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Era evidente que, más que alimentar al pequeño Otto, lo estaba ensuciando con la comida. Humedeció con agua caliente una servilleta de papel y lo limpió en la medida de lo posible. Entonces sacó a Otto de la sillita alta y lo dejó en el parque infantil. El niño dio brincos durante un par de minutos antes de vomitar la mitad del desayuno.

Wallingford lo alzó del parque infantil y se sentó en la mecedora, con el pequeño en el regazo. Intentó darle el biberón, pero Otto, con las señales del estropicio en el pelo y la ropa, tan sólo bebió un poco antes de escupir en el regazo de su padre. Éste sólo llevaba puestos los calzoncillos, por lo que no importaba.

Probó a pasear de un lado a otro con Otto en el brazo izquierdo y El paciente inglés abierto, como un himnario, en la mano derecha. Pero la falta de la mano izquierda hacía que Otto resultara demasiado pesado para sostenerlo así demasiado tiempo, y Patrick regresó a la mecedora. Sentó al niño en un muslo, apoyado contra su cuerpo; la nuca de Otto descansaba sobre el pecho y el hombro izquierdo de Wallingford, que le rodeaba con el brazo izquierdo. Se mecieron durante diez minutos o más, hasta que Otto se durmió.

Patrick se mecía más lentamente, con el niño dormido en el regazo mientras intentaba leer la novela. Sostener el libro con su única mano no era tan difícil como pasar las páginas, algo que requería una considerable destreza manual, tan arduo para Wallingford como algunos de sus esfuerzos con las prótesis, pero el esfuerzo parecía armonizar con las primeras descripciones del paciente quemado, que parece no recordar quién es.

Leyó unas pocas páginas y se detuvo en una frase que la señora Clausen había subrayado en rojo, la descripción de la manera en que el epónimo paciente inglés ya se sume en la inconsciencia, ya se despierta mientras la enfermera le lee.

«Así pues, tanto si el inglés escuchaba atentamente como si no, los libros tenían para él lagunas en el argumento que eran como tramos de una carretera erosionados por las tormentas, ausencias de incidentes como si las langostas hubieran consumido una parte del tapiz, como si el yeso aflojado a causa del bombardeo se hubiera desprendido de un mural por la noche.»

No era sólo un pasaje para ser releído y admirado, sino que también hacía honor a la lectora que lo había subrayado. Wallingford cerró el libro y lo depositó suavemente en el suelo. Entonces cerró los ojos y se concentró en el movimiento relajante de la mecedora. Si retenía el aliento podía oír la respiración de su hijo, un momento sagrado para muchos padres primerizos. Y mientras se mecía, Patrick trazó un plan. Regresaría a Nueva York y leería El paciente inglés, subrayando los pasajes que más le gustasen. Entonces él y la señora Clausen podrían hacer comparaciones y discutir sus respectivas preferencias. Incluso podría persuadirla para alquilar el vídeo de la película y verla juntos.

Mientras se amodorraba en la mecedora, sujetando al niño ya dormido, se preguntó si ese tema no sería más prometedor para ellos que los viajes de un ratón o el ardor imaginativo de una araña condenada.

La señora Clausen los encontró dormidos en la mecedora. Como era una buena madre, examinó de cerca las pruebas de que Otto había desayunado, incluido lo que quedaba del biberón, la camisa asombrosamente manchada de su hijo, el pelo con melocotón pegado y los zapatos y calcetines con restos de plátano, así como la inequívoca indicación de que había vomitado en los calzoncillos de Patrick. Debió de encontrar todo esto de su agrado, sobre todo la estampa de los dos dormidos en la mecedora, porque los fotografió dos veces con su cámara.

Cuando Wallingford se despertó, Doris ya había preparado café y estaba friendo beicon. (El recordó haberle dicho que le gustaba desayunar con beicon.) Llevaba puesto el bañador violáceo, y Patrick imaginó su propio bañador solitario en el tendedero, una lastimosa señal del probable rechazo de su proposición por parte de la señora Clausen.

Pasaron el día juntos, sumidos en la pereza, aunque no relajados por completo. La tensión subyacente entre ellos se debía a que Doris no mencionó para nada la proposición de Patrick.

Se turnaron para bañarse alrededor del embarcadero y vigilar a Otto. Una vez más, Wallingford vadeó con el bebé en brazos las aguas someras en la playa arenosa. Juntos dieron una vuelta en barca. Patrick se sentó a proa, con el pequeño Otto en el regazo, mientras la señora Clausen pilotaba el fueraborda, porque lo dominaba mejor. El fueraborda no alcanzaba tanta velocidad como la lancha rápida, pero en caso de percance, un rasguño en el casco o un golpe, a los Clausen no les habría importado.

Cargaron las bolsas de basura en la embarcación y las transportaron al vertedero situado en la otra orilla del lago. Todos los habitantes de las casas de campo vecinas llevaban allí la basura. Todo lo que no depositaran en el vertedero, botellas, latas, papeles, sobras de comida, pañales sucios, tendrían que llevárselo en el hidroavión.

En el fueraborda, con el motor en marcha, no podían oírse el uno al otro, pero Wallingford miró a la señora Clausen y movió los labios para formar las palabras: «Te quiero». El supo que le había leído los labios, pero no entendió la respuesta de ella. Era una frase más larga que «te quiero,», y él se dio cuenta de que le estaba diciendo algo serio.

Cuando volvían de tirar la basura, el pequeño Otto se durmió. Wallingford llevó al niño dormido a su cuarto, escaleras arriba, y lo acostó en la cuna. Doris le dijo que solía dormir dos veces durante el día, y el movimiento de la embarcación era la causa de que se hubiera dormido tan profundamente. La señora Clausen supuso que tendría que despertarle para darle de comer.

Caía la tarde y el sol había empezado a ponerse.

– No le despiertes todavía -dijo Wallingford-. Ven al embarcadero conmigo, por favor.

Ambos llevaban bañador, y Patrick se hizo con un par de toallas.

– ¿Qué vamos a hacer? -le preguntó Doris.

– Vamos a mojarnos otra vez -respondió él-. Luego nos sentaremos un rato en el embarcadero.

La señora Clausen temía no oír a Otto si se despertaba y comenzaba a llorar, ni siquiera con las ventanas del dormitorio abiertas. Las ventanas daban al lago, no al embarcadero que se internaba en el agua, y si pasaba una motora, como sucedía de vez en cuando, el estrépito les impediría oír cualquier sonido procedente de la casa. Patrick le prometió que él oiría al bebé.

Se lanzaron al agua desde el embarcadero y subieron enseguida por la escala. La llegada de la oscuridad fue casi inmediata. El sol se había puesto bajo las copas de los árboles en su orilla del lago, pero la orilla oriental estaba todavía iluminada. Se sentaron en las toallas sobre las tablas del embarcadero y Wallingford habló a la señora Clausen de las píldoras contra el dolor que tomó en la India y que, en el sueño inducido por la cápsula azul, había notado el calor del sol en la madera del embarcadero, a pesar de la oscuridad.

– Igual que ahora -comentó.

Ella no reaccionó. Temblaba un poco bajo el bañador mojado.

Patrick insistió en contarle que, en el sueño, oía la voz de la mujer, pero no la veía en ningún momento; tenía la voz más sensual del mundo, y le dijo: «Tengo frío con el bañador mojado. Me lo voy a quitar. ¿No quieres quitarte el tuyo también?». La señora Clausen no dejaba de mirarle, y seguía temblando.

– Dilo, por favor -le pidió Wallingford.

– No tengo ganas de hacerlo -replicó Doris.

Le contó el resto del sueño inducido por la cápsula azul cobalto. Había respondido afirmativamente a la pregunta de ella, y el agua goteaba de sus bañadores mojados y caía entre las tablas del embarcadero, de regreso al lago. Le dijo que él y la mujer a la que no veía se desnudaron y que los hombros de ella olían a piel tostada por el sol, y que, al seguir con la lengua el contorno de la oreja femenina, había saboreado el agua del lago.

– ¿En el sueño hiciste el amor con ella? -le preguntó la señora Clausen.

– Sí.

– No puedo hacerlo -dijo ella-. Éste no es el lugar ni tampoco el momento. Además, hay una casa nueva en la otra orilla del lago. Los Clausen me han advertido de que el inquilino tiene un telescopio y espía a la gente.

Patrick miró hacia el lugar al que ella se refería. La cabaña al otro lado del lago tenía un color crudo; la madera nueva destacaba en el entorno azul y verde.

– Creía que el sueño se iba a convertir en realidad -se limitó a decirle él. (Quería decirle que casi se había convertido en realidad.)

La señora Clausen se levantó, llevándose la toalla consigo. Se quitó el bañador mojado y, al mismo tiempo, se cubrió con la toalla. Colgó el bañador del tendedero y se ciñó mejor la toalla.

– Voy a despertar a Otto -le dijo a Patrick.

Él se quitó el bañador y lo colgó de la cuerda, junto al de Doris. Como ella ya había ido al cobertizo, no se molestó en cubrirse con la toalla. Incluso permaneció un momento en pie ante el lago, sólo para obligar al gilipollas del telescopio a echarle un buen vistazo. Entonces se puso la toalla a la cintura y subió la escalera hasta su dormitorio. Se puso un bañador seco y una camisa polo. Cuando entró en el otro dormitorio, la señora Clausen también se había cambiado y llevaba una vieja camiseta de tirantes y unos pantalones cortos de nailon. Eran prendas que podría llevar un muchacho en un gimnasio, pero le sentaban de maravilla.

– Mira -le dijo a Patrick, sin mirarle-. Los sueños no han de tener un parecido exacto con la vida real para que se hagan realidad.

– No sé si tengo alguna posibilidad contigo -replicó Patrick

Con paso decidido y Otto en brazos, Doris le precedió hacia la cabaña principal.

– Todavía estoy pensando en ello -le dijo, dándole la espalda.

Wallingford supuso lo que ella había dicho, tras contar las sílabas de sus palabras. Pensó que eso mismo era lo que le había dicho en el fueraborda, cuando él no podía oírla. («Todavía estoy pensando en ello.») Así pues, tenía alguna posibilidad con ella, aunque probablemente era mínima.

Protegidos por la mosquitera, cenaron tranquilamente en el porche de la cabaña principal, que daba al lago cada vez más oscuro. Llegaron los mosquitos y su zumbido se convirtió en una música de fondo. Tomaron la segunda botella de vino tinto mientras Wallingford hablaba de sus esfuerzos iniciales para lograr que 1e despidieran. Esta vez fue lo bastante avispado para no mencionar a Mary Shanahan, y no le dijo a Doris que esa idea partía de algo que le oyó decir a Mary ni que ésta había elaborado un plan con los pasos que debía dar para que le despidieran.

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