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– Me siento mucho mejor ahora que tengo el cabello arreglado -dijo la abuela al subirse con dificultad al asiento del acompañante del Buick-. Hasta le he pedido que le diera unos reflejos. ¿Se nota la diferencia?

Ahora no era gris oscuro sino color albaricoque.

– Tira al rubio rojizo -comenté.

– Sí, eso es. Rubio rojizo. Siempre quise tenerlo de ese color.

La oficina de Vinnie se hallaba calle abajo. Aparqué junto al bordillo y arrastré a la abuela conmigo.

– Nunca he estado aquí. -La abuela lo observó todo atentamente-. ¡Qué impresionante!

– Vinnie está hablando por teléfono -me informó Connie-. Te atenderá en un minuto.

Lula se acercó.

– Así que usted es la abuela de Stephanie. Me han hablado mucho de usted.

Los ojos de la abuela brillaron.

– ¿Ah, sí? ¿Qué le han dicho?

– Para empezar, me han contado que alguien le clavó un picahielos.

La abuela tendió la mano vendada para que Lula observase.

– Fue esta mano, y casi me la atravesó.

Lula y Connie contemplaron la mano.

– Y eso no fue todo -continuó la abuela-. La otra noche Stephanie recibió un pene por correo expreso. Abrió la caja delante de mí. Lo vi todo. Estaba clavado sobre un trozo de poliuretano con un imperdible.

– No me lo creo -dijo Lula.

– Lo juro. Cortado como si fuese un pedazo de pollo y clavado con un imperdible. Me hizo pensar en mi marido.

Lula se inclinó hacia ella y susurró:

– ¿Se refiere al tamaño? ¿Era tan grande el pene de su marido?

– ¡Que va! Así de muerto estaba.

Vinnie asomó la cabeza por la puerta y se atragantó al ver a la abuela Mazur.

– ¡Caray!

– Acabo de recoger a la abuela en el salón de belleza -le dije-. Y vamos a ir de compras. Se me ocurrió que podía pasar por aquí para ver qué querías, dado que estaba tan cerca.

Vinnie se estremeció. Llevaba el cabello peinado hacia atrás con fijador, y se veía tan negro y brillante como sus zapatos puntiagudos.

– Quiero saber qué pasa con Mancuso. Se suponía que sería una captura fácil y ahora corro el riesgo de perder mucho dinero.

– Estoy a punto de atraparlo. A veces estas cosas necesitan tiempo.

– El tiempo es dinero. Mi dinero. Connie puso los ojos en blanco. Lula preguntó: -¿Que qué?

Todas sabíamos que la agencia de fianzas de Vinnie contaba con el respaldo de una compañía de seguros.

Vinnie se meció sobre la punta de los pies, con los brazos a los lados. Tenía aspecto de gandul, y de roñoso.

– Este caso está fuera de tus posibilidades. Voy a dárselo a Mo Barnes.

– No conozco a ese tal Mo Barnes -le dijo la abuela-. Pero sé que no le llega a la suela del zapato a mi nieta. Es la mejor cuando se trata de cazar fugitivos, y serías un bobo si le quitaras el caso de Mancuso. Sobre todo ahora que trabajo con ella. Estamos a punto de atraparlo.

– No quiero ofenderla -dijo Vinnie-, pero usted y su nieta no podrían abrir una nuez con las dos manos, ya no digamos entregar a Mancuso.

La abuela se enderezó y alzó la barbilla.

– Ay, ay, ay -dijo Lula.

– A la familia nadie le quita nada -declaró la abuela con tono solemne.

– ¿Qué me ocurrirá si lo hago? ¿Se me caerá el pelo? ¿Se me pudrirán los dientes?

– Puede. Puede que te eche el mal de ojo. O puede que hable con tu abuela Bella. Puede que le cuente a tu abuela Bella que eres un fresco cuando hablas con las ancianas.

Vinnie cambió su peso de un pie al otro, como un tigre acorralado. Sabía que no le convenía molestar a la abuela Bella. Era más temible que la abuela Mazur. En más de una ocasión había cogido a un hombre adulto de la oreja, obligándolo a arrodillarse. Con los dientes apretados, Vinnie soltó un gruñido, retrocedió y cerró su despacho de un portazo.

– Vaya -comentó la abuela-. Típico del lado Plum de la familia.

Cuando acabamos nuestras compras ya era avanzada la tarde. Mi madre nos abrió la puerta y nos miró con expresión sombría.

– No soy responsable de lo que le han hecho a su pelo -dije.

– Es mi cruz -se quejó mi madre.

Al ver los zapatos de la abuela puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza.

La abuela Mazur calzaba unos Doctor Martens. Llevaba una chaqueta de esquiador forrada de plumón que le llegaba hasta las caderas, téjanos con el dobladillo enrollado y fijado con alfileres y una camisa de franela a juego con la mía. Parecía el personaje de una película de terror.

– Voy a echarme un rato antes de cenar -dijo-. Las compras me han agotado.

– Necesito que me ayudes en la cocina -me pidió mi madre.

Mala noticia. Mi madre nunca necesitaba ayuda en la cocina. Cuando la solicitaba era porque tenía algo en mente y pretendía obligar a una pobre alma a someterse a sus dictados. O cuando necesitaba información. «Toma un trozo de pastel de chocolate -solía decirme. Para a continuación añadir-: Por cierto, la señora Herrel te vio entrar en el garaje de Morelli con Joseph Morelli. Y ¿por qué tienes las braguitas al revés?»

La seguí hasta su guarida arrastrando los pies. Sobre el hornillo, el agua de las patatas hervía, y su vapor empañaba la ventana que había encima del fregadero. Mi madre abrió la puerta del horno para ver cómo iba el asado y el olor a pierna de cordero me envolvió. Sentí que mis ojos se tornaban vidriosos y abrí la boca a causa del estupor y la expectativa.

Mi madre abrió a continuación la nevera.

Unas zanahorias irían bien con el cordero. Puedes pelarlas. -Me dio la bolsa y un cuchillo-. Por cierto, ¿por qué te enviaron un pene?

Casi me rebané la punta del dedo.

– Mmmm…

– El remite era de Nueva York, pero el sello del correo era de aquí.

– No puedo hablarte de lo del pene. La policía está investigando.

– El hijo de Thelma Biglo, Richie, le ha dicho que el pene era de Joe Loosey. Y que Kenny Mancuso se lo cortó mientras vestían a Loosey en la funeraria de Stiva.

– ¿Quién le contó eso a Richie Biglo?

– Richie trabaja en la pizzería de Pino. Lo sabe todo.

– No quiero hablar del pene.

Mi madre me quitó el cuchillo.

– Mira cómo has pelado esas zanahorias. No puedo servirlas así. Algunas todavía tienen piel.

– De todos modos no debe quitárseles la piel. Deben rasparse con un cepillo, porque todas las vitaminas se encuentran en la piel.

– Tu padre no se las comerá con la piel. Ya sabes cómo es de quisquilloso.

Mi padre comería mierda de gato a condición de que estuviera salada, frita o congelada, pero se precisaría una ley del Congreso para que comiera verduras.

– Me parece que por algún motivo Kenny Mancuso se ha cabreado contigo. No está bien eso de enviar un pene a una mujer; es una falta de respeto.

Busqué otra tarea, pero no encontré ninguna.

– Y sé lo que pasa con tu abuela -continuó mi madre-. Kenny Mancuso está llegando a ti a través de la abuela. Por eso la atacó en la panadería. Por eso has venido a vivir aquí… para estar cerca por si vuelve a atacarla.

– Está chiflado.

– Claro que está chiflado, todo el mundo lo sabe. Todos los hombres de la familia Mancuso están chiflados. Su tío Rocco se ahorcó. Le gustaban las niñitas. La señora Ligatti lo pilló con su hija Tina. Al día siguiente Rocco se colgó. E hizo bien. Como Al Ligatti lo hubiese pillado… -Mi madre sacudió la cabeza-. Ni siquiera quiero pensar en eso. -Apagó el hornillo sobre el que se cocían las patatas y se volvió hacia mí-. ¿Cómo se te da eso de cazar fugitivos?

– Estoy aprendiendo.

– ¿Eres lo bastante buena para atrapar a Kenny Mancuso?

– Sí.

Posiblemente.

Mi madre bajó la voz.

– Quiero que atrapes a ese hijo de puta. Quiero que deje de andar por la calle. No está bien que un hombre como él vaya por ahí hiriendo ancianas.

– Haré lo que pueda.

– Bien. -Mi madre cogió una lata de moras de la despensa-. Ahora que nos entendemos, quiero que pongas la mesa.

Morelli se presentó cuando faltaba un minuto para las seis.

Yo abrí la puerta y bloqueé la entrada para que no pasase al vestíbulo.

– ¿Qué hay?

– Pasaba por aquí en mi coche, vigilando, y me llegó el aroma de una pierna de cordero.

– ¿Quién es? -preguntó mi madre.

– Joe Morelli. Pasaba por aquí y olió el cordero. Pero ya se va. ¡Ahora mismo!

– Es una maleducada -comentó mi madre dirigiéndose a Morelli-. No sé cómo sucedió. Yo no la crié para que fuera así. Stephanie, pon un plato más en la mesa.

Morelli y yo salimos de la casa a las siete y media. Me siguió en una furgoneta marrón, de ésas de reparto, y estacionó en el aparcamiento de Stiva mientras yo entraba en el sendero para coches.

Cerré el Buick con llave y me acerqué a Morelli. -¿Tienes algo que decirme? -He revisado las facturas de la gasolinera. Al camión debían cambiarle el lubricante. Bucky lo llevó hacia las siete de la mañana y lo recogió al día siguiente. -Vamos a ver. Ese día Cubby Delio no estaba. Moogey y Sandeman estaban trabajando.

– Sandeman fue el que lo hizo. Su nombre figura en la factura.

– ¿Has hablado con Sandeman? -No. Llegué a la gasolinera justo después de que se fuera. Lo busqué en su habitación y en algunos bares, pero no lo encontré. Se me ocurrió que podría seguir más tarde.

– ¿Encontraste algo interesante en su habitación? -Tenía la puerta cerrada con llave. -¿No miraste por la ventana? -Decidí dejar esa aventura para ti. Sé que te encanta hacer esa clase de cosas.

En otras palabras, Morelli no quería que lo pillaran en la escalera de incendios.

– ¿Estarás aquí cuando ayude a Spiro a cerrar la funeraria?

– Nada me lo impediría, ni siquiera todo el oro el mundo.

Crucé el aparcamiento y entré en la funeraria por la puerta lateral. Obviamente, se había propagado la noticia del extraño comportamiento de Kenny Mancuso, pues Joe Loosey, no así su pene, estaba en la sala de los peces gordos y la multitud apiñada en ella rivalizaba con el velatorio de Silvestor Bergen, que murió en pleno «mandato» al frente de la asociación de veteranos de la Primera Guerra Mundial, velatorio que batió todos los récords.

Spiro presidía al final del vestíbulo, acunando el brazo herido en cumplimiento de su deber y aprovechando al máximo su papel de enterrador célebre. La gente se arremolinaba alrededor de él y escuchaba atentamente lo que fuera que estuviese contando.

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