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– Es perfectamente comprensible -replicó Wallingford-. Usted es madre…

Su impulso de darle unas palmaditas en la rodilla bajo el agua fue sincero, es decir, impulsivo sin el menor contenido sexual. Pero como el impulso se transmitió a lo largo del brazo izquierdo, al final no hubo mano con la que tocarle la rodilla. Sin querer, apartó bruscamente el muñón, en el que volvía a notar el movimiento de los insectos invisibles.

El gesto incontrolable de Wallingford no arredró a la madre y abuela preñada, que volvió a tomarle calmosamente el brazo. Una vez más Patrick depositó de buena gana el muñón sobre el regazo de la mujer, un gesto que a él mismo le sorprendió, y ella le tomó el antebrazo sin ningún reproche, como si sólo hubiera perdido momentáneamente algo que atesoraba.

– Le pido disculpas por atacarle en público -le dijo sinceramente-. Ha sido una impertinencia, algo que sólo he podido hacer porque estoy fuera de mí. -Le aferró el antebrazo con tanta fuerza que Wallingford notó un dolor imposible en el inexistente pulgar izquierdo, y se contorsionó-. ¡Dios mío! ¡Le he hecho daño! -exclamó la mujer, soltándole el brazo-. ¡Y ni siquiera le he preguntado qué le ha dicho el médico!

– Estoy bien -replicó Patrick-. Son los nervios regenerados cuando me hicieron el trasplante y que se están portando mal. El médico cree que el problema radica en mi vida amorosa, o quizás en el estrés.

– Su vida amorosa -dijo la mujer en un tono neutro, como si no le interesara hablar del asunto. Tampoco Wallingford quería abordarlo-. Pero ¿por qué sigue usted aquí? -le preguntó de repente.

Patrick pensó que se refería a la bañera de agua caliente, y estuvo a punto de decirle que estaba allí porque ella le retenía. Entonces comprendió que le preguntaba por qué no había regresado a Nueva York. Y si no era Nueva York, ¿no debería estar en Hyannisport o en Martha's Vineyard?

Wallingford temía decirle que retrasaba la vuelta inevitable a su discutible profesión («discutible» dado el espectáculo en torno a los Kennedy, al que él no tardaría en contribuir). Sin embargo, y aunque a regañadientes, lo admitió así y, además, le dijo que se proponía ir caminando a Harvard Square para recoger un par de libros que su médico le había recomendado. Había pensado pasar el resto del fin de semana leyéndolos.

– Pero temía que en Harvard Square alguien me reconociera y me abordara más o menos como usted lo ha hecho esta mañana… me lo habría merecido -añadió.

– ¡Dios mío! -exclamó la mujer-. Dígame qué libros son y yo se los traeré. A mí nadie me reconoce.

– Es usted muy amable, pero…

– ¡Déjeme que le traiga los libros, por favor! ¡Así me sentiré mejor!

Se echó a reír nerviosamente, al tiempo que se echaba atrás el cabello mojado. No sin cierta timidez, Wallingford le dijo los títulos.

– ¿El médico se los ha recomendado? ¿Tiene usted hijos?

– Hay un niño que es como un hijo para mí, o quiero que lo sea más -le explicó Patrick-. Pero aún es demasiado pequeño para que pueda leerle Stuart Little o La telaraña de Charlotte . Sólo los quiero para imaginarme leyéndoselos dentro de unos pocos años.

– Le he leído La telaraña de Charlotte a mi nieto hace unas pocas semanas -le dijo la mujer-. Y lloré de nuevo… lloro cada vez que leo ese cuento.

– No recuerdo muy bien la historia, pero mi madre también lloraba -admitió Wallingford.

– Me llamo Sarah Williams.

El percibió una curiosa vacilación en la voz de la mujer cuando le dijo su nombre y le tendió la mano.

Patrick se la estrechó, y las manos de ambos tocaron la espuma burbujeante de la bañera. En aquel momento los chorros que creaban el remolino cesaron y el agua quedó al instante clara e inmóvil. Fue un poco sorprendente y un augurio evidente, lo cual le provocó a Sarah Williams otro acceso de risa nerviosa. La mujer se irguió y salió de la bañera.

Wallingford admiró esa manera que tienen las mujeres de salir del agua con el bañador mojado, cuando un dedo tira automáticamente hacia abajo del borde posterior de la prenda.

En pie, su pequeño vientre volvía a parecer casi liso, tan escasa era la hinchazón. Por el recuerdo que tenía del embarazo de la señora Clausen, Wallingford supuso que Sarah Williams estaba embarazada de dos meses, tres a lo sumo. Si ella no le hubiera dicho que estaba encinta, él no lo habría adivinado jamás. Y tal vez siempre tenía aquel abolsamiento, incluso cuando no estaba embarazada.

– Le llevaré los libros a su habitación -le dijo Sarah mientras se envolvía en una toalla-. ¿Qué número tiene?

El se lo dio, agradecido por la ocasión de prolongar su estancia allí, pero mientras aguardaba que ella le trajera los libros, debería decidir si regresaba a Nueva York aquella noche o esperaba al domingo por la mañana.

Tal vez Mary aún no habría dado con él, y eso proporcionaría a Patrick algo más de tiempo. Incluso podría descubrir que tenía la fuerza de voluntad suficiente para retrasar el momento de encender el televisor, al menos hasta que Sarah Williams llegara a su habitación. Tal vez aquella mujer miraría las noticias con él; ambos parecían convenir en que la cobertura sería insoportable. Siempre es mejor no mirar a solas un mal noticiario… y no digamos una Super Bowl.

Sin embargo, tan pronto como estuvo de regreso en la habitación, fue incapaz de seguir resistiendo. Se quitó el bañador mojado pero no el albornoz, y, mientras reparaba en el destello de la luz de los mensajes en el teléfono, sacó el mando a distancia del cajón donde lo había escondido y encendió el televisor.

Examinó un canal tras otro hasta dar con la cadena especializada en noticias, donde vio cumplido lo que podría haber predicho (John E Kennedy hijo, conexión con Tribeca). Allí estaban las puertas metálicas de la buhardilla que John hijo compró en el número 20 de North More. La residencia de los Kennedy, que estaba al otro lado de la calle, delante de un viejo almacén, ya se había convertido en un santuario. Los vecinos de Kennedy hijo (y probablemente personas totalmente ajenas al lugar que pasaban por vecinos) habían depositado velas y flores, y, perversamente, también habían dejado unas postales que parecían las que se usan para desearle a un enfermo que se restablezca. Si bien Patrick consideraba terrible que la joven pareja y la hermana de la señora Kennedy hubieran muerto, como era lo más probable, detestaba a aquella gente que se revolcaba en un dolor imaginario allá en Tribeca. Ellos eran los que hacían posible lo peor de la televisión.

Pero por mucho que Wallingford detestara el noticiario, también lo comprendía. Los medios de comunicación sólo podían adoptar dos posturas ante las celebridades: adorarlas o despellejarlas. Y puesto que el duelo era la forma suprema de adoración, era comprensible que la muerte de las celebridades fuese muy apreciada. Además, su fallecimiento permitía a los medios de comunicación adorarlas y despellejarlas al mismo tiempo. La situación era inmejorable.

Wallingford apagó el televisor y guardó el mando a distancia en el cajón. Pronto él mismo estaría en la pantalla como parte del espectáculo. Se sintió aliviado cuando llamó para preguntar por el mensaje telefónico: le habían llamado desde recepción para saber cuándo iba a marcharse.

Les dijo que lo haría por la mañana, y entonces se tendió en la cama de la habitación medio a oscuras. (No había corrido las cortinas al levantarse y el servicio no había tocado la habitación porque Patrick había dejado en la puerta el letrero de NO MOLESTAR.) Esperó echado a Sarah Williams, una compañera de viaje, y los maravillosos libros para niños y adultos cansados del mundo escritos por E.B. White.

Wallingford era un presentador de noticias oculto. Se ponía ex profeso fuera de alcance en el mismo momento en que emitían la noticia de la desaparición de Kennedy. ¿Qué haría la dirección con un periodista que no ansiaba informar de lo ocurrido? En realidad, Wallingford se desentendía de ello… ¡era un periodista que postergaba su trabajo! (Ninguna cadena de televisión sensata habría vacilado en despedirle.)

Pero ¿qué más postergaba Patrick Wallingford? ¿No se ocultaba también de lo que Evelyn Arbuthnot había llamado despectivamente su vida?

¿Cuándo acabaría por entenderlo? El destino no es imaginable, excepto en los sueños o en el caso de los enamorados. Cuando conoció a la señora Clausen, Patrick nunca podría haber imaginado el futuro con ella, y cuando se enamoró, no podía imaginarlo sin ella.

Wallingford no quería tener relaciones sexuales con Sarah Williams, aunque le tocaba tiernamente los pechos caídos con su única mano, y ella tampoco quería hacer el amor con él. Es cierto que deseó prodigarle cuidados maternales, posiblemente porque sus hijas vivían muy lejos y tenían hijos propios. Pero es más que probable que Sarah Williams comprendiera la necesidad que Patrick Wallingford tenía de una madre y, además de sentirse culpable por haberle insultado en público, el escaso tiempo que pasaba con sus nietos aumentaba su sentimiento de culpa.

Otro problema era el embarazo de Sarah y su convencimiento de que no podría soportar de nuevo el temor a la muerte de uno de sus hijos, y tampoco quería que sus hijas adultas supieran que aún tenía relaciones sexuales.

Le dijo a Wallingford que era profesora adjunta de lengua y literatura inglesas en la Universidad Smith Desde luego, tenía todo el aire de una profesora de lengua cuando leyó a Patrick, con voz clara y animada, algunos fragmentos de Stuart Little y luego de La telaraña de Charlotte , «porque ése es el orden en que se escribieron». Sarah yacía sobre el lado izquierdo con la cabeza en la almohada de Patrick. La luz sobre la mesilla de noche era la única encendida en la penumbrosa habitación. Aunque era mediodía, las cortinas estaban corridas.

La profesora Williams leyó Stuart Little hasta pasada la hora de comer. No tenían apetito. Wallingford yacía desnudo a su lado, el pecho pegado a la espalda de la mujer, tocándole las nalgas con los muslos mientras con la mano derecha le tomaba un seno y luego el otro. Entre los dos estaba, apretado, el muñón del antebrazo izquierdo de Patrick. Él lo notaba sobre el vientre desnudo y ella en la rabadilla.

Wallingford pensó que el final de Stuart Little podía ser más gratificante para los adultos que para los niños, quienes esperan mucho más del final de un relato. Sarah le dijo que, con todo, era «un final juvenil, que manifiesta el optimismo de los adultos jóvenes».

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