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Y entonces, en septiembre de 1998, tuvo lugar un trasplante de mano y antebrazo en la ciudad francesa de Lyon. El receptor fue Clint Hallam, un neozelandés que vivía en Australia. Este acontecimiento también pareció irritar a Zajac, y tenía motivos para ello. Hallam había mentido, había dicho a los médicos que perdió la mano en un accidente industrial, en un solar en construcción, pero resultó que se la había cortado una sierra circular en una prisión de Nueva Zelanda, donde cumplía una sentencia de dos años y medio por fraude. (Por supuesto, el doctor Zajac pensaba que proporcionar una mano nueva a un ex presidiario era una decisión que sólo podría haber tomado un experto en ética médica.)

De momento, Clint Hallam tomaba más de treinta píldoras al día y no mostraba señales de rechazo. En el caso de Wallingford, ocho meses después del trasplante, seguía tomando más de treinta píldoras al día y, si se le caía calderilla del bolsillo, no podría recogerla con la mano de Otto. Más alentador para el equipo de Boston era el hecho de que la mano izquierda, pese a la ausencia de sensación en los extremos de los dedos, era casi tan fuerte como la derecha. Por lo menos Patrick podría girar un pomo, lo suficiente para abrir la puerta. Doris le había dicho que Otto había sido muy fuerte. (Por alzar tantas cajas de cerveza, sin duda.)

De vez en cuando la señora Clausen y Wallingford dormían juntos, sin relación sexual, incluso sin desnudarse. Doris se limitaba a dormir junto a él, en el lado izquierdo, naturalmente. Patrick no dormía bien, debido en gran parte a la incomodidad de permanecer boca arriba, pero la mano le dolía cuando se colocaba de lado o boca abajo, y ni siquiera el doctor Zajac podía decirle por qué. Tal vez tenía que ver con la reducción del suministro de sangre a la mano, pero era evidente que músculos, tendones y nervios recibían la sangre necesaria.

– Yo jamás afirmaría que hasta ahora ha tenido usted la portería desprotegida -le dijo Zajac-, pero esa mano me parece cada vez más un portero.

Era difícil entender la nueva informalidad de Zajac, y no digamos su amor por la lengua vernácula de Irma. La señora Clausen y su feto habían desbancado al doctor Zajac, quien durante tres minutos fue objeto de la atención general, pero éI no parecía haberse deprimido demasiado. (Que un delincuente fuese el único competidor de Wallingford en la cirugía del trasplante de manos hacía sentirse a Zajac más enojado que deprimido.) Por otro lado, y a consecuencia de las artes culinarias de Irma, había engordado un poco. La alimentación sana, en cantidades adecuadas, también engorda. El cirujano había cedido a sus apetitos. Estaba hambriento debido a la actividad sexual cotidiana.

Que Irma y su ex patrono estuvieran ahora felizmente casados no era asunto de Wallingford, pero sí la comidilla en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink, Zajac y Asociados. Y si el mejor cirujano del equipo perdía gradualmente el aspecto de perro salvaje, su hijo Rudy, en el pasado desnutrido, también había engordado unos kilos. Incluso para la mayoría de los envidiosos que se hallaban en la periferia de la vida del doctor Zajac y se burlaban cobardemente de él, el pequeño al que su padre amaba era un niño feliz y normal.

No menos sorprendente fue que el doctor Mengerink le confesara a Zajac su relación sentimental con la vengativa Hildred, la primera esposa de Zajac, actualmente obesa. Hildred estaba indignada con Irma, a pesar de que el doctor Zajac le había aumentado la pensión alimenticia… el coste que eso representaría para Hildred estaba claro: tendría que aceptar la custodia de Rudy a partes iguales.

En vez de ponerse nervioso por la pasmosa confesión del doctor Mengerink, el doctor Zajac se mostró como un dechado de sensibilidad y compasión.

– ¿Con Hildred? Pobre amigo mío… -se limitó a decirle Zajac, rodeando con un brazo los hombros encorvados de Mengerink.

– Es maravilloso lo que puede hacer por ti un poco de sexo -observó con envidia el hermano Gingeleskie superviviente.

¿También había salido del apuro la perra comedora de mierda? En cierto modo, sí. Medea era casi una buena perra; aún sufría «deslices», como los llamaba Irma, pero la caca de perro y sus efectos habían perdido su papel preponderante en la vida del doctor Zajac. Recoger excrementos caninos con la raqueta de lacrosse se había reducido a un simple juego. Y si el doctor había decidido tomar un vaso de vino tinto al día para protegerse el corazón, éste se hallaba en buenas manos con Irma y Rudy. La creciente afición de Zajac al vino de Burdeos rebasaba con mucho la parca dosis que se consideraba beneficiosa para la víscera cordial.

El dolor inexplicado en la nueva mano izquierda de Wallingford seguía sin preocupar demasiado al doctor Zajac. Pero una noche, cuando Patrick estaba acostado castamente con Doris Clausen, ésta le preguntó:

– ¿Qué clase de dolor sientes, exactamente?

– Es una especie de tirantez, pero los dedos apenas se mueven y me duelen las puntas, donde aún no tengo sensación. Es extraño.

– ¿Te duele donde no tienes sensación? -inquirió Doris.

– Eso parece.

– Ya sé lo que pasa -dijo la señora Clausen.

Por el simple hecho de que quería tenderse al lado de su mano izquierda, no debería haber impuesto a Otto el lado contrario al suyo en la cama.

– ¿A Otto? -le preguntó Wallingford.

Doris le explicó que Otto siempre había dormido a su lado izquierdo. Patrick no tardaría en ver de qué manera le había afectado ese problema del lado erróneo.

Con la señora Clausen dormida junto a él, a su lado derecho, sucedió algo que parecía del todo natural. Él se volvió hacia ella y, como si fuese algo innato, incluso mientras dormía, ella se volvió hacia él y apoyó la cabeza en su codo doblado, respirando contra la garganta de Patrick. Él ni siquiera se atrevía a tragar saliva, para no despertarla.

La mano izquierda de Wallingford era presa de espasmos, pero ahora no le dolía. Permaneció inmóvil, esperando a ver qué haría a continuación la nueva mano. Más adelante recordaría que la mano, por impulso propio, se deslizó bajo la camisa de dormir de Doris Clausen y la alzó, y que aquellos dedos carentes de sensibilidad subieron por sus muslos. Al notar el contacto, la señora Clausen separó las piernas, sus caderas se movieron y su vello púbico rozó la palma de la nueva mano izquierda de Patrick como si la alzara una brisa imperceptible.

Wallingford sabía adónde iban sus dedos, aunque éstos carecieran de sensibilidad. El cambio en la respiración de Doris era evidente. Sin poder contenerse, él la besó en la frente y hundió el rostro en su cabello. Entonces ella asió la mano exploradora y se llevó los dedos a los labios. Patrick retuvo el aliento, previendo el dolor, pero no lo sintió. Ella le aferró el pene con la otra mano, pero lo soltó bruscamente.

¡Aquél era otro pene! El hechizo se rompió. La señora Clausen estaba totalmente desvelada. Ambos percibían el olor en los dedos de la notable mano izquierda de Otto, que descansaba sobre la almohada, tocándoles las caras.

– ¿Ya no te duele? -le preguntó Doris.

– No -respondió Patrick. Sólo se refería a que el dolor había desaparecido de la mano-. Pero siento otro dolor, uno nuevo… -añadió.

– No puedo ayudarte contra ése -replicó la señora Clausen de un modo tajante. Pero cuando le dio la espalda, tomó la mano izquierda de Patrick y se la aplicó suavemente sobre el voluminoso vientre-. Si quieres tocarte… ya sabes, mientras me abrazas… tal vez pueda ayudarte un poco.

Lágrimas de amor y gratitud afloraron a los ojos de Patrick. ¿Hacía falta algún decoro en aquella situación? A Wallingford le pareció que lo más apropiado sería terminar de masturbarse antes de que notara las patadas del bebé, pero la señora Clausen le apretaba con firmeza la mano izquierda contra su abdomen, en vez de los senos, y antes de que Patrick pudiera correrse, cosa que consiguió con una rapidez desacostumbrada, el nonato pateó un par de veces. La segunda vez le produjo a Patrick la misma punzada dolorosa de antes, un dolor lo bastante agudo para que se contrajera. Esta vez Doris no se dio cuenta, o tal vez lo confundió con el estremecimiento repentino de la eyaculación.

Lo mejor de todo, se diría Wallingford más adelante, era que la señora Clausen le había recompensado con aquel tono de voz especial que tenía, y que él no había oído en mucho tiempo.

– ¿Ha desaparecido todo el dolor? -le preguntó ella. La mano, de nuevo por su propio impulso, se deslizó desde el abultado vientre al seno hinchado, donde ella permitió que se quedara.

– Sí, gracias -susurró Patrick, instantes antes de cerrar los ojos y quedarse dormido.

En su sueño notaba un olor que al principio no reconoció porque no estaba familiarizado con él. No era un olor que uno percibiera en Nueva York o Boston… y de súbito lo reconoció: ¡era el olor de la pinaza!

Oyó un sonido de agua, pero no era el mar ni tampoco un grifo abierto, sino el agua que chocaba contra la proa de un bote (o tal vez un embarcadero), pero al margen del contexto acuático era música para la mano, que se movía tan suavemente como el agua sobre el contorno del seno ampliado de la señora Clausen.

La punzada, e incluso el recuerdo de la punzada, había desaparecido, y Wallingford dormía mejor que nunca, salvo por un inquietante detalle, en el que reparó al despertar, el de que el sueño no le había parecido del todo suyo. Tampoco estaba tan próximo a la experiencia con la cápsula azul cobalto como le habría gustado.

Para empezar, en el sueño no había imágenes sexuales. Tampoco Wallingford había notado el calor del sol en las tablas del embarcadero, o el de las mismas tablas a través de lo que parecía ser una toalla. Sólo había tenido la sensación lejana de que en alguna parte había un embarcadero.

Aquella noche no oyó en sueños el sonido del obturador. Aquella noche habría sido posible hacerle a Patrick Wallingford un millar de fotos, pues no se habría enterado.

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