Era el último y más sofisticado modelo de transmisor pequeño que poseía la K G B, pero aún así allí el terreno era tan poco propicio para las radiotransmisiones que los rusos habían construido una estación receptora especial en lo alto de una colina, justo dentro de los límites del territorio que ellos controlaban, para poder recibir sus señales y hacerlas llegar a destino.
Oprimió el botón para comunicarse y habló en inglés y en clave.
– Habla Simplex. Adelante, por favor.
Esperó y volvió a llamar.
Después del tercer intento recibió una respuesta llena de interferencias.
– Aquí Butíer. Adelante, Simplex.
– Tu fiesta fue todo un éxito.
– Repito: La fiesta fue todo un éxito -fue la respuesta.
– Asistieron veintiún invitados y más tarde llegó otro.
– Repito: Asistieron veintiún invitados y más tarde llegó otro.
– En preparación para la próxima necesito tres camellos.
En clave eso significaba: Nos encontraremos dentro de tres días a partir de hoy.
– Repito: Necesitas tres camellos.
– Te veré en la mezquita.
Eso también estaba en clave: la mezquita era un sitio a algunos kilómetros de distancia donde se encontraban tres valles.
– Repito: En la mezquita.
– Hoy es domingo.
Eso no estaba en clave: era una simple precaución por si el individuo que anotaba el mensaje no se diera cuenta de que ya había pasado la medianoche. En ese caso el contacto de Jean-Pierre llegaría a la reunión con un día de anticipación.
– Repito: Hoy es domingo.
– Cambio y cierro.
Jean-Pierre volvió a plegar la antena y se puso la radio en el bolsillo. Después bajó del risco y se dirigió al río.
Se desvistió con rapidez. Del bolsillo de su camisa sacó un cepillo de uñas y una pequeña pastilla de jabón. El jabón escaseaba, pero él, como Médico, tenía prioridad.
Se metió cautelosamente en el río de los Cinco Leones, se arrodilló en el agua y se echó por encima el agua helada. Se enjabonó el cuerpo y el cabello, después tomó el cepillo y empezó a restregarse las piernas, el vientre, el pecho, la cara, los brazos y las manos. Se dedicó especialmente a sus manos, que enjabonó una y otra vez. Arrodillado en las sombras, desnudo y temblando de frío bajo las estrellas, se frotó y se frotó como si le resultara imposible detenerse.
El niño tiene sarampión, gastroenteritis y lombriz solitaria -dijo Jean-Pierre-. También está sucio y mal alimentado.