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– Mire… lo único que puedo decirle es que la viuda tiene la sartén por el mango -dijo el doctor Zajac-. ¿Ha tenido que vérselas alguna vez con un experto en ética médica?

(La señora Clausen también se había apresurado a ponerse en contacto con un experto en ética médica.)

– Pero ¿por qué quiere verme? -quiso saber Patrick-. Quiero decir antes de que me trasplante usted la mano.

Ese aspecto de la petición, así como el derecho de visita, le parecían al doctor Zajac algo que sólo se le podía haber ocurrido a un experto en ética médica. Zajac no confiaba en esa clase de expertos, y creía que deberían mantenerse al margen de la cirugía experimental. Siempre estaban entrometiéndose, haciendo lo que podían para que la cirugía fuese «más humana».

Los expertos en ética médica aducían que las manos no eran necesarias para vivir, que los fármacos para combatir el rechazo creaban más riesgos y era necesario tomarlos de por vida. Argumentaban que los primeros receptores debían ser personas que habían perdido ambas manos. Al fin y al cabo, los pacientes con ambas manos amputadas tenían más que ganar que los mancos de una sola mano.

Inexplicablemente, a los expertos en ética médica les encantó la solicitud de la señora Clausen, no sólo el inquietante derecho de visita, sino también que insistiera en conocer a Patrick Wallingford y decidir si le gustaba antes de permitir la operación. (No es posible ser «más humano».)

– Sólo quiere ver si usted es… -intentó explicarle Zajac.

Wallingford se tomó este nuevo agravio como un insulto y un atrevimiento; se sintió simultáneamente ofendido y desafiado. ¿Era un hombre simpático y agradable? Él mismo no lo sabía. Confiaba en que sí lo era, pero ¿cuántos de nosotros lo sabemos realmente?

En cuanto al doctor Zajac, él mismo sabía que no era especialmente simpático y agradable. Esperaba con cauto optimismo que Rudy le quisiera y, desde luego, sabía que amaba a su hijito. Pero el cirujano especializado en intervenciones de la mano no se hacía ilusiones en cuanto a su simpatía. Excepto con su hijo, el doctor Zajac nunca había sido muy amable.

Con una punzada, Zajac recordó su breve atisbo de los gemelos de Irma. ¡Debía de pasarse el día entero haciendo ejercicio!

– Ahora le dejaré a solas con la señora Clausen -dijo el doctor Zajac a Patrick, al tiempo que hacía el gesto, tan impropio de él, de ponerle una mano en el hombro.

– ¿Voy a estar a solas con ella? -inquirió Patrick.

Quería más tiempo para prepararse, para probar expresiones de amabilidad. Pero sólo necesitó un segundo para imaginar la mano de Otto; tal vez el hielo se estaba fundiendo.

– Bien, de acuerdo-dijo Patrick.

Como si estuviera coreografiado, el doctor Zajac y la señora Clausen cambiaron de lugar en el consultorio. Apenas acababa de decir «de acuerdo» cuando Wallingford se vio a solas con la flamante viuda. Al verla sintió un repentino escalofrío… algo que más adelante le parecería la sensación de zambullirse en las frías aguas de un lago.

No se olvide que la señora Clausen tenía la gripe. La noche del domingo de la Super Bowl, cuando se levantó penosamente de la cama, aún tenía fiebre. Se puso ropa interior limpia y los tejanos que estaban en la silla al lado de la cama, así como la sudadera de color verde desvaído (el verde de Green Bay) con el nombre del equipo en letras doradas. Se había vestido así cuando empezó a sentirse mal. También se puso su vieja parka.

La sudadera de la señora Clausen era muy vieja, la tenía desde los primeros tiempos de sus visitas con Otto a la que ella llamaba la casa de campo. La prenda tenía el color de los abetos y los pinos blancos en la otra orilla del lago cuando se ponía el sol. Ciertas noches, en el dormitorio que habían construido en el cobertizo de los botes, había usado la sudadera como una funda de almohada, porque allí la ropa sólo podía lavarse en el lago.

Incluso ahora, cuando estaba en el consultorio del doctor Zajac con los brazos cruzados sobre el pecho (como si tuviera frío u ocultara a Patrick Wallingford cualquier impresión que él pudiera formarse de sus senos), la señora Clausen casi podía oler la pinaza y percibía la presencia de Otto tan intensamente como si estuviera con ella en el consultorio de Zajac.

El cirujano tenía toda una galería de fotos de famosos, y resulta sorprendente que ni Patrick ni la señora Clausen prestaran mucha atención a las paredes circundantes. Aunque al principio no se habían mirado directamente a los ojos, ahora estaban demasiado empeñados en examinarse con detenimiento el uno al otro.

Allá, en Wisconsin, la nieve mojó las zapatillas deportivas de la señora Clausen, y a Wallingford, que le miraba fijamente los pies, aún le parecían mojadas.

La señora Clausen se quitó la parka y se sentó al lado de Patrick. Wallingford tuvo la impresión de que, al hablar, se dirigía a su mano superviviente.

– A Otto le impresionó muchísimo lo de su mano… me refiero a la otra -empezó a decirle, sin desviar los ojos de la mano que le quedaba. Patrick Wallingford la escuchaba disimulando la incredulidad del periodista veterano que normalmente sabe cuándo un entrevistado miente, como lo hacía ahora la señora Clausen-. Pero si he de serle sincera -siguió diciendo la viuda-, procuré no pensar en ello, y cuando mostraron la escena de los leones que le devoraban, me resultó muy difícil mirar. Todavía me enferma pensar en ello.

– A mí también -replicó Wallingford. Ahora no creía que estuviera mintiendo.

No es fácil decir gran cosa sobre una mujer vestida con una sudadera, pero parecía bastante compacta. El cabello castaño oscuro necesitaba un lavado, pero Patrick percibió que estaba ante una persona en general limpia que mantenía un aspecto pulcro.

La luz del fluorescente en el techo incidía con demasiada dureza en su rostro. No llevaba maquillaje, ni siquiera rojo de labios, y tenía el labio inferior seco y cuarteado, quizá porque se lo mordía. La cruda luz exageraba la oscuridad de los semicírculos bajo los ojos marrones, y las patas de gallo en las comisuras indicaban que tenía más o menos la edad de Patrick. (Wallingford era sólo algo más joven que Otto Clausen, quien a su vez había sido sólo algo mayor que su esposa.)

– Supongo que me toma por loca -le dijo la señora Clausen.

– ¡No, en absoluto! No puedo imaginar cómo debe de sentirse, aparte de la tristeza, claro.

En realidad, parecía extenuada por las emociones, como tantas mujeres a las que había entrevistado, la más reciente de ellas la esposa del tragasables en Ciudad de México, hasta el punto de que Patrick tuvo la sensación de que ya la conocía.

La señora Clausen le sorprendió al asentir y a continuación señalarle el regazo.

– ¿Me permite verla? -le preguntó.

Siguió una pausa incómoda, durante la cual a Wallingford se le detuvo la respiración.

– Su mano… por favor, la que le ha quedado.

Él le tendió la mano derecha, como si la acabaran de trasplantar. Ella pareció que iba a tocársela pero se contuvo, y la mano extendida de Patrick pareció inerte.

– Es un poco pequeña -comentó-. La de Otto es mayor.

Él retiró la mano, sintiéndose indigno.

– Otto lloró cuando usted perdió la otra mano. ¡Se echó a llorar!

Sabemos, claro, que Otto tuvo ganas de vomitar. Fue la señora Clausen quien lloró, pero se las arregló para hacer creer a Wallingford que las lágrimas de su compasivo marido todavía le maravillaban. (Y eso que era un periodista veterano que sabía cuándo alguien mentía. Wallingford se creyó a pies juntillas el relato del llanto de Otto que le hacía la señora Clausen.)

– Le quería usted mucho -dijo Patrick-. Es evidente.

La viuda se mordió el labio inferior y asintió con vehemencia, las lágrimas agolpándose en sus ojos.

– Queríamos tener un hijo, lo intentábamos una y otra vez, pero no hubo manera, no sé por qué.

Ella inclinó la cabeza, se cubrió el rostro con la parka y sollozó en silencio. Aunque de un tono menos desvaído, la parka era del mismo color que la sudadera verde de Green Bay con el logotipo de los Packers (el casco dorado con la ge blanca) en la espalda.

– Para mí siempre será la mano de Otto -le dijo la señora Clausen, en un tono inesperadamente alto, bajando la parka. Por primera vez le miró a los ojos; parecía como si hubiera cambiado de idea acerca de algo-. ¿Qué edad tiene usted, de todos modos? -le preguntó. Tal vez por haberle visto sólo en la televisión había esperado que fuese mayor o más joven.

– Tengo treinta y cuatro años -respondió Wallingford, a la defensiva.

– Exactamente mi edad -dijo la mujer, y Patrick vio que sus labios trazaban una leve sonrisa, como si, a pesar de su dolor o debido a él, estuviera realmente loca-. No seré un incordio después de la operación -siguió diciéndole-. Pero ver su mano… después, palparla… en fin, eso no le molestará mucho, ¿verdad? Si usted me respeta, yo le respetaré.

– ¡Desde luego! -replicó Patrick, pero no se percataba de lo que estaba a punto de sobrevenir.

– Todavía quiero tener un hijo de Otto.

Wallingford seguía sin comprender.

– ¿Quiere decir que podría estar embarazada? -replicó-. ¿Por qué no me lo había dicho? ¡Es estupendo! ¿Cuándo lo sabrá con certeza?

En los labios de la mujer apareció de nuevo aquella sonrisa leve y demente. Patrick no había visto que ella se había quitado las zapatillas deportivas. Entonces corrió la cremallera de los tejanos y se los bajó, junto con las bragas, pero titubeó antes de quitarse la sudadera.

El hecho de que no hubiera visto nunca a una mujer desnudarse así, es decir, primero las prendas inferiores, dejando las de arriba-para el final, desarmó todavía más a Patrick. La señora Clausen le parecía sexualmente inexperta en un grado embarazoso. Entonces oyó su voz: algo había cambiado en ella, y no sólo su volumen. Le sorprendió notarse el pene erecto, no porque la señora Clausen estuviera medio desnuda, sino por su nuevo tono de voz.

– No hay otra ocasión -le dijo ella-. Si voy a tener un hijo de Otto, ya debería estar embarazada. Después de la operación, usted no estará en forma para hacer esto. Estará en el hospital, tomando un montón de medicinas, tendrá dolores…

– ¡Señora Clausen! -exclamó Patrick. Se apresuró a levantarse… y con la misma rapidez se sentó. Hasta que intentó ponerse en pie, no se había percatado de la turgencia bajo su bragueta. Era tan obvia como lo que dijo a continuación-: Sería mi hijo, no el de su marido, ¿no es cierto?

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