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Irma nunca había visto a Rudy, pues no trabajaba los fines de semana. Sólo sabía lo que podía deducir de las fotografías, cuyo número aumentaba tras cada una de las bienaventuradas visitas del niño. Aunque Irma había barruntado que la habitación de Rudy era un santuario, ver a Zajac y Medea abrazados en la camita del pequeño la había cogido desprevenida. «¡Ah, que la amaran a una de esa manera!», se dijo.

En aquel preciso instante Irma se enamoró de la evidente capacidad amorosa del doctor Zajac, a pesar de que el buen doctor no había mostrado ninguna capacidad discernible de amarla a ella. Irma se convirtió en el acto en esclava de Zajac, aunque él tardó un poco en darse cuenta.

Fue uno de esos momentos que cambian la vida, y mientras tenía lugar, Medea abrió los ojos, llenos de lástima hacia sí misma, y alzó la pesada cabeza, con un hilo de baba suspendido del labio sobresaliente. A Irma, cuyo entusiasmo por hallar augurios en los hechos más triviales no tenía límites, le pareció que la baba de la perra tenía el color inolvidable de una perla.

Irma se dio cuenta de que el doctor Zajac también estaba a punto de despertarse. El pene erecto del doctor tenía el diámetro de su muñeca, y su longitud… en fin, digamos tan sólo que, para ser un tipo tan flaco, Zajac tenía una señora verga. Irma decidió al instante que quería ser delgada.

Fue una reacción no menos repentina que el descubrimiento de su amor por el doctor Zajac. La desgarbada muchacha, que tenía casi veinte años menos que aquel hombre divorciado, apenas tuvo tiempo de salir tambaleándose al pasillo antes de que Zajac se despertara. Para advertir al doctor de que estaba cerca, llamó a la perra, y Medea , con muy poco entusiasmo, salió de la habitación de Rudy. Para asombro del deprimido animal, que cedía con rapidez a las carantoñas, Irma derramó sobre él su afecto.

Todo tiene una finalidad, se decía la sencilla joven. Recordó su desdicha pasada y supo que la perra era el camino para llegar al corazón del doctor Zajac.

– Ven aquí, encanto, ven conmigo -oyó Zajac que decía su empleada doméstica-asistenta-. ¡Hoy sólo vamos a comer cosas de alimento!

Como ya hemos dicho, los colegas de Zajac estaban lamentablemente por debajo de su pericia quirúrgica, y le habrían despreciado y envidiado aún más de no haber estado seguros de que tenían ciertas ventajas sobre él en otros aspectos. Les animaba y estimulaba que su intrépido cirujano jefe estuviera abrumado por el amor hacia su desdichado y consumido hijo. ¿Y no era maravilloso que, por el amor a Rudy, el mejor cirujano de Boston especializado en las manos viviera día y noche con una perra comedora de mierda?

Los subordinados del doctor Zajac pecaban de crueldad y falta de caridad al alegrarse de la desdicha del hijito de Zajac, y los colegas del buen doctor tampoco acertaban al considerar al muchacho «consumido». Rudy estaba atiborrado de vitaminas y zumo de naranja; tomaba golosinas frutales (sobre todo fresas heladas y puré de plátano) y se las arreglaba para comer una manzana o una pera todos los días. Tomaba tostadas y huevos revueltos, comía pepino, aunque sólo acompañado de ketchup. No ingería leche ni probaba la carne ni el pescado ni el queso, pero a veces mostraba un cauto interés por el yogur, siempre que no tuviera grumos.

Es cierto que Rudy estaba demasiado delgado, pero con una pequeña cantidad de ejercicio regular o alguna sana corrección de su dieta, su aspecto habría sido tan normal como el de cualquier niño. En realidad, tenía un carácter encantador y no sólo era el proverbial «buen chico» sino también un modelo de equidad y buena voluntad. Su único problema era la influencia negativa de su madre, que casi había conseguido envenenar los sentimientos de Rudy hacia su padre. Al fin y al cabo, ella disponía de tres semanas para aleccionar al vulnerable chiquillo, y cada tercer fin de semana Zajac disponía de poco más de cuarenta y ocho horas para contrarrestar la influencia perniciosa de la madre. Y como Hildred sabía muy bien que el doctor Zajac idolatraba el ejercicio vigoroso, había prohibido a Rudy que jugara al fútbol o patinara sobre hielo al salir de la escuela. En cambio se pasaba las horas pegado ante la pantalla del televisor, mirando vídeos.

Durante los años de su vida en común con Zajac, Hildred había hecho lo imposible por mantenerse delgada; en cambio, ahora se mostraba partidaria de la gordura. Consideraba que una era «más mujer» si estaba llenita, una idea que bastaba para provocar arcadas a su ex marido.

Pero lo más cruel era la manera en que la madre de Rudy casi le había convencido de que su padre no le quería. Para Hildred era una satisfacción decirle a Zajac que el chico siempre regresaba invariablemente deprimido tras los fines de semana con su padre. Que esto se debiera a que ella interrogaba sin piedad a Rudy cuando volvía a casa nunca se le habría ocurrido a Hildred.

– ¿Había una mujer? -inquiría la madre-. ¿Has conocido a una mujer? -(Sólo estaban Medea y todas las aves.)

Cuando no ves a tu hijo durante varias semanas seguidas, el deseo de hacerle regalos es muy tentador. Sin embargo, cuando Zajac compraba cosas a Rudy, Hildred decía al muchacho que su padre le estaba sobornando. O bien la conversación con el niño se desarrollaba más o menos así:

– ¿Qué te ha comprado? ¡Unos patines! Para lo que los vas a usar… ¡debe de querer que te rompas la crisma! Y supongo que no te ha dejado ver ni una sola película. Francamente, sólo tiene que entretenerte durante un par de días y tres noches… sería de esperar que se portara como es debido. ¡Debería esforzarse un poco más!

Pero el problema, naturalmente, era que Zajac se esforzaba demasiado. Durante las primeras veinticuatro horas que pasaban juntos, la frenética energía de su padre abrumaba al pequeño.

Medea mostraba el mismo frenesí que Zajac cuando veía a Rudy, pero el niño era apático, por lo menos en comparación con la bulliciosa perra, y a pesar de los preparativos, evidentes por doquier, que el cirujano había efectuado para divertir a su hijo, éste parecía claramente hostil. Le habían condicionado para que fuese sensible a los ejemplos de la falta de cariño por parte de su padre; como no veía ninguno, se sentía confuso cada vez que pasaba con él un fin de semana.

Había un juego con el que Rudy disfrutaba, incluso en aquellas desgraciadas noches del viernes en que el doctor Zajac se sentía reducido a la penosa tarea de entablar conversación sobre naderías con su único hijo. Zajac se aferraba con orgullo paterno al hecho de que el juego era de su propia invención. A los niños de seis años les encanta la repetición, y el juego inventado por el doctor Zajac bien podría llamarse «Repetición interminable», aunque ni el padre ni el hijo se tomaban la molestia de poner nombre al juego. Al comienzo de sus fines de semana juntos, ése era el único juego que practicaban.

Se turnaban para esconder un cronómetro de cocina, preparado para que sonara al cabo de un minuto, y siempre lo ocultaban en la sala de estar. Decir que lo «ocultaban» no es del todo correcto, pues la única regla del juego era que el cronómetro siempre debía estar visible. No podían meterlo debajo de un cojín o en un cajón. (O enterrarlo bajo un montículo de alpiste en la jaula de los pinzones violáceos.) Tenía que estar a la vista, pero, como el cronómetro de cocina era pequeño y de color beige, no era nada fácil distinguirlo en la sala de estar del doctor Zajac, la cual, como el resto de la vieja casa en la calle Brattle, había sido amueblada de nuevo, apresuradamente y de una manera que Hildred consideraría «sin gusto». (Hildred se había llevado todos los muebles buenos.) La sala de estar estaba atestada, con cortinas y tapicerías mal conjuntadas. Era como si tres o cuatro generaciones de Zajacs hubieran vivido y muerto allí, y nadie hubiera tirado jamás nada.

Las condiciones de la sala hacían que fuese bastante sencillo dejar al descubierto un inofensivo cronómetro de cocina, de modo que resultara tan difícil de encontrar como si estuviera oculto. Sólo de vez en cuando Rudy encontraba el cronómetro en menos de un minuto, antes de que sonara, y Zajac, aunque localizara el instrumento en diez segundos, siempre aparentaba que no daba con él hasta que había pasado el minuto, con gran regocijo del pequeño. Entonces Zajac se fingía frustrado mientras Rudy reía.

Hubo un progreso, más allá del simple placer que procuraba el juego del cronómetro, que tomó a padre e hijo por sorpresa. Se llamaba lectura, el placer en verdad inagotable de leer en voz alta, y los libros que el doctor Zajac decidió leerle a Rudy eran los dos que más le gustaron a él mismo en su infancia, Stuart Little y La telaraña de Charlotte , ambos de E.B. White.

A Rudy le impresionó tanto Wilbur, el cerdo de La telaraña de Charlotte , que quiso cambiarle el nombre a Medea y llamarla Wilbur .

– Ése es un nombre de chico -observó Zajac- y Medea es una chica, pero supongo que el cambio de nombre estaría bien. Podrías llamarla Charlotte, si te parece.

– Pero Charlotte se muere -objetó Rudy. (La Charlotte epónima es una araña)-. No quiero que Medea se muera.

– Medea vivirá mucho tiempo, Rudy -le aseguró Zajac a su hijo.

– Mamá dice que podrías matarla, por tu manera de enfadarte.

– Te prometo que no mataré a Medea , Rudy -replicó Zajac-. No me enfadaré con ella.

Esto era un ejemplo de lo poco que Hildred le había comprendido jamás. ¡Que perdiera los estribos a causa del excremento de perro no significaba que estuviera enojado con los perros!

– Vuelve a decirme por qué le pusieron Medea -le pidió el niño.

Era difícil contarle la leyenda griega a un pequeño de seis años, tratar de explicarle qué es una hechicera. Pero la parte en que Medea ayuda a su marido, Jasón, a conseguir el Vellocino de Oro era más fácil de explicar que la parte sobre lo que Medea les hace a sus propios hijos. El doctor Zajac se preguntó por qué se le ocurriría a alguien ponerle el nombre de Medea a una perra.

En los seis meses transcurridos desde su divorcio, Zajac había leído más de

una docena de libros escritos por psiquiatras pediátricos acerca de los trastornos que sufren los niños después de un divorcio. Todos hacían mucho hincapié en la necesidad de tener sentido del humor, lo cual no era el punto más fuerte del cirujano.

Zajac sólo se sentía tentado a cometer una diablura en aquellos momentos en que llevaba una caca de perro en la raqueta de lacrosse. Sin embargo, en Deerfield no sólo había jugado como centrocampista, sino que también había cantado en una agrupación coral de la localidad. Y aunque ahora sólo cantaba en el baño, cuando se duchaba con Rudy experimentaba un espontáneo acceso de buen humor. Ducharse con su padre era otro elemento en la lista pequeña pero creciente de cosas que a Rudy le gustaba hacer con su papá.

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