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Patrick apagó la luz. Mientras iba sumiéndose en el sueño, trató de pensar en Mary con indulgencia. Recordó la letanía de sus rasgos más positivos en el pasado: su piel impecable, su cabello rubio sin adulterar, sus vestidos sensatos pero que realzaban su atractivo, sus dientes pequeños y perfectos. Y, puesto que Mary todavía confiaba en estar embarazada, supuso que no tomaba fármacos. A veces le había tratado con malevolencia, pero las personas no son sólo lo que parecen ser. Al fin y al cabo, él la había rechazado. Otras mujeres estarían mucho más resentidas de lo que estaba Mary.

¡Hablando del rey de Roma! El teléfono volvió a sonar y era Mary Shanahan, con voz llorosa: tenía la regla. Se le había retrasado un mes y medio, lo suficiente para darle esperanzas de que estaba embarazada. Pero al final se había impuesto la realidad.

– Lo siento, Mary -le dijo Wallingford, y ciertamente lo sentía por ella. En cuanto a sí mismo, experimentaba un júbilo inmerecido. Había esquivado otra bala.

– ¡Imagínate, precisamente tú… disparando proyectiles de fogueo! -exclamó Mary entre sollozos-. Te daré otra oportunidad, Pat. Tenemos que intentarlo de nuevo, en cuanto esté en periodo fértil.

– Lo siento, Mary -repitió él-. No soy tu hombre. Con proyectiles de fogueo o sin ellos, he tenido mi oportunidad.

– ¿Cómo?

– Ya me has oído. Te estoy diciendo que no. No volveremos a acostarnos, bajo ningún concepto.

Mary le lanzó una andanada de insultos pintorescos antes de colgar. Pero la decepción que la joven ejecutiva acababa de sufrir no le quitó el sueño a Patrick. Al contrario, durmió tan profundamente como no lo había hecho desde que se amodorró en los brazos de la señora Clausen y le despertó la sensación de los dientes de ella al colocarle el preservativo.

Aún dormía a pierna suelta cuando le llamó la señora Clausen. En Green Bay era una hora antes, pero el pequeño Otto tenía la costumbre de despertar a su madre un par de horas antes de que Wallingford estuviera despierto.

– Mary no está embarazada -le informó Patrick-. Acaba de tener la regla.

– Va a pedirte que lo intentes de nuevo -dijo la señora Clausen-. Eso es lo que yo haría.

– Ya me lo ha pedido, y le he dicho que no.

– Has hecho muy bien -comentó ella.

– Estoy mirando tu foto -dijo Wallingford.

– Imagino cuál es -replicó Doris.

El pequeño Otto balbuceaba cerca del teléfono. Wallingford permaneció un momento en silencio… le bastaba con imaginarlos a los dos.

– ¿Qué llevas puesto? -le preguntó entonces-. ¿Estás vestida?

– Tengo dos entradas para el partido del lunes por la noche -se limitó a decir ella.

– Quiero ir.

– Los Seahawks juegan contra los Packers en el estadio Lambeau -dijo ella en un tono reverencial que a él le pasó desapercibido-. Mike Holmgren vuelve a casa. No quiero perdérmelo.

– ¡Yo tampoco! -replicó Patrick, aunque no sabía quién era Mike Holmgren. Tendría que investigar un poco.

– Es el primero de noviembre. ¿Estarás libre de veras?

– ¡Estaré libre! -le prometió él. Trataba de parecer alegre, aunque en realidad se le partía el corazón por tener que esperar hasta noviembre para verla. ¡Sólo estaban a mediados de septiembre!-. ¿No podrías venir antes a Nueva York?

– No. Quiero verte en el partido -respondió ella-. No puedo explicártelo.

– ¡No tienes que explicármelo! -se apresuró a replicar él.

Ella cambió de tema.

– Me alegro de que te guste la foto.

– ¡Me encanta! Es estupendo lo que me hiciste.

– Bueno, no tardaremos mucho en vernos -concluyó ella, y colgó sin decirle siquiera adiós.

A la mañana siguiente, durante la reunión preparatoria del guión, Wallingford procuró no pensar en que Mary Shanahan se comportaba como una mujer que estaba atravesando un mal periodo, en todas las acepciones de la palabra, pero ésa era su impresión. Mary comenzó la sesión insultando a una de las redactoras. Se llamaba Eleanor Y por las razones que fuesen, se había acostado con uno de los estudiantes que seguían el programa de verano. El chico había regresado a la universidad, y Mary acusó a Eleanor de ligarse a un hombre mucho más joven que ella.

Sólo Wallingford sabía que, antes de que él cometiera la estupidez de intentar dejar embarazada a Mary, ésta había hecho proposiciones al mismo estudiante. Era un chico guapo y más listo que Wallingford, como lo demostraba el hecho de que hubiera rechazado la proposición de Mary. A Patrick no sólo le gustaba Eleanor por haberse acostado con el muchacho, sino que también sentía simpatía por el estudiante, cuya participación en el programa de verano no había carecido de una auténtica experiencia. (Eleanor era una de las casadas de más edad en la sala de redacción.)

Sólo Wallingford sabía que a Mary le importaba un bledo que Eleanor se hubiera acostado con el joven. Lo único que sucedía era que estaba enojada porque le había venido la regla.

De repente la idea de aceptar una misión informativa, cualquiera que fuese, atrajo a Patrick. Por lo menos el encargo le permitiría alejarse de la sala de redacción y de Nueva York. Le dijo a Mary que estaba dispuesto a aceptar una misión sobre el terreno, siempre que ella no intentara acompañarle adondequiera que le enviaran. (Mary se había ofrecido para viajar durante su próximo periodo fértil.)

Wallingford informó a Mary de que, en el futuro inmediato, habría un solo día en el que no estaría disponible para llevar a cabo una tarea informativa sobre el terreno ni tampoco para presentar las noticias de la noche. El 1 de noviembre de 1999, pasara lo que pasase, tenía que asistir a un partido de fútbol americano en Green Bay.

Alguien, probablemente Mary, filtró a la cadena ABC Sports que Patrick Wallingford asistiría al partido aquella noche, y los responsables de la cadena deportiva pidieron de inmediato al hombre del león que pasara por la tribuna de prensa durante la retransmisión. (¿Por qué iba a rechazar una aparición de dos minutos ante muchos millones de espectadores? Eso era lo que Mary le diría a Patrick) Tal vez el hombre de los desastres podría incluso comentar uno o dos juegos. Alguien de la ABC preguntó si Wallingford sabía que el incidente con el león había vendido casi tantos vídeos como la película sobre los momentos estelares de la National Football League, una de las dos ligas nacionales de fútbol americano.

Sí, Wallingford lo sabía, y rechazó respetuosamente la oferta de visitar a los comentaristas de la ABC. Adujo que asistía al partido con «una amistad especial», sin mencionar el nombre de Doris. Esto podía significar que un cámara de televisión estuviera pendiente de él durante el partido, pero ¿qué más daba? A Patrick no le importaba agitar el brazo una o dos veces, tan sólo para mostrarles lo que deseaban ver… la falta de mano o, como la llamaba la señora Clausen, su cuarta mano. Incluso los reporteros deportivos querían verla.

Tal vez ése fue el motivo por el que Wallingford obtuvo una respuesta más entusiasta a las cartas de solicitud que envió a las cadenas de televisión pública que las que recibió de la radio pública o las facultades de periodismo del grupo de universidades conocido como las Diez Grandes. Todas las filiales de la PBS se interesaron por él. En general, la respuesta colectiva le infundió ánimo, pues eso significaba que tendría un trabajo seguro, y hasta era posible que uno interesante.

Naturalmente, se guardó muy bien de informar a Mary, mientras trataba de imaginar la clase de tareas sobre el terreno que ella le encargaría. No le habría sorprendido que le enviara a un país en guerra… una epidemia de la bacteria E. coli habría armonizado con el estado anímico de Mary.

Wallingford ansiaba saber por qué la señora Clausen había insistido en no verle hasta el partido de aquella noche de lunes en Green Bay. La telefoneó el sábado por la noche, el 30 de octubre, aunque sabía que no iba a verla hasta el lunes, pero Doris siguió mostrándose evasiva sobre la curiosa importancia que aquel partido tenía para ella. «Me pongo nerviosa cuando los Packers son favoritos», se limitó a decirle.

El sábado por la noche Wallingford se acostó temprano. Vito le llamó una sola vez, alrededor de medianoche, pero Patrick no tardó en dormirse. Cuando sonó el teléfono el domingo por la mañana (aún estaba oscuro en el exterior), supuso que era Vito otra vez y estuvo a punto de no responder. Pero se trataba de Mary Shanahan, y fue directamente al grano.

– Voy a darte a elegir -le dijo, sin molestarse en saludarle ni pronunciar su nombre-. Puedes informar desde el aeropuerto Kennedy o te llevamos en avión a Boston y un helicóptero te transportará a la base Otis de la Fuerza Aérea.

– ¿Dónde está eso? -quiso saber Wallingford.

– En el cabo Cod. ¿Sabes lo que ha ocurrido, Pat?

– Estaba durmiendo, Mary.

– ¡Pues pon el puñetero telediario! Volveré a llamarte dentro de cinco minutos. Y olvídate de ir a Wisconsin.

– Iré a Green Bay, pase lo que pase -dijo él, pero Mary ya había colgado.

Ni siquiera la brevedad de la llamada ni la aspereza de su mensaje podían disipar de la memoria de Patrick el dibujo infantil y demasiado floral de la colcha de Mary, o las ondulaciones rosadas de la lámpara cilíndrica y sus movimientos protozoicos en el techo del dormitorio, las sombras que corrían como espermatozoides.

Wallingford encendió el televisor. Un avión egipcio con doscientos diecisiete pasajeros a bordo había despegado del aeropuerto Kennedy rumbo a El Cairo, adonde estaba previsto que llegara tras volar durante toda la noche. Pero sólo treinta y tres minutos después del despegue había desaparecido de las pantallas de radar. Cuando volaba a once mil metros de altura y el tiempo era bueno, de súbito el avión cayó en picado y se hundió en las aguas del Atlántico, a unos noventa kilómetros de la isla de Nantucket. El piloto no había informado de percance alguno. El radar indicaba que la velocidad de descenso del reactor superaba los siete mil metros por minuto: «como una roca», observó un experto en aviación. La temperatura del agua era de quince grados, y la profundidad rondaba los ochenta metros. Había muy pocas esperanzas de que alguien hubiera sobrevivido al impacto.

Era la clase de accidente que suscitaba las especulaciones de los medios de comunicación: todos los reportajes serían especulativos. Abundarían las noticias de interés humano. Un hombre de negocios que prefería permanecer en el anonimato llegó tarde al aeropuerto y no le expidieron el billete. Cuando en el mostrador le dijeron que el vuelo estaba cerrado, gritó a los empleados. Se marchó a su casa y por la mañana se despertó… vivo. Esta clase de historias se repetirían durante muchos días.

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