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Durante el partido habían tomado un tentempié razonablemente saludable: tallos de apio frío y barritas de zanahoria que mojaban en crema de cacahuete. Irma había sugerido al doctor Zajac que probara con el «truco de la crema de cacahuete», como ella lo llamaba, para lograr que Rudy comiera más verdura. Cuando sonó el teléfono, Zajac se estaba diciendo que debía agradecerle a Irma su recomendación.

El timbre del teléfono sobresaltó a Medea , que estaba en la cocina. La perra acababa de comerse un rollo de cinta adhesiva. Aún no se encontraba mal, pero se sentía culpable, y la llamada telefónica debió de convencerla de que la habían sorprendido en el acto de comerse la cinta, aunque Rudy y su padre no sabrían que había hecho tal cosa hasta que la vomitara en la cama de Rudy; cuando todos se hubieran acostado.

El operario que acudió para instalar el nuevo sistema DogWatch, una barrera eléctrica subterránea destinada a impedir que Medea saliera del jardín, se había dejado allí la cinta adhesiva. La invisible valla eléctrica significaba que Zajac (o Rudy o Irma) no tenían que estar fuera con la perra. Pero precisamente porque nadie había estado con ella, Medea había encontrado la cinta y se la había comido.

La perra llevaba ahora un nuevo collar con dos púas metálicas vueltas hacia dentro, contra la garganta. (El collar contenía una pila.) Si el animal rebasaba la invisible barrera eléctrica en la zona acotada para ella en el jardín, aquellas púas le daban un buen trallazo. Pero antes de darle esa desagradable sorpresa, habría una advertencia: cuando se acercara demasiado a la valla invisible, el collar emitiría un sonido.

– Cómo suena? -le preguntó Rudy a su padre.

– No podemos oírlo -le explicó el doctor Zajac-. Sólo lo oyen los perros.

– Qué siente cuando le pasa la corriente?

– Poca cosa -mintió el cirujano-. No puede hacerle daño.

– Me haría daño a mí, si me pusiera el collar en el cuello y saliera del jardín?

– ¡No hagas eso jamás, Rudy! ¿Me has entendido? -le dijo el doctor Zajac al pequeño, un tanto agresivamente, como acostumbraba.

– Entonces hace daño -replicó el pequeño.

– A Medea no le hace daño -insistió el médico.

– Te lo has puesto tú alrededor del cuello?

– El collar no es para personas, Rudy. ¡Es para perros!

Entonces su conversación giró en torno a la Super Bowl y el motivo por el que Zajac había querido que ganara el equipo de Denver.

Cuando sonó el teléfono, Medea se metió bajo la mesa de la cocina, pero el mensaje del servicio de contestación automática del doctor Zajac («Ha llamado la señora Clausen, de Wisconsin») hizo que el médico se olvidara por completo de la estúpida perra. Lleno de ansiedad, se apresuró a telefonear a la viuda. La señora Clausen aún no estaba segura del estado en que se hallaba la mano del donante, pero de todos modos su entereza impresionó al doctor Zajac.

La señora Clausen no se había mostrado tan serena al tratar con la policía de Green Bay y el médico forense. Aunque pareció entender los detalles de la «muerte presumiblemente accidental por disparo de arma de fuego» de su marido, casi de inmediato apareció la expresión de una nueva duda en su rostro arrasado por las lágrimas.

– ¿Está verdaderamente muerto? -preguntó. Su extraña mirada, como puesta en el futuro, sorprendió a la policía y al médico forense, pues nunca la habían visto en el semblante de una viuda afligida. Tras cerciorarse de que su marido estaba «verdaderamente muerto», la señora Clausen sólo hizo una breve pausa antes de preguntar-: ¿Pero cómo está la mano de Otto? La izquierda.

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