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– ¡Escucha! -exclamó con voz fingidamente severa-. ¡Escúchame bien! He… A propósito. ¿cómo te llamas?

– Grenouille -contestó éste-, Jean-Baptiste Grenouille.

– Ah -dijo Baldini-. Pues bien, escucha, Jean-Baptiste Grenouille. He reflexionado. Te concedo la oportunidad, ahora, inmediatamente, de probar tu afirmación. También es una oportunidad para que aprendas, después de un fracaso rotundo, la virtud de la modestia -tal vez poco desarrollada a causa de tus pocos años, lo cual podría perdonarse-, imprescindible para tu futuro como miembro del gremio y tu condición de marido, súbdito, ser humano y buen cristiano. Estoy dispuesto a impartirte esta enseñanza a mis expensas porque debido a unas circunstancias determinadas hoy me siento generoso y, quién sabe, quizá llegará un día en que el recuerdo de esta escena alegrará mi ánimo. ¡Pero no creas que podrás tomarme el pelo! La nariz de Giuseppe Baldini es vieja pero fina, lo bastante fina para descubrir en el acto la más pequeña diferencia entre tu mezcla y este producto -y al decir esto extrajo del bolsillo el pañuelo empapado de "Amor y Psique" y lo agitó ante la nariz de Grenouille-. ¡Acércate, nariz más fina de París! ¡Acércate a esta mesa y demuestra lo que sabes! ¡Cuida, no obstante, de no volcar ni derramar nada! ¡No cambies nada de sitio! Ante todo, necesitamos más luz. Queremos una gran iluminación para este pequeño experimento, ¿no es verdad?

Y mientras hablaba, cogió otros dos candeleros que estaban al borde de la gran mesa de roble y los encendió, hecho lo cual los colocó en hilera en el borde posterior, apartó el cuero y dejó libre el centro de la mesa. Entonces, con movimientos a la vez reposados y ágiles, reunió los utensilios del oficio, que guardaba en un pequeño anaquel: el matraz grande y barrigudo para las mezclas, el embudo de vidrio, la pipeta, las probetas grande y pequeña, y los puso por orden sobre la mesa.

Entretanto, Grenouille se había desprendido del marco de la puerta. Durante el pomposo discurso de Baldini había ido perdiendo la expresión tensa y vigilante; sólo oyó el consentimiento, el sí, con el júbilo interior de un niño que ha conseguido sus propósitos porfiando con insistencia y se ríe de las condiciones, restricciones y exhortaciones morales vinculadas a la concesión. Inmóvil, por primera vez más parecido a un hombre que a un animal, dejó que le resbalara la verborrea de Baldini, sabiendo que ya había subyugado al hombre que acababa de ceder a su pretensión.

Mientras Baldini seguía atareado encendiendo las velas, Grenouille se deslizó hacia el lado oscuro del taller, donde estaban los estantes con los valiosos aceites, esencias y tinturas, y eligió, siguiendo las seguras indicaciones de su olfato, los frascos que necesitaba. Eran nueve: esencia de azahar, esencia de lima, esencia de clavel y de rosa, extracto de jazmín, bergamota y romero, tintura de almizcle y bálsamo de estoraque, que fue cogiendo y colocando sobre el borde de la mesa. Por último, arrastró una bombona que contenía alcohol de elevada graduación y entonces se situó detrás de Baldini -todavía ocupado en ordenar con lenta pedantería los utensilios para la mezcla, adelantando uno y retirando un poco el otro para que todo guardase el orden establecido y recibiera la mejor luz de las velas- y esperó, temblando de impaciencia, a que el viejo retrocediera para hacerle sitio.

– Ya está! -exclamó por fin Baldini, apartándose-. Todo lo que necesitas para tu… llamémoslo, benévolamente, experimento, se encuentra a tu alcance. ¡No rompas ni derrames nada! Porque, escúchame bien: estos líquidos cuyo empleo te está permitido durante cinco minutos, son tan valiosos y raros, que en tu vida volverás a tenerlos en las manos en forma tan concentrada.

– ¿Qué cantidad deseáis que os haga, maestro? -preguntó Grenouille.

– ¿Qué… has dicho? -murmuró Baldini, que aún no había terminado su discurso.

– ¿Qué cantidad de perfume? -graznó Grenouille-. ¿Cuánto queréis? ¿Debo llenar esta botella grande hasta el borde? -Y señaló el matraz para mezclas, capaz para tres litros como mínimo.

– ¡No, claro que no! -gritó, horrorizado, Baldini, impulsado por el temor, tan arraigado como espontáneo, de que se derrochara algo de su propiedad. Y como si le avergonzase aquel grito revelador, añadió casi en seguida:

– ¡Y tampoco deseo que me interrumpas cuando estoy hablando!

Entonces, en tono más tranquilo y un poco irónico:

– ¿Para qué necesitamos tres litros de un perfume que no gusta a ninguno, de los dos? En realidad, bastaría con media probeta, pero como mezclar cantidades tan pequeñas da siempre resultados imprecisos, te permitiré llenar una tercera parte del matraz.

– Bien -dijo Grenouille-. Llenaré un tercio de esta botella con "Amor y Psique", pero lo haré a mi manera, señor Baldini. No sé si será a la manera del gremio, porque no la conozco, así que será a mi manera.

– ¡Adelante! -accedió Baldini, sabiendo que en esta cuestión no cabía "mi" manera ni la "tuya", sino solamente una, la única posible y correcta, que consistía en conocer la fórmula, hacer el cálculo correspondiente a la cantidad deseada, mezclar con la más rígida exactitud el extracto de las diversas esencias y añadir la proporción de alcohol también exacta, que oscilaba a lo sumo entre una décima y una vigésima parte, para volatilizar el perfume definitivo. Sabía que no existía otra manera. Y por esto, lo que ahora vio y observó, primero con burlona indiferencia, después con gran confusión y por último con un inmenso asombro, debió parecerle un puro milagro. Y la escena quedó grabada de tal modo en su memoria, que no la olvidó nunca hasta el fin de sus días.

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El hombrecillo Grenouille empezó quitando el tapón de corcho de la bombona que contenía el alcohol. Le costó mucho levantar el pesado recipiente casi hasta la altura de su cabeza, porque así de alto estaba el matraz con el embudo de vidrio en el cual, sin ayuda de una probeta graduada, vertió el alcohol directamente de la bombona. Baldini se estremeció ante semejante torpeza: ¡el sujeto no sólo invertía el sistema tradicional de la perfumería, empezando con el disolvente y no con el concentrado, sino que era apenas físicamente capaz para este trabajo! Temblaba por el esfuerzo y Baldini temía que en cualquier momento dejase caer la pesada bombona, destrozando todo lo que había sobre la mesa. Las velas -pensó-, ¡Dios mío, las velas! ¡Provocará una explosión, me quemará la casa…! Y ya se disponía a intervenir y arrebatar la bombona a aquel demente, cuando Grenouille la bajó sin ayuda, la dejó en el suelo intacta y la tapó con el corcho. El líquido claro y ligero se balanceó en el matraz… no se había derramado ni un gota. Grenouille tomó aliento unos instantes, expresando en el rostro una gran satisfacción, como si ya hubiera realizado la parte más difícil de su tarea. Y de hecho, lo que siguió se desarrolló a una velocidad tal, que Baldini pudo acompañarlo apenas con la vista, y todavía menos reconocer una fase reglamentada del proceso.

Grenouille eligió como al azar entre los frascos de esencias, les quitó el tapón de vidrio, se los pasó un segundo bajo la nariz, echó en el embudo unas gotas de uno, luego de otro y un chorrito de un tercero y no tocó ni una sola vez la pipeta, los tubos de ensayo, la probeta graduada, la cucharilla, el batidor, ninguno de los utensilios imprescindibles para el perfumista durante el complicado proceso de la mezcla. Parecía estar jugando, disfrutando como un niño que cuece un horrible caldo con agua, hierba y fango y luego afirma que es una sopa. Sí, igual que un niño, pensó Baldini, y además tiene el aspecto de un niño, a pesar de sus manos toscas, de su rostro lleno de surcos y cicatrices y de la bulbosa nariz de viejo. Le he atribuido más edad de la que tiene y ahora lo veo más joven, como un niño de tres o cuatro años, como una de esas criaturas inasequibles, incomprensibles, obstinadas que, supuestamente inocentes, sólo piensan en sí mismas, llevan su despotismo hasta el extremo de pretender subordinar al mundo y no cabe duda de que lo harían si no se pusiera coto a su megalomanía con las severas medidas pedagógicas encaminadas a imbuirles disciplina y autodominio para su existencia como hombres maduros. Uno de estos niños fanáticos se ocultaba en este muchacho de ojos ardientes que trabajaba ante la mesa, ajeno a todo cuanto le rodeaba, al parecer ignorante de que en el taller hubiera algo más que él y estos frascos que acercaba al embudo con temeraria torpeza a fin de mezclar su descabellado caldo del que después afirmaría -¡totalmente convencido!- que era el selecto perfume "Amor y Psique". Horrorizaba a Baldini ver, a la vacilante luz de las velas, a aquel hombrecillo atareado con tan horrible dedicación y tan horrible seguridad en sí mismo y pensó, de nuevo triste, desgraciado y colérico como por la tarde, cuando contemplaba la ciudad encendida por el crepúsculo, que seres como éste no existían en sus tiempos; se trataba de un nuevo ejemplar de la especie que sólo podía surgir en esta época enferma y desorganizada… ¡Pero este prepotente muchacho recibiría su lección! Al final de la ridícula representación le daría un buen rapapolvo para que se marchara tal como había venido, como un insignificante don nadie. ¡Sabandijas! Hoy en día era imposible fiarse de nadie, las ridículas sabandijas pululaban por doquier.

Tan ocupado estaba Baldini con su cólera interna y su aversión del tiempo en que vivía, que no comprendió del todo el significado de que Grenouille tapara de repente todos los frascos, sacara el embudo del matraz, agarrara éste del cuello con una mano y lo apretara contra su pecho para taparlo con fuerza y agitarlo enérgicamente con la mano izquierda. Hasta que el matraz no hubo dado varias vueltas en el aire, precipitando su valioso contenido, como si fuera limonada, del fondo al cuello y viceversa, no prorrumpió Baldini en un grito de rabia y de espanto.

– ¡Alto! -chilló-. ¡Ya basta! ¡Para inmediatamente! ¡Se acabó! ¡Deja ahora mismo el matraz sobre la mesa y no toques nada más, me oyes, nada más! He debido estar loco para escuchar por un solo momento tus disparatadas explicaciones. Tu modo de hacer, tu forma de manejar las cosas, tu tosquedad, tu ignorancia primitiva me demuestra que eres un chapucero, un burdo chapucero y un mocoso pícaro y descarado por añadidura. Ni siquiera sirves para mezclar limonadas, ni para vender agua de regaliz sirves tú, ¡y pretendes ser perfumista! ¡Ya puedes estar contento y agradecido de que tu amo te permita remover sus adobos de curtidor! No te atrevas nunca más, ¿me oyes?, ¡no te atrevas nunca más a poner los pies en el umbral de un perfumista!

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