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Patrick Wallingford había perdido la mano izquierda en dos ocasiones, pero había ganado un alma, y lo que se la había proporcionado era el hecho de amar a la señora Clausen y de haberla perdido. Era el anhelo que tenía de ella y el deseo de que fuese feliz; era también haber recuperado la mano izquierda y haberla perdido de nuevo; era el deseo de que su hijo fuese el hijo de Otto Clausen, casi tanto como Doris lo había deseado; era amar, incluso sin ser correspondido, al pequeño Otto Clausen y a su madre. Y era tanto el dolor que Patrick sentía en el alma, que resultaba visible incluso en la televisión… Ya no era posible que nadie le tomara por Paul O'Neill, ni siquiera el portero de las confusiones.

Seguía siendo el hombre del león, pero algo en él se había alzado por encima de esa imagen de su mutilación; seguía siendo el hombre de los desastres, pero presentaba las noticias de la noche con una nueva autoridad. Había llegado a dominar el aspecto que antes practicaba en los bares a la hora del cóctel, cuando sentía lástima de sí mismo. Aquel aspecto seguía diciendo: «apiadaos de mí», pero ahora su tristeza parecía accesible.

Sin embargo, a Wallingford no le impresionaban los progresos de su alma. Puede que los demás lo observaran, pero ¿qué importaba? Al fin y al cabo, no estaba al lado de Doris Clausen.

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