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Este aura, sin embargo, la clave enormemente complicada e intransferible del olor "personal", no era percibida por la mayoría de los hombres, los cuales ignoraban que la poseían y por añadidura hacían todo lo posible por ocultarla bajo la ropa o los perfumes de moda. Sólo les era familiar aquel olor fundamental, aquella primitiva vaharada humana, sólo vivían y se sentían protegidos en ella y quienquiera que oliese a aquel repugnante caldo colectivo, era considerado automáticamente uno de los suyos.

El perfume creado aquel día por Grenouille fue muy singular. No había existido hasta entonces otro más singular en el mundo. No olía como un perfume, sino como "un hombre perfumado". Si alguien hubiera olido este perfume en una habitación oscura, habría creído que en ella estaba otra persona. Y si lo hubiera usado una persona que ya oliera como tal, el efecto olfativo habría sido el de dos personas o, aún peor, el de un monstruoso ser doble, una figura que no puede observarse con claridad porque se manifiesta difusa como una imagen del fondo del mar, estremecida por las olas.

A fin de imitar este aroma humano -insuficiente, como él mismo sabía, pero lo bastante acertado para engañar a los demás-, reunió Grenouille los ingredientes más agresivos del taller de Runel.

Tras el umbral de la puerta que conducía al patio había un pequeño montón, todavía fresco, de excrementos de gato. Recogió media cucharadita y la mezcló en el matraz con unas gotas de vinagre y un poco de sal fina. Bajo la mesa del taller encontró un trozo de queso del tamaño de una uña de pulgar, procedente sin duda de una comida de Runel. Tenía bastante tiempo, ya empezaba a pudrirse y despedía un fuerte olor cáustico. De la tapa de una lata de sardinas que halló en la parte posterior de la tienda rascó una sustancia que olía a pescado podrido y la mezcló con un huevo, también podrido, y castóreo, amoníaco, nuez moscada, cuerno pulverizado y corteza de tocino chamuscada, picado finamente. Añadió cierta cantidad de algalia en una proporción relativamente elevada y diluyó tan nauseabundos ingredientes en alcohol; entonces dejó reposar la mezcla y la filtró en un segundo matraz. El caldo olía a mil demonios, a cloaca, a sustancias en descomposición, y cuando sus exhalaciones se mezclaban con el aire producido por un abanico, parecía que se entraba en un cálido día de verano en la Rue aux Fers de París, esquina Rue de la Lingerie, donde flotaban los olores del mercado, del Cimetiére des Innocents y de las casas atestadas de inquilinos.

Sobre esta horrible base, que por sí sola olía más a cadáver que a ser viviente, vertió ahora Grenouille una capa de esencias frescas: menta, espliego, terpentina, limón, eucalipto, a las que agregó unas gotas de esencias florales como geranio, rosa, azahar y jazmín para hacer el aroma aún más agradable. Tras la adición de alcohol y un poco de vinagre, ya no podía olerse nada de la repugnante base sobre la que descansaba toda la mezcla. El hedor latente había casi desaparecido por completo bajo los ingredientes frescos; lo nauseabundo, aromatizado por el perfume de las flores, se había vuelto casi interesante y, cosa extraña, ya no se olía a putrefacción, nada en absoluto. Por el contrario, el perfume parecía exhalar un fuerte y alado aroma de vida.

Grenouille llenó con él dos frascos, que tapó y guardó en sus bolsillos. Entonces lavó con agua, muy a fondo, los matraces, el mortero, el embudo y la cucharilla y los frotó con aceite de almendras amargas para borrar toda huella odorífera y cogió otro matraz, en el cual mezcló a toda prisa otro perfume, una especie de copia del primero, compuesto igualmente de elementos florales y frescos pero sin la base hedionda, que sustituyó por ingredientes muy convencionales como nuez moscada, ámbar, un poco de algalia y esencia de madera de cedro. Este perfume olía de un modo completamente distinto del anterior -más anodino y sencillo, sin virulencia- porque le faltaban los componentes de la imitación del olor humano. Sin embargo, cuando se lo aplicara un hombre corriente, mezclándolo con su propio olor, no podría distinguirse del elaborado por Grenouille exclusivamente para sí mismo.

Después de llenar unos frascos con el segundo perfume, se desnudó y salpicó sus ropas con el primero, poniéndose seguidamente unas gotas del mismo en las axilas, entre los dedos de los pies, en el sexo, en el pecho, cuello, orejas y cabello, tras lo cual volvió a vestirse y abandonó el taller.

32

Al salir a la calle sintió un miedo repentino porque sabía que por primera vez en su vida despedía un olor humano. A su juicio, sin embargo, apestaba, apestaba de un modo repugnante y no podía imaginarse que otras personas no encontraran también apestoso su aroma, por lo que no se atrevió a ir directamente a la taberna donde le esperaban Runel y el mayordomo del marqués. Se le antojó menos arriesgado probar antes la nueva aura en un entorno anónimo.

Se deslizó por las callejuelas más oscuras hasta el río, donde los curtidores y tintoreros tenían sus talleres y sus malolientes negocios. Cuando se cruzaba con alguien o pasaba ante la entrada de una casa, donde jugaban niños o pasaban el rato mujeres ancianas, se esforzaba por andar más despacio y rodearse de la gran nube cerrada de su aroma.

Estaba acostumbrado desde la adolescencia a que las personas que pasaban por su lado no se fijaran en él, no por desprecio -como había creído entonces-, sino porque no se percataban de su existencia. No le rodeaba ningún espacio, no dispersaba ninguna oleada en la atmósfera como todos los demás, no proyectaba, por así decirlo, ninguna sombra en los rostros de los otros seres humanos. Sólo cuando chocaba directamente con alguien, en una calle atestada o de repente, en una esquina, se producía un breve momento de percepción; y el otro solía sobresaltarse, horrorizado, mirando con fijeza a Grenouille durante unos segundos, como si viera un ser que en realidad no podía existir, un ser que, aun estando indudablemente "allí", en cierto modo no estaba presente, y se alejaba en seguida y al cabo de un momento lo había olvidado…

Sin embargo, ahora, por las calles de Montpellier, Grenouille vio y sintió con claridad -y cada vez que lo veía le dominaba una violenta sensación de orgullo- que causaba cierto efecto sobre sus semejantes. Cuando pasó por delante de una mujer inclinada ante el brocal de un pozo, la vio levantar la cabeza para ver quién era y volver a ocuparse en seguida de su cubo, como tranquilizada. Un hombre que le daba la espalda dio media vuelta y le miró con curiosidad unos momentos. Los niños con quienes se cruzaba se hacían a un lado, no por miedo, sino para cederle el paso, e incluso cuando salían corriendo de un umbral y tropezaban directamente con él, no se asustaban sino que lo sorteaban con naturalidad, como si hubieran presentido la proximidad de una persona. Gracias a estos encuentros aprendió a estimar en su justo valor la fuerza y el efecto de su nueva aura y adquirió más seguridad y desenvoltura. Se aproximaba más deprisa a la gente, los pasaba más de cerca, dejaba oscilar el brazo con mayor libertad y rozaba como de modo casual el brazo de un transeúnte. Entonces se detenía para disculparse y la persona que aún ayer se habría estremecido como tocada por un rayo ante la súbita aparición de Grenouille, se comportaba como si nada hubiera ocurrido, aceptaba la disculpa e incluso esbozaba una sonrisa y le daba unas palmadas en el hombro.

Dejó las callejuelas y llegó a la plaza de la catedral de Saint-Pierre. Tañían las campanas. La muchedumbre se agolpaba a ambos lados del portal. Acababa de celebrarse una boda y todos querían ver a la novia. Grenouille corrió hacia allí y se mezcló con la multitud. Se abrió paso, introduciéndose como una cuña entre el gentío, hacia el lugar donde la aglomeración era más densa porque quería estar en contacto con la piel ajena y esparcir su aroma bajo sus propias narices. Y abrió los brazos entre la multitud y separó las piernas y se abrió el cuello de la camisa para que el olor de su cuerpo pudiera dispersarse sin obstáculos… y su alegría no conoció límites cuando observó que los demás no se percataban de nada, absolutamente de nada, que todos aquellos hombres, mujeres y niños que se apiñaban a su alrededor, se dejaban engañar con facilidad y respiraban su hedor compuesto de excrementos de gato, queso y vinagre como si se tratara de su propio olor y lo aceptaban, a él, Grenouille, el engendro, como si fuera uno de ellos.

Notó el contacto de un niño contra sus rodillas, mejor dicho, una niña, apretujada entre los adultos. La levantó con fingida solicitud y la sostuvo en sus brazos para que pudiera ver mejor. La madre no sólo lo permitió, sino que le dio las gracias y la pequeña lanzaba gritos de júbilo.

Grenouille permaneció un cuarto de hora arropado por la multitud, con una niña apretada contra su pecho hipócrita. Y mientras la comitiva nupcial pasaba por su lado, acompañada por el estentóreo tañido de las campanas y el alborozo de la multitud, sobre la que cayó una lluvia de monedas, Grenouille prorrumpió a su vez en gritos, en exclamaciones de júbilo maligno, lleno de una violenta sensación de triunfo que le hacía temblar y le embriagaba como un acceso de lujuria, y le costó un esfuerzo no vomitarlo en forma de veneno y hiel sobre la muchedumbre y no gritarles a la cara que no le inspiraban ningún miedo, que ya no los odiaba apenas, sino que los despreciaba con toda su alma porque su necesidad era repugnante, porque se dejaban engañar por él, porque no eran nada y él lo era todo. Y como un escarnio, apretó más a la niña contra su pecho, se dio aire y gritó a coro con los demás: "Viva la novia. Viva la novia. Viva la magnífica pareja."

Cuando la comitiva nupcial se hubo alejado y la multitud empezó a dispersarse, devolvió la niña a su madre y entró en la iglesia para descansar y reponerse de su excitación. En el interior de la catedral, el aire estaba lleno de incienso que ascendía en fríos vapores de dos incensarios colocados a ambos lados del altar y se esparcía como una capa asfixiante sobre los olores más débiles de las personas que se habían sentado aquí hacía unos momentos. Grenouille se acurrucó en un banco, debajo del coro.

De repente le invadió un gran sosiego. No el causado por la embriaguez, como el que sentía en el interior de la montaña durante sus orgías solitarias, sino el sosiego frío y sereno que infunde la conciencia del propio poder. Ahora sabía de qué era capaz. Con un mínimo de medios, había imitado, gracias a su genio, el aroma de los seres humanos, acertándolo tanto al primer intento que incluso un niño se había dejado engañar por él. Ahora sabía que podía hacer algo más. Sabía que era capaz de mejorar este aroma. Crearía uno que no sólo fuera humano, sino sobrehumano, un aroma de ángel, tan indescriptiblemente bueno y pletórico de vigor que quien lo oliera quedaría hechizado y no tendría más remedio que amar a la persona que lo llevara, o sea, amarle a él, Grenouille, con todo su corazón.

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