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– Claro que sí! Siempre se trata de dinero. Cuando alguien llama a esta puerta, se trata de dinero. Me gustaría abrirla una sola vez a una persona que viniera por otro motivo. Para traernos un pequeño obsequio, por ejemplo, un poco de fruta o un par de nueces. En otoño hay muchas cosas que nos podrían traer. Flores, quizá. O solamente que alguien viniera a decir en tono amistoso: "Dios sea con vos, padre Terrier, os deseo muy buenos días!" Pero esto no me ocurrirá nunca. Cuando no es un mendigo, es un vendedor, y cuando no es un vendedor, es un artesano, y quien no quiere limosna, presenta una cuenta. Ya no puedo salir a la calle. Cada vez que salgo, no doy ni tres pasos sin verme rodeado de individuos que me piden dinero!

– Yo no -insistió la nodriza.

– Pero te diré una cosa: no eres la única nodriza de la diócesis. Hay centenares de amas de cría de primera clase que competirán entre sí por dar el pecho o criar con papillas, zumos u otros alimentos a este niño encantador por tres francos a la semana…

– Entonces, dádselo a una de ellas.

– …Pero, por otra parte, tanto cambio no es bueno para un niño. Quién sabe si otra leche le sentaría tan bien como la tuya. Ten en cuenta que está acostumbrado al aroma de tu pecho y al latido de tu corazón.

Y aspiró de nuevo profundamente la cálida fragancia emanada por la nodriza, añadiendo, cuando se dio cuenta deque sus palabras no habían causado ninguna impresión:

– !Llévate al niño a tu casa!. Hablaré del asunto con el prior y le propondré que en lo sucesivo te dé cuatro francos semanales.

– No -rechazó la nodriza.

– Está bien.!Cinco!

– No.

– ¿Cuánto pides, entonces? -gritó Terrier-. Cinco francos son un montón de dinero por el insignificante trabajo de alimentar a un niño pequeño.

– No pido dinero -respondió la nodriza-; sólo quiero sacar de mi casa a este bastardo.

– Pero -¿por qué, buena mujer? -preguntó Terrier, volviendo a meter el dedo en la cesta-. Es un niño precioso, tiene buen color, no grita, duerme bien y está bautizado.

– Está poseído por el demonio.

Terrier sacó la mano de la cesta a toda prisa.

– !Imposible! Es absolutamente imposible que un niño de pecho esté poseído por el demonio. Un niño de pecho no es un ser humano, sólo un proyecto y aún no tiene el alma formada del todo. Por consiguiente, carece de interés para el demonio. -¿Acaso habla ya? -¿Tiene convulsiones? -¿Mueve las cosas de la habitación? -¿Despide mal olor?

– No huele a nada en absoluto -contestó la nodriza.

– ¿Lo ves? Esto es una señal inequívoca. Si estuviera poseído por el demonio, apestaría.

Y con objeto de tranquilizar a la nodriza y poner a prueba el propio valor, Terrier levantó la cesta y la sostuvo bajo su nariz.

– No huelo a nada extraño -dijo, después de olfatear un momento-, a nada fuera de lo común. Sólo el pañal parece despedir algo de olor. -Y acercó la cesta a la nariz de la mujer para que confirmara su impresión.

– No me refiero a eso -dijo la nodriza en tono desabrido, apartando la cesta-. No me refiero al contenido del pañal. Sus excrementos huelen. Es él, el propio bastardo, el que no huele a nada.

– ¡Porque está sano -gritó Terrier-, porque está sano! por esto no huele. Es de sobra conocido que sólo huelen los niños enfermos. Todo el mundo sabe que un niño atacado por las viruelas huele a estiércol de caballo y el que tiene escarlatina, a manzanas pasadas y el tísico, a cebolla. Está sano, no le ocurre nada más. -Acaso tiene que apestar? -Apestan acaso tus propios hijos?

– No -respondió la nodriza-. Mis hijos huelen como deben oler los seres humanos.

Terrier dejó cuidadosamente la cesta en el suelo porque sentía brotar en su interior las primeras oleadas de ira ante la terquedad de la mujer. No podía descartar que en el curso de la disputa acabara necesitando las dos manos para gesticular mejor y no quería que el niño resultara lastimado. Ante todo, sin embargo, enlazó las manos a la espalda, tendió hacia la nodriza su prominente barriga y preguntó con severidad:

– ¿Acaso pretendes saber cómo debe oler un ser humano que, en todo caso (te lo recuerdo, puesto que está bautizado), también es hijo de Dios?

– Sí -afirmó el ama de cría.

– ¿Y afirmas además que, si no huele como tú crees que debe oler (!tú, la nodriza Jeanne Bussie de la Rue Saint-Denis), es una criatura del demonio?

Adelantó la mano izquierda y la sostuvo, amenazadora, con el índice doblado como un signo de interrogación ante la cara de la mujer, que adoptó un gesto reflexivo. No le gustaba que la conversación se convirtiera de repente en un interrogatorio teológico en el que ella llevaría las de perder.

– Yo no he dicho tal cosa -eludió-. Si la cuestión tiene o no algo que ver con el demonio, sois vos quien debe decidirlo, padre Terrier; no es asunto de mi incumbencia. Yo sólo sé una cosa: que este niño me horroriza porque no huele como deben oler los lactantes.

– !Ah! -exclamó Terrier, satisfecho, dejando caer la mano-. Así que te retractas de lo del demonio. Bien. Pero ahora ten la bondad de decirme: -Cómo huele un lactante cuando huele como tú crees que debe oler? Vamos, dímelo.

– Huele bien -contestó la nodriza.

– ¿Qué significa bien? -vociferó Terrier-. Hay muchas cosas que huelen bien. Un ramito de espliego huele bien. El caldo de carne huele bien. Los jardines de Arabia huelen bien. Yo quiero saber cómo huele un niño de pecho.

La nodriza titubeó. Sabía muy bien cómo olían los niños de pecho, lo sabía con gran precisión, no en balde había alimentado, cuidado, mecido y besado a docenas de ellos… Era capaz de encontrarlos de noche por el olor, ahora mismo tenía el olor de los lactantes en la nariz, pero todavía no lo había descrito nunca con palabras.

– ¿Y bien? -apremió Terrier, haciendo castañetear las uñas.

– Pues… -empezó la nodriza- no es fácil de decir porque… porque no huelen igual por todas partes, aunque todas huelen bien. Veréis, padre, los pies, por ejemplo, huelen como una piedra lisa y caliente… no, más bien como el requesón… o como la mantequilla… eso es, huelen a mantequilla fresca. Y el cuerpo huele como… una galleta mojada en leche. Y la cabeza, en la parte de arriba, en la coronilla, donde el pelo forma un remolino, -veis, padre?, aquí, donde vos ya no tenéis nada… -y tocó la calva de Terrier, quien había enmudecido ante aquel torrente de necios detalles e inclinado, obediente, la cabeza-, aquí, precisamente aquí es donde huelen mejor. Se parece al olor del caramelo, no podéis imaginar, padre, lo dulce y maravilloso que es. Una vez se les ha olido aquí, se les quiere, tanto si son propios como ajenos. Y así, y no de otra manera, deben oler los niños de pecho. Cuando no huelen así, cuando aquí arriba no huelen a nada, ni siquiera a aire frío, como este bastardo, entonces… Podéis llamarlo como queráis, padre, pero yo -y cruzó con decisión los brazos sobre el pecho, lanzando una mirada de asco a la cesta, como si contuviera sapos-, ¡yo, Jeanne Bussie, no me vuelvo con esto a casa!

El padre Terrier levantó con lentitud la cabeza inclinada, se pasó dos veces un dedo por la calva, como si quisiera peinársela, deslizó como por casualidad el dedo hasta la punta de la nariz y olfateó, pensativo.

– ¿A caramelo…? -preguntó, intentando encontrar de nuevo el tono severo-. Caramelo -¿Qué sabes tú de caramelo? -Lo has probado alguna vez?

– No directamente -respondió la nodriza-, pero una vez estuve en un gran hotel de la Rue Saint-Honorè y vi cómo lo hacían con azúcar fundido y crema. Olía tan bien, que nunca más lo he olvidado.

– Está bien, ya basta -dijo Terrier, apartando el dedo de la nariz-. Ahora te ruego que calles. Es muy fatigoso para mí continuar hablando contigo a este nivel. Colijo que te niegas, por los motivos que sean, a seguir alimentando al lactante que te había sido confiado, Jean-Baptiste Grenouille, y que lo pones de nuevo bajo la tutela del convento de Saint-Merri. Lo encuentro muy triste, pero no puedo evitarlo. Estás despedida.

Cogió la cesta, respiró una vez más la cálida fragancia de la lana impregnada de leche, que ya se dispersaba, y cerró la puerta con cerrojo, tras lo cual se dirigió a su despacho.

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El padre Terrier era un hombre culto. No sólo había estudiado teología, sino también leído a los filósofos y profundizado además en la botánica y la alquimia. Confiaba en la fuerza de su espíritu crítico, aunque nunca se habría aventurado, como hacían muchos, a poner en tela de juicio los milagros, los oráculos y la verdad de los textos de las Sagradas Escrituras, pese a que en rigor la razón sola no bastaba para explicarlos y a veces incluso los contradecía. Prefería abstenerse de ahondar en semejantes problemas, que le resultaban desagradables y sólo conseguirían sumirle en la más penosa inseguridad e inquietud cuando, precisamente para servirse de la razón, necesitaba gozar de seguridad y sosiego. Había cosas, sin embargo, contra las cuales luchaba a brazo partido y éstas eran las supersticiones del pueblo llano: brujería, cartomancia, uso de amuletos, hechizos, conjuros, ceremonias en días de luna llena y otras prácticas. Era muy deprimente ver el arraigo de tales creencias paganas después de un milenio de firme establecimiento del cristianismo. La mayoría de casos de las llamadas alianzas con Satanás y posesiones del demonio también resultaban, al ser considerados más de cerca, un espectáculo supersticioso. Ciertamente, Terrier no iría tan lejos como para negar la existencia de Satanás o dudar de su poder; la resolución de semejantes problemas, fundamentales en la teología, incumbía a esferas que estaban fuera del alcance de un simple monje. Por otra parte, era evidente que cuando una persona ingenua como aquella nodriza afirmaba haber descubierto a un espíritu maligno, no podía tratarse del demonio. Su misma creencia de haberlo visto era una prueba segura de que no existía ninguna intervención demoníaca, puesto que el diablo no sería tan tonto como para dejarse sorprender por la nodriza Jeanne Bussie. Y encima aquella historia de la nariz. Del primitivo órgano del olfato, el más bajo de los sentidos Como si el infierno oliera a azufre y el paraíso a incienso y mirra. La peor de las supersticiones, que se remontaba al pasado más remoto y pagano, cuando los hombres aún vivían como animales, no poseían la vista aguda, no conocían los colores, pero se creían capaces de oler la sangre y de distinguir por el olor entre amigos y enemigos, se veían a sí mismos husmeados por gigantes caníbales, hombres lobos, y ofrecían a sus horribles dioses holocaustos apestosos y humeantes. Qué espanto "Ve el loco con la nariz" más que con los ojos y era probable que la luz del don divino de la razón tuviera que brillar mil años más antes de que desaparecieran los últimos restos de la religión primitiva.

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