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Deberíamos decir también unas palabras sobre el valor de las travesuras en las relaciones entre padre e hijo. El ex centrocampista había adquirido primero el instinto de hacer diabluras, al recoger cacas de perro con una raqueta de lacrosse y lanzarlas de una a otra orilla del río Charles. Si inicialmente Zajac no había conseguido interesar a Rudy por el lacrosse, el buen doctor acabaría por encauzar la atención de su hijo hacia los aspectos más sutiles del deporte mientras pasearan a Medea por la ribera del histórico Charles.

Imaginad la escena: ahí está la perra cazadora de cacas, tirando del doctor Zajac en el extremo de la tensa traílla. (En Cambridge, naturalmente, existe una ley sobre este particular; todos los perros deben ir sujetos con la traílla.) Y ahí, corriendo al lado de la impaciente perra en parte labrador, ¡sí, corriendo, haciendo en verdad algo de ejercicio!, está el pequeño Rudy Zajac, con la raqueta de lacrosse de tamaño infantil extendida cerca del suelo por delante de él.

Recoger una caca de perro con una raqueta de lacrosse, sobre todo a la carrera, es mucho más difícil que recoger una pelota de lacrosse. (Las cacas de perro son de diversos tamaños y, en ocasiones, están enredadas en la hierba o han sido pisadas.) Sin embargo, Rudy ha recibido un buen entrenamiento. Y la determinación de Medea , sus potentes tirones de la traílla, proporcionan al chiquillo precisamente lo que se requiere para dominar cualquier deporte, sobre todo el «lacrosse de caca de perro», como lo llaman padre e hijo. Lo que Medea le aporta a Rudy es la rivalidad.

Cualquier aficionado puede recoger una caca de perro con una raqueta de lacrosse, pero que intente hacerlo bajo la presión de una perra comedora de caca; en todo deporte, la presión es una maestra tan fundamental como un buen entrenador. Además, Medea pesaba por lo menos cinco kilos más que Rudy y podía derribarle con facilidad.

– Sigue dándole la espalda a Medea … ¡bien hecho! -gritaba Zajac-. ¡Métela en la bolsa, sostenla así, que no se caiga! ¡No pierdas nunca de vista dónde está el río!

El río era su meta, el histórico Charles. Rudy efectuaba dos clases de lanzamiento, ambas buenas, que su padre le había enseñado. Por un lado el lanzamiento estándar (ya una volea alargada, ya una trayectoria bastante plana) y por otro el lanzamiento efectuado desde la cintura, con el proyectil en vuelo rasante por encima del agua, el mejor para hacer rebotar las cacas y el preferido de Rudy. El riesgo del lanzamiento desde la cintura era que la raqueta de lacrosse pasaba muy cerca del suelo. Medea podía interponerse y engullir el proyectil en un abrir y cerrar de ojos.

– ¡Al centro del río, al centro del río! -instruía el ex centrocampista al pequeño jugador. O bien le gritaba-: ¡Apunta debajo del puente!

– Pero hay un bote, papá.

– Entonces apunta al bote -le decía Zajac, en voz más baja, consciente de que sus relaciones con los remeros ya eran tensas.

El griterío de los indignados remeros mitigaba un poco los rigores de la competición. Al doctor Zajac le atraían sobre todo los agudos gritos de los timoneles a través de sus megáfonos, aunque hoy en día uno debía andarse con cuidado, pues algunos de los timoneles eran chicas.

A Zajac no le gustaba la presencia femenina en los botes ni en las embarcaciones de regata, tanto si eran remeras como timoneles. (Éste era sin duda otro sello distintivo de los prejuicios adquiridos a causa de una educación sin contacto con el sexo opuesto.)

En cuanto a la modesta contribución del doctor Zajac a la progresiva contaminación del río Charles… bueno, seamos justos. Zajac nunca había compartido los criterios de los defensores del medio ambiente. En su opinión, irremediablemente anticuada, todos los días se vertía en las aguas del Charles muchas cosas peores que el excremento de perro. Además, las cacas caninas que el pequeño Rudy Zajac y su padre arrojaban al río Charles respondían a una buena causa, la de cimentar el amor entre un padre divorciado y su hijo.

También Irma tiene algún mérito, pese a que era una joven prosaica. En cierta ocasión, cuando en compañía del doctor miraba el vídeo con el episodio del león que devoraba una mano, comentó:

– No sabía que los leones podían comerse algo con tanta rapidez.

El doctor Nicholas M. Zajac, conocedor de prácticamente todo lo que es posible saber acerca de las manos, no pudo ver las imágenes sin exclamar:

– ¡Dios mío, ahí va! ¡Cielo santo, ha desaparecido! ¡Ha desaparecido por completo!

Por supuesto, el hecho de que Wallingford fuese famoso no afectó negativamente a las posibilidades que tenía el periodista de ser el preferido por el doctor Zajac entre los candidatos a receptores de un trasplante. Un público televisivo calculado en millones había presenciado el espantoso accidente. Millares de niños e innumerables adultos aún sufrían pesadillas, a pesar de que hacía más de cinco años que Wallingford había perdido la mano y de que la noticia televisada del accidente duraba menos de treinta segundos.

– Treinta segundos es mucho tiempo para estar ocupado en perder la mano, si se trata de tu mano -había comentado Patrick.

Quienes le conocían, sobre todo cuando lo veían por primera vez, nunca dejaban de comentar su encanto juvenil. Las mujeres se fijaban en sus ojos. Antes los hombres le habían envidiado, pero su mutilación había puesto fin a eso; ni siquiera los hombres, el género más inclinado a la envidia, podían seguir sintiendo celos de él. Ahora tanto los hombres como las mujeres lo encontraban irresistible.

El doctor Zajac no había necesitado Internet para encontrar a Patrick Wallingford, que desde el principio fue el elegido por el equipo quirúrgico bostoniano. Más interesante era el hecho de que www.faltanmanos.com hubiera presentado un candidato más bien sorprendente en el campo de los donantes potenciales. (Al hablar de un donante Zajac se refería a un cadáver reciente.) Aquel donante no sólo estaba vivo, ¡sino que ni siquiera se estaba muriendo!

Su esposa escribió a Schaztman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados desde Wisconsin. En su carta, la señora de Otto Clausen decía: «A mi marido se le ha ocurrido la idea de donar su mano izquierda a Patrick Wallingford, ya saben, el hombre a quien un león devoró una mano».

Esta carta le llegó al doctor Zajac cuando estaba pasando un mal día con la perra. Medea había ingerido un trozo considerable de manguera de jardín, lo cual requirió una operación de estómago. La desdichada perra debería haberse pasado el fin de semana convaleciente en la clínica veterinaria, pero era uno de los fines de semana en que Rudy visitaba a su padre, y el pequeño superviviente del divorcio podría haber sufrido una recaída a su inconsolable estado anterior sin la compañía de Medea . Incluso un perro amodorrado por los fármacos era mejor que ningún perro. No habría lacrosse de caca canina durante el fin de semana, pero sería un desafío impedir que Medea se comiera el hilo de sutura, y siempre estaban a mano el fiable juego con el cronómetro de cocina y el más fiable genio de E.B. White. Desde luego sería divertido dedicar algún refuerzo constructivo a la dieta siempre experimental de Rudy.

En una palabra, el cirujano estaba un poco aturdido. Si había algo poco sincero en el encanto de la carta enviada por la señora de Otto Clausen, Zajac no lo captaba. La ilusión que despertaban en él las posibilidades de los medios de comunicación invalidaba todo lo demás, y la descarada elección de Patrick Wallingford por parte de la pareja de Wisconsin como digno receptor de la mano de Otto Clausen sería una buena noticia periodística.

A Zajac no le pareció en modo alguno extraño que la señora Clausen, en vez del mismo Otto, le hubiera escrito para ofrecerle la mano de su marido. Lo único que Otto había hecho era firmar una breve declaración. Su esposa se había encargado de la carta que la acompañaba.

La señora Clausen era natural de Appleton, y mencionaba con orgullo que Otto ya estaba registrado en la organización Afiliados a la Donación de órganos de Wisconsin. «Pero este asunto de la mano es un poco diferente -observaba-. Quiero decir diferente de los órganos.»

El doctor Zajac sabía que, en efecto, las manos eran diferentes de los órganos. Pero Otto Clausen sólo tenía treinta y nueve años y no parecía hallarse a las puertas de la muerte. Zajac creía que un cadáver reciente, con una apropiada mano de donante, aparecería antes que la de Otto.

En cuanto a Patrick Wallingford, su deseo y necesidad de una nueva mano izquierda podría haberle colocado al comienzo de la lista de posibles candidatos del doctor Zajac incluso aunque no hubiera sido famoso. El doctor no era un hombre absolutamente falto de comprensión, pero también figuraba entre los millones que grabaron los tres minutos de imágenes del ataque del león. Para el doctor Zajac, aquellas imágenes eran una combinación de la película de horror que prefería un cirujano de las extremidades y un anticipo de su futura fama.

Baste decir que los rumbos de Patrick Wallingford y del doctor Nicholas M. Zajac avanzaban hacia una colisión que no prometía nada bueno desde el principio.

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