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Ya habían depositado en el embarcadero su equipaje y las bolsas con las cosas del bebé cuando llegó el hidroavión. Mientras el piloto y la señora Clausen cargaban las bolsas en el pequeño aparato, Wallingford sostenía al pequeño Otto con el brazo derecho, y saludaba al mirón de la otra orilla del lago agitando el brazo sin mano. De vez en cuando veían el reflejo del sol en la lente del telescopio.

Cuando el hidroavión despegó, el piloto sobrevoló a baja altura el embarcadero del nuevo inquilino. El mirón fingía que el telescopio era una caña de pescar y que estaba pescando des de el embarcadero. Aquel estúpido lanzaba una y otra vez un anzuelo imaginario. El trípode del telescopio era una prueba incriminatoria en medio del embarcadero, como el soporte de una ruda pieza artillera.

Había demasiado ruido en la carlinga para que Wallingford y la señora Clausen pudieran entenderse sin gritar, pero intercambiaban constantes miradas y se pasaban a intervalos el bebé. Cuando el hidroavión descendía para amerizar, Patrick, sin pronunciar las palabras, tan sólo moviendo los labios, volvió a decirle: «Te quiero».

Al principio Doris no le respondió, y cuando lo hizo, también sin pronunciar las palabras y dejándole leer sus labios, dijo la misma frase, más larga que «te quiero», de la ocasión anterior. («Todavía lo estoy pensando.»)

Lo único que podía hacer Wallingford era esperar y ver el curso que seguían los acontecimientos.

Desde el lugar donde el hidroavión había amerizado, se dirigieron en coche al aeropuerto Austin Straubel de Green Bay. El pequeño Otto se agitaba en su asiento especial adaptado al del vehículo, mientras Wallingford se esforzaba por divertirle y Doris conducía. Ahora que podían hablar, no parecían tener nada que decirse.

En el aeropuerto, cuando se despidió de madre e hijo besándolos, Patrick notó que la señora Clausen le deslizaba algo en el bolsillo delantero.

– No lo mires ahora, por favor -le pidió ella-. Hazlo más tarde. Piensa tan sólo que mi piel ha vuelto a crecer y el agujero se ha cerrado. No podría seguir llevándolo aunque quisiera. Y además, sé que no lo necesito, ni tú tampoco. Deshazte de él, por favor.

Wallingford supo qué era sin necesidad de mirarlo: el chisme estimulador de la fertilidad que le viera cierta vez en el ombligo, el adorno corporal que llevaba en el ombligo perforado. Ardía en deseos de verlo.

No tuvo que esperar mucho. Pensaba en la ambigüedad de las palabras de la señora Clausen cuando se despidieron: «si acabo viviendo contigo», cuando el objeto que ella le había metido en el bolsillo accionó la alarma del detector de metales. Entonces tuvo que sacarlo del bolsillo y mirarlo. Una guardia de seguridad del aeropuerto también le echó un buen vistazo; en realidad, fue ella la primera que lo examinó.

El objeto era sorprendentemente pesado en relación con su pequeñez, y su color metálico, blanco grisáceo, relucía como el oro.

– Es platino -afirmó la guardia de seguridad. Era una india de piel oscura y cabello negro azabache, gruesa y de aspecto triste. Su manera de mirar el adorno del ombligo indicaba que sabía algo de joyería-. Esto debe de ser caro -le dijo, devolviéndole el objeto.

– No lo sé, no lo he comprado -replicó Wallingford-. Es una de esas cosas que usan los que practican el piercing, para un ombligo de mujer.

– Ya lo sé le dijo la guardia de seguridad-. En general disparan el detector de metales cuando alguien los lleva en el ombligo.

– Ah -dijo Patrick. Empezaba a ver qué era el amuleto de la buena suerte: una mano diminuta… una mano izquierda.

En el negocio del piercing llamaban «pesas» a esa clase de adorno: una varita con una bola que se enrosca en un extremo, para impedir que el adorno se caiga, un sistema bastante parecido al de la barra de un pendiente. Pero en el otro extremo de la varilla, diseñado como una esbelta muñeca, había la mano más delicada y exquisita que Patrick Wallingford había visto jamás. El dedo corazón estaba cruzado sobre el índice, formando ese símbolo casi universal de buena suerte. Patrick había esperado un símbolo de la fertilidad más concreto, tal vez un dios en miniatura o algún adorno tribal.

Otro guardia de seguridad llegó a la mesa ante la que se encontraban Wallingford y la mujer india. Era un negro menudo y delgado, con un bigote perfectamente arreglado.

– ¿Qué es esto? -le preguntó a su colega.

– Un adorno corporal, para tu ombligo -le explicó ella.

– ¡Para el mío no! -dijo el hombre, sonriendo.

Patrick le dio el amuleto de la buena suerte. En aquel momento se le deslizó la cazadora del antebrazo izquierdo y los guardias vieron que le faltaba la mano.

– ¡Eh, usted es el hombre del león! -exclamó el guardia menudo. Apenas había mirado la pequeña mano de platino con los dedos cruzados que descansaba en la palma de la suya.

La mujer tocó instintivamente el antebrazo izquierdo de Patrick.

– Lamento no haberlo reconocido, señor Wallingford -le dijo.

¿A qué obedecía la tristeza que reflejaba su semblante? Wallingford había sabido al instante que estaba triste, pero hasta entonces no había considerado los posibles motivos de su tristeza. En la garganta tenía una pequeña cicatriz en forma de anzuelo, que podía deberse a cualquier cosa, desde un accidente en su infancia con unas tijeras hasta malos tratos conyugales o una violación.

Su colega, el negro menudo y delgado, miraba ahora el adorno corporal con renovado interés.

– Bueno, es una mano izquierda. ¡Ya lo entiendo! Supongo que es su amuleto de la buena suerte, ¿verdad?

– En realidad es para estimular la fertilidad, o eso me han dicho.

– ¿De veras? -le preguntó la india, y tomó el adorno que sostenía su compañero-. Déjeme verlo de nuevo. ¿Funciona? -le preguntó a Patrick, y él se dio cuenta de que lo decía en serio.

– Ha funcionado una vez -respondió él.

Era tentador conjeturar a qué se debía su tristeza. Aquella mujer rondaba los cuarenta años, llevaba una alianza matrimonial en el dedo anular derecho y otro con una turquesa en el de la mano derecha. Unas turquesas pendían de sus lóbulos. Tal vez tenía incluso perforado el ombligo. Tal vez no podía quedar embarazada.

– ¿Lo quiere? -le preguntó Wallingford-. Ya no me sirve para nada.

El guardia negro se echó a reír y se alejó, haciendo un gesto con la palma hacia abajo.

– ¡Eso sería lo último que le faltaba! -le dijo a Patrick, y sacudió la cabeza.

Tal vez la pobre mujer tenía una docena de hijos y había rogado que le ligaran las trompas, pero su buen marido no se lo permitía.

– ¡Cállate! -gritó la mujer a su colega que se alejaba. El hombre aún reía, pero a ella no parecía divertirle.

– Puede usted quedárselo, si lo desea -le dijo Wallingford. Al fin y al cabo, la señora Clausen le había pedido que se deshiciera del adorno.

La mujer cerró su oscura mano sobre el amuleto para la fertilidad.

– Me gustaría mucho tenerlo, pero estoy segura de que no puedo permitírmelo.

– ¡No, no! ¡Es gratis! Se lo doy, ya es suyo. Espero que funcione, si usted desea que lo haga.

No sabía si la mujer lo quería para ella, para una amiga o si conocía a alguien que se lo compraría.

A cierta distancia del puesto de seguridad, Wallingford se volvió y miró a la india. Ésta había vuelto al trabajo (para los demás era sólo una guardia de seguridad), pero cuando miró en dirección a Patrick, le saludó agitando la mano, con una cálida sonrisa. También alzó la minúscula mano. Wallingford estaba demasiado lejos para ver los dedos cruzados, pero el adorno destellaba bajo la brillante luz del aeropuerto. El platino volvía a relucir como el oro.

Patrick recordó las alianzas matrimoniales de Doris y Otto Clausen brillando bajo el haz de la linterna entre el agua oscura y la parte inferior del embarcadero en el cobertizo de los botes. ¿Cuántas veces desde que dejara allí los anillos, colgados de un clavo, había nadado bajo el embarcadero para mirarlos, pedaleando en el agua con la linterna en la mano?

¿O tal vez nunca lo había hecho? ¿Sólo los veía, como Wallingford lo hacía ahora, en sueños o en la imaginación, donde el oro era siempre más brillante y el reflejo de los anillos en el lago más duradero?

Si tenía una oportunidad con la señora Clausen, desde luego no dependía de que se corroborase si Mary Shanahan estaba embarazada o no. Más importante era la fuerza con que aquellas alianzas matrimoniales brillaban todavía bajo el embarcadero en los sueños y en la imaginación de Doris Clausen. Cuando el avión despegó rumbo a Cincinatti todo estaba en el aire (y en aquellos momentos en sentido literal), tanto su proyecto de vida en común con Doris Clausen como lo que ésta pensaba de él. Tendría que esperar y ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.

Era lunes, 26 de julio de 1999. Wallingford recordaría esa fecha durante largo tiempo, pues no volvería a ver a la señora Clausen hasta que transcurrieran tres meses y ocho días.

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