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Así habló Baldini y, mientras hablaba, la habitación se fue impregnando de "Amor y Psique". Hay en el perfume una fuerza de persuasión más fuerte que las palabras, el destello de las miradas, los sentimientos y la voluntad. La fuerza de persuasión del perfume no se puede contrarrestar, nos invade como el aire invade nuestros pulmones, nos llena, nos satura, no existe ningún remedio contra ella.

Grenouille había dejado el matraz sobre la mesa y secado su mano impregnada de perfume con el borde de la levita. Uno o dos pasos hacia atrás, el torpe encorvamiento de su cuerpo bajo la filípica de Baldini bastaron para dispersar por el aire oleadas de perfume recién creado. No hizo falta nada más. Ciertamente, Baldini todavía gritaba, clamaba y escarnecía, pero con cada aspiración disminuía en su interior la ira que alimentaba su locuacidad. Se dio cuenta de que sus argumentos eran refutados y su discurso terminó en un silencio patético. Y cuando hacía ya largo rato que se había callado, no necesitó la observación de Grenouille: "Ya está listo". Lo sabía antes de oírlo.

No obstante, aunque estaba rodeado por todas partes de un ambiente pletórico de "Amor y Psique", se acercó a la vieja mesa de roble para tomar una muestra. Extrajo del bolsillo izquierdo de la levita un pequeño pañuelo de encaje blanco como la nieve, lo desdobló y lo humedeció con un par de gotas que sacó del matraz mediante la larga pipeta. Agitó el pañuelo con el brazo extendido, para airearlo, y se lo llevó después a la nariz con el habitual movimiento delicado a fin de aspirar la fragancia. Mientras la olía a breves intervalos, tomó asiento en un taburete. De repente -el arrebato de cólera había arrebolado su rostro-, palideció.

– Increíble -murmuró en voz baja-, por Dios que es increíble.

Y llevándose una y otra vez el pañuelo a la nariz, aspiraba, meneaba la cabeza y volvía a murmurar: "Increíble". Era "Amor y Psique" sin lugar a dudas, el "Amor y Psique" odioso y genial, copiado con tanta precisión que ni siquiera el propio Pèlissier habría podido distinguirlo de su producto. "Increíble…"

El gran Baldini se veía pequeño, pálido y ridículo sentado en el taburete con el pañuelo en la mano, que apretaba contra la nariz como una doncella resfriada. Había perdido completamente el habla. Incapaz de repetir "increíble" una vez más, permaneció moviendo la cabeza de arriba abajo, mirando fijamente el contenido del matraz y musitando un monótono "Hm, hm, hm, hm…, hm, hm, hm…, hm, hm, hm…" Al cabo de un rato Grenouille se acercó sin ruido a la mesa, como una sombra.

– No es un buen perfume -dijo-, es una mezcla muy mala. -Baldini continuó farfullando su "Hm, hm, hm" y Grenouille continuó: -Si me lo permitís, maestro, la perfeccionaré. ¡Dadme un minuto y os lo convertiré en un perfume decente!

– Hm, hm, hm -dijo Baldini, asintiendo, no porque estuviera de acuerdo, sino porque se hallaba en un estado de apatía tal, que habría contestado "Hm, hm, hm" y accedido a cualquier cosa. Y siguió musitando "Hm, hm, hm" y asintiendo, sin dar muestras de comprender nada cuando Grenouille se dispuso a elaborar una mezcla por segunda vez y por segunda vez vertió alcohol de la bombona en el matraz, ahora sobre el perfume recién mezclado, y echó en el embudo el contenido de los frascos por un orden y en cantidades al parecer casuales. Hasta casi el final del proceso -esta vez Grenouille no agitó el matraz, sino que lo inclinó despacio como si fuera una copa de coñac, quizá en atención a la sensibilidad de Baldini o porque esta vez el contenido le parecía más valioso-, o sea hasta que el líquido se balanceó, ya listo, en el recipiente, no se despertó Baldini de su estado letárgico y se levantó, con el pañuelo todavía apretado contra la nariz, como si quisiera defenderse de un nuevo ataque personal.

– Ya está listo, "maitre" -anunció Grenouille-. Ahora sí que es un perfume bueno.

– Sí, sí, está bien, está bien -respondió Baldini, agitando la mano libre.

– ¿No queréis tomar una muestra? -urgió Grenouille-. -No lo deseáis, "maitre"? ¿Ninguna prueba?

– Después, ahora no estoy dispuesto para otra prueba… Tengo otras cosas en la cabeza. ¡Ahora vete! ¡Sígueme! Y, tomando un candelero, cruzó el umbral en dirección a la tienda.

Grenouille le siguió. Llegaron al estrecho pasillo que conducía a la puerta de servicio. El anciano arrastró los pies hasta el umbral, descorrió el cerrojo y abrió. Entonces se hizo a un lado para dejar pasar al muchacho.

– ¿Puedo trabajar ahora con vos, "maitre"? ¿Puedo? -preguntó Grenouille en el umbral, otra vez encorvado y con mirada vigilante.

– No lo sé -contestó Baldini-. Meditaré sobre el asunto. ¡Vete!

Y Grenouille desapareció de improviso, tragado por la oscuridad. Baldini se quedó allí, mirando la noche como embobado. En la mano derecha llevaba la palmatoria y en la izquierda el pañuelo, como alguien a quien le sangrara la nariz, aunque en realidad sólo tenía miedo. Cerró de prisa la puerta con cerrojo y entonces se apartó el pañuelo de la cara, lo guardó en el bolsillo y volvió al taller a través de la tienda.

La fragancia era tan maravillosamente buena que a Baldini se le anegaron de repente los ojos en lágrimas. No necesitaba hacer ninguna prueba, sólo colocarse delante del matraz y aspirar. El perfume era magnífico. En comparación con "Amor y Psique" era una sinfonía comparada con el rasgueo solitario de un violín. Y mucho más, Baldini cerró los ojos y evocó los recuerdos más sublimes. Se vio a sí mismo de joven paseando por jardines napolitanos al atardecer; se vio en los brazos de una mujer de cabellera negra y vislumbró la silueta de un ramo de rosas en el alféizar de la ventana, acariciado por el viento nocturno; oyó cantar a una bandada de pájaros y la música lejana de una taberna de puerto; oyó un susurro muy cerca de su oído, oyó un "Te amo" y sintió que los cabellos se le erizaban de placer, ahora, ¡ahora, en este instante! Abrió los ojos y gimió de gozo. Este perfume no se parecía a ningún perfume conocido. No era una fragancia que emanaba buen olor, no era una pastilla perfumada, no era un artículo de tocador. Se trataba de algo totalmente nuevo, capaz de crear todo un mundo, un mundo rico y mágico que hacía olvidar de golpe todas las cosas repugnantes del propio entorno y comunicaba un sentimiento de riqueza, de bienestar, de libertad…

Los pelos erizados del brazo de Baldini se posaron y una serenidad maravillosa se apoderó de él. Cogió el cuero, el cuero de cabra que estaba en el borde de la mesa y lo cortó con un cuchillo. Después metió los trozos en el barreño de vidrio y los roció con el nuevo perfume. Cubrió el barreño con una placa de cristal y vertió el perfume restante en dos frascos que proveyó de sendas etiquetas en las que escribió el nombre: "Nuit napolitaine". Entonces apagó la vela y salió.

No habló a su mujer arriba, durante la cena. Sobre todo, no le dijo nada de la sacrosanta decisión que había adoptado aquella tarde. Tampoco su mujer dijo nada, porque observó que estaba alegre y esto la puso muy contenta. No subió tampoco a Notre-Dame para agradecer a Dios su fuerza de voluntad. Aquella noche se olvidó incluso por primera vez de rezar a la hora de acostarse.

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A la mañana siguiente fue derecho a ver a Grimal. Ante todo pagó el cuero de cabra y, además, al precio solicitado, sin protestar y sin el menor regateo. Luego invitó a Grimal a una botella de vino blanco en la Tour d’Argent y negoció con él el traspaso del aprendiz Grenouille. No reveló, por descontado, por qué lo quería ni para qué lo necesitaba. Mencionó un importante encargo de cuero perfumado para cuyo cumplimiento le hacía falta un ayudante sin calificaciones. Necesitaba un chico poco exigente para las tareas más sencillas, como cortar cueros, etcétera. Pidió otra botella de vino y ofreció veinte libras como compensación por las molestias que la ausencia de Grenouille causaría a monsieur Grimal. Veinte libras eran una enorme suma y Grimal aceptó en seguida.

Volvieron a la tenería, donde Grenouille, cosa extraña, ya les esperaba con el hatillo preparado y Baldini pagó las veinte libras y se lo llevó, consciente de haber hecho el mejor negocio de su vida.

Grimal, que por su parte también estaba convencido de haber hecho el mejor negocio de su vida, regresó a la Tour d’Argent, bebió allí otras dos botellas de vino, se trasladó hacia mediodía al Lyon d’Or, en la orilla opuesta, y se emborrachó hasta tal punto que cuando, ya de noche, quiso volver a la Tour d’Argent, confundió la Rue Geoffroi L’Anier con la Rue des Nonaindiéres, con lo cual, en lugar de desembocar directamente en el Pont Marie, como había esperado, fue a parar fatalmente al Quai des Ormes, desde donde cayó de bruces en el agua como en una cama blanda, muriendo al instante. En cambio, el río necesitó bastante tiempo para apartarle de la orilla poco profunda, hacerle sortear las barcazas amarradas y empujarle hasta la corriente central más fuerte, de manera que el curtidor Grimal, o mejor dicho, su empapado cadáver, no apareció hasta primeras horas de la mañana flotando río abajo, hacia el oeste.

Cuando pasó por debajo del Pont au Change, sin ruido, sin tropezar con los pilares del puente, Jean-Baptiste Grenouille estaba a punto de acostarse veinte metros más arriba. Le habían asignado un catre en el fondo del taller de Baldini, del cual tomó posesión en el preciso momento en que su antiguo amo bajaba flotando por el frío Sena con las cuatro extremidades rígidas. Se acurrucó, lleno de bienestar, encogiéndose como la garrapata. Mientras conciliaba el sueño fue profundizando más y más en sí mismo hasta que entró triunfalmente en su fortaleza interior, donde soñó con un victorioso banquete olfatorio, una gigantesca orgía con humo de incienso y vapor de mirra, en honor de sí mismo.

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Con la adquisición de Grenouille empezó el progreso de la casa de Giuseppe Baldini hacia un prestigio no sólo nacional, sino europeo. El carillón persa ya no cesaba de sonar y las garzas no dejaban de escupir en el establecimiento del Pont au Change.

La primera tarde Grenouille tuvo que preparar una gran bombona de "Nuit napolitaine", del que se vendieron en los días subsiguientes más de ochenta frascos. La fama del perfume se extendió con vertiginosa rapidez. A Chènier le lloraban los ojos de tanto contar dinero y le dolía la espalda de tantas reverencias, ya que acudieron los personajes más altos y encumbrados o, por lo menos, los sirvientes de dichos personajes altos y encumbrados. Y un día la puerta se abrió de par en par y se estremeció dentro de sus goznes para dar entrada al lacayo del conde d’Argenson, quien gritó, como sólo saben gritar los lacayos, que quería cinco frascos del nuevo perfume y Chènier todavía temblaba de emoción un cuarto de hora después porque el conde d’Argenson era intendente y ministro de la Guerra de Su Majestad y el hombre más poderoso de París.

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