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Le irritaba haberse convertido en un hombre con quien cualquier mujer decente prefería mantener el anonimato. Hasta entonces jamás se había considerado un hombre así.

Cuando tenía ambas manos, Patrick había experimentado con el anonimato, en particular cuando estaba en compañía de la clase de mujer con la que cualquier hombre preferiría permanecer anónimo. Pero tras el episodio del león, no podía dejar de ser Patrick Wallingford, de la misma manera que no podía hacerse pasar por Paul O'Neill, por lo menos para cualquiera que tuviera sus facultades mentales intactas.

En vez de quedarse a solas con tales pensamientos, Patrick cometió el error de encender el televisor. Un comentarista político, cuya especialidad, a juicio de Wallingford, siempre había sido una comprensión a posteriori intelectualmente inflada, especulaba sobre lo que podría haber sido la vida de John F. Kennedy hijo, ahora trágicamente abreviada. El comentarista hacía con toda seriedad una afirmación absurda, la de que a John Kennedy hijo las cosas le habrían ido mejor en todos los sentidos si no hubiera hecho caso del consejo de su madre y se hubiese dedicado al cine. ¿No habría muerto el joven Kennedy en un accidente aéreo si hubiera sido actor?

Era cierto que la madre de John hijo no había querido que fuese actor, pero el atrevimiento del comentarista político era enorme. ¡La más notoria de sus especulaciones irresponsables era que el trayecto más suave e inalterable de John hijo hacia la presidencia pasaba por Los Ángeles! Para Patrick, la inanidad de semejante teoría, digna de Hollywood, era doble: primero, afirmar que el joven Kennedy debería haber seguido los pasos de Ronald Reagan y, segundo, asegurar que John Fitzgerald Kennedy hijo había querido ser presidente.

Patrick prefirió sus otros demonios, más personales, y apagó el televisor. Allí, en la oscuridad, la nueva idea de intentar que lo despidieran le saludaba con la familiaridad de una vieja amiga. Sin embargo, esa otra idea nueva, la de que era un hombre cuya compañía una mujer sólo aceptaría a condición del anonimato, le hacía estremecerse, y también provocaba una tercera idea nueva: ¿y si dejaba de oponer resistencia a Mary y se acostaba con ella? (Por lo menos Mary no insistiría en proteger su anonimato.)

Había, pues, tres nuevas ideas brillando en la oscuridad, que le apartaban de la soledad de una mujer de cincuenta y un años que no quería abortar pero a la que aterraba tener un hijo. Por supuesto, que aquella mujer abortase o dejara de abortar no era asunto de Patrick Wallingford, no era asunto de nadie salvo de ella misma.

Y a lo mejor ni siquiera estaba embarazada. Tal vez tan sólo tenía el abdomen un poco prominente. Quizá le gustaba pasar los fines de semana en un hotel con un desconocido, y todo aquello no era más que una actuación. Actuar era el punto fuerte de Patrick, lo hacía constantemente.

– Buenas noches, Doris. Buenas noches, mi pequeño Otto -susurró en la habitación a oscuras. Era lo que decía cuando quería estar seguro de que no estaba actuando.

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