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Cinco días duró esta cura mixta de descontaminación y revitalización, al cabo de los cuales el marqués hizo detener los ventiladores y llevar a Grenouille a una cámara de baño donde lo sumergieron en agua de lluvia templada durante varias horas y a continuación lo lavaron de pies a cabeza con jabón de aceite de nuez procedente de la ciudad andina de Potosí. Le cortaron las uñas de manos y pies, le cepillaron los dientes con cal pulverizada de los Dolomitas, lo afeitaron, le cortaron y peinaron los cabellos y se los empolvaron. Avisaron a un sastre y un zapatero y vistieron a Grenouille con una camisa de seda, de chorrera blanca y puños blancos encañonados, medias de seda, levita, pantalones y chaleco de terciopelo azul y lo calzaron con bonitos zapatos de piel negra, con hebilla, el derecho de los cuales disimulaba hábilmente el defecto del pie. Con sus propias manos maquilló el marqués el rostro lleno de cicatrices de Grenouille, usando colorete de talco, le pintó labios y mejillas con carmín y prestó a sus cejas una curva realmente distinguida con ayuda de un carboncillo de madera de tilo. Por último, le salpicó con su perfume personal, una fragancia de violetas bastante sencilla, retrocedió unos pasos y necesitó mucho tiempo para expresar su satisfacción con palabras.

– Monsieur -empezó por fin-, estoy entusiasmado conmigo mismo. Estoy impresionado por mi genialidad. Ciertamente, no he dudado nunca de mi teoría fluidal, por supuesto que no, pero me impresiona verla corroborada de forma tan magnífica por la terapia aplicada. Erais un animal y he hecho de vos un ser humano. Un acto verdaderamente divino. Permitidme que me emocione. Poneos delante de aquel espejo y contemplad vuestra imagen. Reconoceréis por primera vez en vuestra vida que sois un hombre, no un hombre extraordinario ni sobresaliente en modo alguno, pero sí de un aspecto muy pasable. Hacedlo, monsieur. Contemplaos y asombraos del milagro que he realizado en vos.

Era la primera vez que alguien llamaba "monsieur" a Grenouille.

Fue hacia el espejo y se miró. Hasta entonces no se había visto nunca en un espejo. Vio a un caballero vestido de elegante azul, con camisa y medias blancas y se inclinó instintivamente, como siempre se había inclinado ante semejantes caballeros. Éste, sin embargo, se inclinó a su vez y cuando Grenouille se irguió, él hizo lo propio, tras lo cual permanecieron ambos mirándose con fijeza.

Lo que más desconcertaba a Grenouille era el hecho de ofrecer un aspecto tan increíblemente normal. El marqués tenía razón: no sobresalía en nada, ni en apostura ni tampoco en fealdad. Era un poco bajo, su actitud era un poco torpe y su rostro, un poco inexpresivo; en suma, tenía el mismo aspecto que millares de otros hombres. Si ahora bajaba a la calle, nadie se volvería a mirarle. Ni siquiera a él mismo le llamaría la atención un hombre así, si se cruzaba con él por la calle. A menos que, al olerle, se percatara de que aparte del perfume de violetas no olía a nada, como el caballero del espejo y él mismo.

Y, no obstante, sólo hacía diez días que los campesinos habían huido gritando ante su aparición. Entonces no se sentía diferente de ahora y ahora, si cerraba los ojos, no sentía nada diferente de entonces. Aspiró el aire que emanaba de su persona y olió el mediocre perfume, el terciopelo y la piel recién lustrada de sus zapatos; olió la seda, los polvos, la pintura y el débil aroma del jabón de Potosí. Y supo de repente que no había sido el caldo de pichón ni el artilugio de aire purificador lo que había hecho de él un hombre normal, sino única y exclusivamente las ropas, el corte de pelo y un poco de maquillaje.

Abrió los ojos, parpadeó y vio que el caballero del espejo parpadeaba como él y esbozaba una sonrisa con sus labios pintados de carmesí, como si quisiera insinuarle que no le resultaba del todo antipático. Y también Grenouille, por su parte, encontraba bastante agradable al señor del espejo, aquella figura disfrazada, maquillada e inodora; por lo menos, tuvo la impresión de que podía -perfeccionando un poco la máscara- causar un efecto en el mundo exterior del que él, Grenouille, nunca se habría creído capaz. Hizo a la figura una inclinación de cabeza y vio que ella, al devolverle el saludo, hinchaba a hurtadillas las ventanas de la nariz…

31

Al día siguiente -el marqués se disponía en aquel momento a enseñarle los gestos, posturas y pasos de baile más necesarios para la inminente recepción social-, Grenouille fingió un desmayo y se desplomó en un diván como si le fallaran las fuerzas y estuviera a punto de ahogarse.

El marqués se alarmó. Llamó a gritos a los criados, pidiendo abanicos y ventiladores portátiles y, mientras toda la servidumbre se apresuraba, él se arrodilló junto a Grenouille y le dio aire, agitando su pañuelo perfumado de violetas y conjurándole, suplicándole incluso, que se levantara, que no exhalara su último aliento precisamente ahora, sino que esperase a ser posible hasta pasado mañana, pues de lo contrario la supervivencia de la teoría del fluido letal correría un gravísimo peligro.

Grenouille se volvió y retorció, jadeó, gimió, agitó los brazos contra el pañuelo, se dejó caer por fin de modo muy dramático del diván y se acurrucó en el rincón más alejado del aposento.

– Este perfume no. -gritó con sus últimas fuerzas-. Este perfume no. Me está matando.

Y sólo cuando Taillade-Espinasse hubo tirado el pañuelo por la ventana y su levita perfumada de violetas a la habitación contigua, simuló Grenouille un alivio del ataque y explicó con voz más tranquila que poseía, como perfumista de profesión, un olfato muy sensible y que especialmente ahora, durante la convalecencia, reaccionaba de modo muy violento a determinados perfumes, y que la fragancia de la violeta, una flor por otra parte encantadora, le afectaba en grado sumo, lo cual sólo podía explicarse por el hecho de que el perfume del marqués contenía una elevada proporción de extracto de raíz de violeta, el cual, a causa de su origen subterráneo, actuaba de forma muy nociva sobre una persona que, como Grenouille, había sufrido los efectos del fluido letal. Ayer mismo, tras la primera aplicación del perfume, se había sentido muy sofocado y hoy, al percibir por segunda vez el olor de la raíz, había tenido la sensación de ser empujado de nuevo hacia el horrible y asfixiante agujero terrestre donde había vegetado durante siete años. Su naturaleza se rebelaba contra ello, no cabía duda, ya que después de recibir, gracias al arte del señor marqués, una vida libre de fluido letal, prefería morir inmediatamente antes que exponerse de nuevo al detestado fluido.

Aún ahora se le encogían las entrañas de sólo pensar en el perfume de aquella raíz. Sin embargo, estaba seguro de restablecerse sin tardanza si el marqués le permitía crear su propio perfume, a fin de eliminar por completo la fragancia de la violeta. Pensaba darle una nota muy ligera y aireada, compuesta casi en su totalidad de ingredientes alejados de la tierra como agua de almendras y de azahar, eucalipto, esencia de agujas de abeto y de cipreses. Sólo unas gotas de semejante fragancia en sus prendas, en la garganta y las mejillas le librarían para siempre de una repetición del penoso ataque que acababa de superar…

Lo reproducido aquí en un lenguaje indirecto y ordenado para que resulte inteligible fue en realidad un torrente de palabras ininterrumpido e incoherente que duró media hora, salpicado de toses, jadeos y ahogos y subrayado con temblores, ademanes y ojos en blanco. El marqués quedó hondamente impresionado, más aún que la sintomatología de la enfermedad le convenció la sutil argumentación de su protegido, que coincidía a la perfección con el sentido de la teoría del fluido letal. El perfume de violeta, naturalmente. Un producto repugnante, próximo a la tierra, incluso subterráneo. Era probable que él mismo se hubiera contagiado, ya que lo usaba desde hacía años. No tenía idea de que día tras día se había ido acercando a la muerte a través de aquella fragancia.

La gota, la rigidez de la nuca, la flaccidez de su miembro, las hemorroides, la presión en los oídos, la muela podrida… todo se debía sin lugar a dudas al hedor de la raíz de violeta, contaminada por el fluido. Y había tenido que ser este ser pequeño y estúpido, este desgraciado que se agazapaba en el rincón, quien se lo indicara. Se emocionó. Le habría gustado ir hacia él, levantarse y estrecharse contra su esclarecido pecho, pero temía oler aún a violetas, de ahí que volviera a llamar a gritos a los criados para ordenarles que sacaran de la casa todo el perfume de violetas, airearan el palacio entero, descontaminaran sus ropas en el ventilador de aire vital y llevaran en el acto a Grenouille en su silla de manos al mejor perfumista de la ciudad. Y esto último era precisamente lo que Grenouille había querido provocar con su ataque.

La perfumería gozaba de una antigua tradición en Montpellier y aunque en los últimos tiempos había perdido categoría en comparación con su ciudad rival, Grasse, en la población vivían aún varios buenos perfumistas y maestros guanteros. El más renombrado de todos, un tal Runel, se declaró dispuesto, teniendo en cuenta las relaciones comerciales con la casa del marqués de la Taillade-Espinesse, de la cual era proveedor de jabones, esencias y productos aromáticos, a dar el insólito paso de permitir la entrada en su taller al singular oficial de perfumista parisién que acababa de llegar en la silla de manos y quien, sin explicar nada ni preguntar dónde podía encontrar lo necesario, anunció que ya sabía buscarlo solo, se encerró en el taller y permaneció allí una hora larga mientras Runel iba a una taberna a beber dos vasos de vino con el mayordomo del marqués y se enteraba de la razón por la cual ya no era aceptable el olor de su agua de violetas.

El taller y la tienda de Runel no eran ni mucho menos tan lujosos como lo fuera en su tiempo el establecimiento de perfumería de Baldini, en París. Con las escasas existencias de extractos florales, aguas y especias, un perfumista mediocre no habría podido realizar grandes progresos, pero Grenouille supo en seguida, al primer olfateo, que las sustancias disponibles bastaban para sus fines. No quería crear ningún gran perfume; no pretendía elaborar un agua prestigiosa como hiciera en el pasado para Baldini, una fragancia que sobresaliera del océano de mediocridades y sedujera al gran público. Su propósito real no era siquiera un simple aroma de azahar, como había prometido al marqués. Las esencias disponibles de neroli, eucalipto y hojas de ciprés sólo tenían la misión de ocultar el auténtico perfume cuya elaboración se había propuesto: el olor del ser humano. Quería, aunque de momento se tratara de un mal sucedáneo, apropiarse el olor de los hombres, que él mismo no poseía. Cierto que no existía "el" olor de los hombres, como tampoco existía "el" rostro humano. Cada ser humano olía a su modo, nadie lo sabía mejor que Grenouille, que conocía miles y miles de olores individuales y desde su nacimiento sabía distinguir a los hombres con el olfato. Y no obstante… había un tema perfumístico fundamental en el olor humano, muy sencillo, además: un olor a sudor y grasa, a queso rancio, bastante repugnante, por cierto, que compartían por igual todos los seres humanos y con el que se mezclaban los más sutiles aromas de cada aura individual.

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