Respiró lentamente. Realizó la prueba con minuciosidad. Se concedió tiempo antes de emitir el juicio. Permaneció en cuclillas un cuarto de hora; poseía una memoria infalible y recordaba con exactitud el olor de este lugar hacía siete años: a piedra y a frialdad húmeda y salada, tan limpia que ningún ser vivo, ya fuera hombre o animal, podía haber estado jamás allí… Y ahora olía exactamente a lo mismo.
Se quedó un rato más en la misma posición, muy tranquilo, sólo asintiendo en silencio con la cabeza. Luego dio media vuelta y echó a andar, al principio encorvado y, cuando la altura de la galería se lo permitió, con el cuerpo erecto, hacia el aire libre.
Una vez fuera, se vistió con los harapos (hacía años que los zapatos se le habían podrido), cubrió sus hombros con la manta y abandonó aquella misma noche el Plomb du Cantal en dirección sur.
Su aspecto era espeluznante. Los cabellos le llegaban hasta las rodillas, la barba rala, hasta el ombligo. Sus uñas eran como garras de ave y la piel de brazos y piernas, en los lugares donde los andrajos no llegaban a cubrirlos, se desprendía a tiras.
Los primeros hombres con quienes se cruzó, campesinos de un pueblo próximo a la ciudad de Pierrefort, que trabajaban en el campo se alejaron gritando al verle. En la ciudad, en cambio, causó sensación. La muchedumbre se apiñó a centenares para comtemplarlo. Muchos lo tomaron por un galeote fugado y otros dijeron que no era un ser humano, sino una mezcla de hombre y oso, una especie de sátiro. Uno que había navegado en su juventud afirmó que se parecía a los miembros de una tribu de indios salvajes de Cayena, que vivían al otro lado del gran océano. Lo condujeron a presencia del alcalde y allí, ante el asombro de los reunidos, enseñó su certificado de oficial artesano, abrió la boca y contó con palabras un poco incoherentes -pues eran las primeras que pronunciaba después de una pausa de siete años- pero bien inteligibles que en un viaje había sido atacado por bandidos, secuestrado y retenido prisionero durante siete años en una cueva. En todo este tiempo no vio ni la luz del sol ni a ningún ser humano, fue alimentado mediante una cesta que una mano invisible hacía bajar hasta él en la oscuridad y liberado por fin con una escalera sin que él conociera la razón y sin haber visto jamás a sus secuestradores ni a su salvador.
Se inventó esta historia porque le pareció más verosímil que la verdad, como en efecto lo era, ya que semejantes asaltos por parte de ladrones estaban lejos de ser infrecuentes en las montañas de Auvernia, Languedoc y Cèvennes. En cualquier caso, el alcalde levantó acta del hecho e informó del caso al marqués de la Taillade-Espinasse, señor feudal de la ciudad y miembro del Parlamento en Toulouse.
El marqués, a sus cuarenta años, ya había vuelto la espalda a la vida cortesana de Versalles para retirarse a sus fincas rurales y dedicarse a las ciencias. A su pluma se debía una importante obra sobre economía nacional dinámica en la cual proponía la supresión de todos los impuestos sobre bienes raíces y productos agrícolas, así como la introducción de un impuesto progresivo inverso sobre la renta, que perjudicaba más que a nadie a los pobres y que le obligaba a un mayor desarrollo de sus actividades económicas. Animado por el éxito de su opúsculo, redactó un tratado sobre la educación de niños y niñas entre las edades de cinco y diez años y se dedicó a continuación a la agricultura experimental, intentando, mediante la inseminación de semen de toro en diversas clases de hierba, cultivar un producto vegetal-animal para la obtención de una leche de mejor calidad, una especie de flor de ubre.
Tras cierto éxito inicial que le permitió incluso la elaboración de un queso de leche vegetal, calificado por la Academia de Ciencias de Lyon como "un producto con sabor a cabra, aunque un poco más amargo", se vio obligado a interrumpir los experimentos a causa de los enormes gastos que suponía rociar los campos con hectolitros de semen de toro. De todos modos, su contacto con los problemas agrobiológicos no sólo despertó su interés por la llamada gleba, sino también por la tierra en general y por su relación con la biosfera.
Apenas terminados sus trabajos prácticos sobre la flor de ubre, se entregó con verdadero entusiasmo de investigador a la escritura de un gran ensayo sobre las relaciones entre la proximidad de la tierra y la energía vital. Su tesis era que la vida sólo puede desarrollarse a cierta distancia de la tierra, ya que ésta emana constantemente un gas putrefacto, un llamado "fluido letal" que paraliza las energías vitales y tarde o temprano conduce a su extinción. Por esta razón todos los seres vivos tendían a crecer alejándose de la tierra, hacia arriba en lugar de hacia dentro de sí mismos, por así decirlo; por esto desarrollaban sus partes más valiosas en dirección al cielo: el grano, la espiga, la flor, sus capullos el hombre, la cabeza, y por esto, cuando la edad los inclinaba y acercaba de nuevo a la tierra, eran indefectiblemente víctimas del gas letal, ya que el proceso de envejecimiento los conducía a la muerte y la descomposición.
Cuando llegó a oídos del marqués de la Taillade-Espinasse que en Pierrefort habían encontrado a un individuo que había pasado siete años en una cueva -totalmente rodeado, por lo tanto, del elemento de putrefacción tierra-, no cupo en sí de gozo y ordenó que Grenouille fuese enviado sin pérdida de tiempo a su laboratorio, donde le sometió a un minucioso examen. Vio confirmada su teoría de la manera más gráfica: el fluido letal había atacado ya de tal modo a Grenouille que su cuerpo de veinticinco años mostraba claros indicios de deterioro senil. Lo único -explicó Taillade-Espinasse- que había evitado la muerte de Grenouille durante el período de su encarcelamiento era que sin duda le habían alimentado con plantas alejadas de la tierra, seguramente pan y frutas. Ahora su salud sólo podía restablecerse eliminando a fondo el fluido letal mediante un aparato de ventilación de aire vital inventado por él, Taillade-Espinasse, que lo guardaba en el sótano de su palacio de Montpellier; si Grenouille accedía a someterse al experimento científico, él no sólo le curaría de su irreversible contaminación de gas terrestre, sino que le pagaría una buena cantidad de dinero…
Dos horas más tarde viajaban en el carruaje. Aunque los caminos se encontraban en un lamentable estado, recorrieron las sesenta y cuatro millas que los separaban de Montpellier en apenas dos días porque el marqués, pese a su avanzada edad, se encargó personalmente de fustigar a cochero y caballos y no desdeñó ayudar con sus propias manos en las diversas roturas de lanzas y ballestas, tan entusiasmado estaba con su hallazgo y tan impaciente por presentarlo cuanto antes a un auditorio de expertos. Grenouille, en cambio, no pudo apearse del carruaje ni una sola vez, obligado a permanecer en su asiento envuelto en sus harapos y en una manta impregnada de tierra húmeda y barro, mientras sólo recibía como alimento durante todo el viaje tubérculos crudos. De este modo esperaba el marqués conservar unas horas más en su estado ideal la contaminación de fluido terrestre.
Una vez llegados a Montpellier, hizo llevar inmediatamente a Grenouille al sótano de su palacio, envió invitaciones a todos los miembros de la Facultad de Medicina, de la Sociedad Botánica, de la Escuela de Agricultura, de la Asociación de Química y Física, de la Logia Masónica y de las demás sociedades científicas, que en la ciudad ascendían a una docena como mínimo. Y unos días después -exactamente una semana desde que abandonara la soledad de la montaña-, Grenouille se encontró sobre un podio en el aula magna de la Universidad de Montpellier para ser presentado como la sensación científica del año a un auditorio de varios centenares de personas.
Taillade-Espinasse le describió en su conferencia como la prueba viviente de la verdad de su teoría sobre el letal fluido terrestre. Mientras le arrancaba del cuerpo uno a uno los harapos que todavía conservaba, explicó el efecto devastador producido en Grenouille por el gas putrefacto: aquí se veían pústulas y cicatrices, causadas por la acción corrosiva del gas; allí, en el pecho, un enorme carcinoma rojo brillante; por todas partes, una descomposición de la piel; e incluso un claro raquitismo fluía del esqueleto, visible en el pie deforme y en la joroba. También estaban gravemente dañados los órganos internos, bazo, hígado, pulmones, vesícula biliar e intestinos, como probaba sin lugar a dudas el análisis de los excrementos que todos los presentes podían examinar en el plato colocado a los pies del sujeto. En resumen, todo ello indicaba que el deterioro de las energías vitales a causa de la exposición durante siete años al "fluidum letale Taillade" había alcanzado tales proporciones, que el sujeto -cuyo aspecto, por otra parte, presentaba significativas facciones de topo- debía describirse como un ser más cercano a la muerte que a la vida. No obstante, el ponente se comprometía, mediante una terapia de ventilación en combinación con una dieta vital, a restablecer al moribundo, pues así podía calificársele, hasta el punto demostrar en el plazo de ocho días signos de una curación completa que saltarían a la vista de todo el mundo y convocaba a los asistentes para que fueran testigos al cabo de una semana del éxito de este diagnóstico, que debería considerarse entonces como prueba definitiva de la exactitud de su teoría del fluido terrestre letal.
La conferencia fue un éxito sensacional. El docto público aplaudió con entusiasmo al ponente y luego desfiló ante el estrado donde se encontraba Grenouille. En su estado de abandono ficticio y con sus antiguos defectos y cicatrices, su aspecto era realmente tan impresionante y repulsivo que todos consideraron su estado grave e irreversible, a pesar de que él se sentía pletórico de salud y fuerza física. Muchos caballeros le dieron unos golpecitos profesionales, le midieron y le examinaron la boca y los ojos. Algunos le dirigieron la palabra para preguntarle acerca de su vida en la cueva y su estado actual, pero él se ciñó estrictamente a las indicaciones previas del marqués, contestando a semejantes preguntas con una especie de estertor y señalando con ambas manos y gestos de impotencia su laringe, como dando a entender que también estaba afectada por el "fluidum letale Taillade".
Cuando hubo concluido la representación, Taillade-Espinasse lo facturó en el carruaje al sótano de su palacio, donde lo encerró, en presencia de varios doctores elegidos de la Facultad de Medicina, en el aparato de ventilación de aire vital, un artilugio hecho con listones de abeto rojo, sin intersticios, en el cual se introducía aire desprovisto del gas letal mediante una chimenea aspiradora que se elevaba a gran altura sobre el tejado; aire que se renovaba por medio de una válvula de escape de cuero colocada a ras de suelo. Cuidaban de la buena marcha de la instalación un equipo de empleados que se turnaban día y noche para evitar que se parasen los ventiladores incorporados a la chimenea. Y mientras Grenouille estaba rodeado de este modo por una constante corriente de aire purificador, cada hora se le servían a través de una pequeña esclusa practicada en la pared lateral alimentos dietéticos de procedencia alejada de la tierra: caldo de pichón, empanada de alondras, guisado de ánade, frutas confitadas, pan de una especie de trigo muy alto, vino de los Pirineos, leche de gamuza y mantecado hecho con huevos de gallinas criadas en el tejado del palacio.