Unas cuantas personas me miraron y susurraron, tapándose la boca con la esquela.
Spiro se despidió de su público con una inclinación de la cabeza y me hizo una señal de que lo siguiera a la cocina. De camino cogió la bandeja de plata en que servían las galletas, sin hacer caso de Roche, que se hallaba de nuevo junto a la mesa del té.
– Mira a esos perdedores -dijo al vaciar en la bandeja una bolsa de galletas baratas-. Están llevándome a la ruina con todo lo que comen. Debería cobrar por ver el muñón de Loosey después del horario normal.
– ¿Tienes alguna noticia de Kenny?
– Nada. Y por cierto, quería hablarte acerca de eso. Ya no te necesito.
– ¿A qué se debe el repentino cambio de opinión?
– La situación se ha calmado.
– ¿Eso es todo?
– Eso es todo. -Abrió la puerta de la cocina, salió con las galletas y las dejó violentamente sobre la mesa-. ¿Qué tal? -preguntó a Roche-. Veo que en la sala donde está su hermano hay mucha gente que ha venido por Loosey. Probablemente unos cuantos se pregunten en qué estado se encuentra su cuerpo, ya entiende, ¿verdad? Espero que haya advertido que he dejado sólo meídio cuerpo cubierto, para que nadie trate de manosearlo.
Roche parecía a punto de asfixiarse.
– Gracias -dijo-. Me alegro de que sea tan previsor.
Regresé con Morelli y le di la noticia. Estaba escondido a la sombra de su furgoneta marrón.
– Así, de repente.
– Creo que Kenny tiene las armas. Creo que dimos a Spiro un lugar por donde empezar a buscar, que él se lo contó a Kenny y que Kenny tuvo suerte. Y ya no está presionando a Spiro.
– Es posible.
Yo tenías las llaves de mi coche en la mano.
– Voy a ver si Sandeman ya ha regresado a casa.
Aparqué a media manzana del edificio donde vivía Sandeman, al otro lado de la calle. Morelli aparcó justo detrás de mí. Permanecimos un momento en la acera y examinamos la enorme casa, cuya silueta se recortaba contra el cielo nocturno. Una ventana sin persianas en la planta baja derramaba una luz deslumbrante. Arriba, dos rectángulos anaranjados daban silencioso testimonio de que había vida en los apartamentos de enfrente.
– ¿Qué vehículo conduce? -pregunté.
– Tiene una moto y una camioneta Ford.
No vimos ninguna de las dos en la calle. Rodeamos el edificio y encontramos la Harley. No había luz en las ventanas, incluida la de Sandeman. No había nadie en el porche. La puerta trasera no estaba cerrada con llave. En el pasillo que daba a aquélla, una bombilla desnuda de cuarenta vatios, que pendía de un portalámparas en el techo del vestíbulo, daba una luz mortecina. De la habitación de arriba escapaba el sonido de una televisión.
Morelli se detuvo por un instante en el vestíbulo y aguzó el oído, antes de subir al primer piso y luego al segundo. Todo estaba oscuro y en silencio. Morelli se acercó a la puerta de Sandeman. Sacudió la cabeza. No había ruido en el apartamento. A continuación se acercó a la ventana, la abrió y miró hacia afuera.
– No sería ético que entrara.
Como si no fuese totalmente ilegal que yo lo hiciese.
Morelli echó un vistazo a la potente linterna que yo tenía en la mano.
– Claro que una agente de recuperación tendría autoridad para entrar en busca de su hombre.
– Sólo si estuviese convencida de que al hacerlo encontraría a su hombre.
Morelli me miró con expresión expectante.
Volví la mirada hacia la escalera de incendios.
– Está muy desvencijada -comenté
– Ya me he dado cuenta. No creo que aguantase mi peso. -Me miró a los ojos y añadió-: Pero apuesto a que aguantaría a una cosita delicada como tú.
Soy muchas cosas, pero delicada seguro que no. Respiré hondo y salí a la escalera de incendios. Las junturas de hierro se quejaron y trocitos de metal oxidado se despegaron y cayeron al suelo. Solté una maldición en voz baja y me aproximé lentamente a la ventana de Sandeman.
Ahuequé las manos y miré dentro. Estaba tan oscuro que era imposible ver nada. Probé con la ventana. Sandeman no había puesto el pestillo. Empujé la parte inferior. Ésta subió y se atascó a medio camino.
– ¿Puedes entrar? -inquirió Morelli.
– No. La ventana se ha atascado.
Me agaché, rrtiré por el hueco e iluminé la habitación con mi linterna. Al parecer nada había cambiado. El mismo desorden, la misma mugre, el mismo hedor a ropa sucia y ceniceros llenos de colillas. No vi ninguna señal de lucha, huida u opulencia.
Intenté de nuevo abrir la ventana nuevamente. Me apoyé con los pies y presioné el viejo marco de madera con todas mis fuerzas. Unos cuantos tornillos salieron disparados de los ladrillos y el descansillo de la escalera de incendios se inclinó hasta formar un ángulo de cuarenta y cinco grados con el muro. Los peldaños se desplazaron, la balaustrada se desprendió de la estructura, los ángulos se liberaron violentamente y resbalé hacia el vacío. Mi mano tocó un travesano y, cegada por el pánico y empujada por mis reflejos, me aferré a él… durante diez segundos, al cabo de los cuales el descansillo del segundo piso cayó sobre el del primero. La pausa momentánea duró lo suficiente para que susurrara:
– Mierda.
Arriba, Morelli se asomó por la ventana.
– ¡No te muevas!
La escalera de incendios del segundo piso se separó del edificio y cayó al suelo, hecha pedazos, y yo tras ella. Aterricé boca arriba y sentí que mis pulmones quedaban sin aire.
Permanecí allí, tumbada y aturdida, hasta que el rostro de Morelli surgió nuevamente, a pocos centímetros de mí.
– Mierda -susurró-. ¡Dios, Stephanie, di algo!
Miré hacia arriba sin poder hablar ni respirar.
Morelli buscó el pulso en mi cuello. A continuación puso las manos en mis pies y las subió por mis piernas.
– ¿Puedes mover los dedos de los pies?
Resultaba difícil con su mano tocando el interior de mi muslo. Sentía que la piel me ardía bajo su palma, y doblé hacia adentro los dedos de los pies hasta que sentí un calambre en las plantas. Recobré el aliento.
– Como tus manos sigan subiendo, te acusaré de abuso sexual.
Morelli se puso en cuclillas y sacudió la cabeza.
– Acabas de darme un susto de muerte.
– ¿Qué pasa? -oímos que preguntaba alguien desde una ventana-. Voy a llamar a la policía. No tengo por qué aguantar esta mierda. En este barrio hay reglamentos sobre el ruido.
Me apoyé sobre un codo.
– Sácame de aquí.
Morelli me levantó con gentileza.
– ¿Estás segura de que te sientes bien?
– No creo que se me haya roto nada. -Arrugué la nariz-. ¿Qué es ese olor? ¡Dios mío!, no me habré hecho caca, ¿verdad?
Morelli me hizo girar.
– ¡Vaya! Alguien en este edificio tiene un perro muy grande. Un perro grande y enfermo. Y parece que tú diste en el blanco.
Me quité la cazadora y la aparté de mi cuerpo.
– ¿Estoy bien ahora?
– Una parte te salpicó los téjanos por atrás.
– ¿Nada más?
– Tu cabello.
– ¡Quítamelo! -grité, histérica-. ¡Quítamelo!
Morelli me tapó la boca con una mano.
– ¡Cállate!
– ¡Quítame esa mierda del cabello!
– No puedo hacerlo. Tendrás que lavártelo. -Me arrastró hacia la calle-. ¿Puedes camihar?
Avancé a trompicones.
– Está bien -dijo-. Sigue así. Antes de que te des cuenta habrás llegado a la furgoneta. Luego iremos a donde puedas ducharte. Después de dos horas bajo la ducha estarás como nueva.
– Como nueva. -Me zumbaban los oídos y mi voz me sonaba lejana… como si procediese de un tarro-. Como nueva -repetí.
Al llegar a la furgoneta Morelli abrió la puerta trasera.
– No te importa ir atrás, ¿verdad?
Lo miré con la mente en blanco.
Morelli apuntó el haz de la linterna hacia mis ojos.
– ¿Estás segura de que te sientes bien?
– ¿Qué clase de perro crees que era?
– Un perro grande.
– ¿De qué raza?
– Rottweiler. Macho. Viejo y gordo. Con los dientes podridos. Debió de comer mucho atún.
Me eché a llorar.
– Joder. No llores. Odio verte llorar.
– Tengo mierda de perro en el pelo.
Con el pulgar me secó las lágrimas.
– Está bien, cariño. No es tan malo como parece, en serio. Lo del atún era una broma. -Me empujó para que subiera a la furgoneta-. Aguanta. Estarás en casa antes de que te des cuenta.
Me llevó a mi apartamento.
– Me ha parecido lo mejor. No querrías que tu madre te viese así, ¿verdad?
Buscó las llaves en mi bolso y abrió la puerta.
El apartamento me pareció frío y abandonado. Demasiado silencioso. Rex no corría en su rueda. No había una luz encendida para darme la bienvenida.
Me dirigí de inmediato hacia la cocina.
– Necesito una cerveza.
No tenía prisa por ducharme. Había perdido el olfato. Estaba resignada a lo que le había ocurrido a mi cabello.
Entré en la cocina arrastrando los pies y tiré de la puerta de la nevera. Ésta se abrió, la luz se encendió y, aturdida, clavé la mirada en un pie… un pie grande, mugriento y sangriento, separado de la pierna a la altura del tobillo, colocado al lado de la margarina y un frasco casi lleno de cóctel de arándanos.
– Hay un pie en mi nevera -balbuceé. Las luces parpadearon, sentí que se me entumecía la boca y caí pesadamente al suelo.
Me esforcé por salir del estiércol de la inconsciencia y abrí los ojos.
– ¿Mamá?
– No exactamente -dijo Morelli.
– ¿Qué paso?
– Te desmayaste.
– Fue demasiado. La mierda del perro, el pie…
– Lo entiendo.
Me levanté con las piernas temblorosas.
– ¿Por qué no vas a la ducha mientras yo me encargo de las cosas aquí? -Morelli me dio una cerveza-. Puedes llevarte la cerveza.
Miré el botellín.
– ¿La sacaste de la nevera?
– No. De otro lugar.
– Bien. No podría bebérmela si la hubieses sacado de la nevera.
– Lo sé. -Morelli me guió hacia el cuarto de baño-. Tómate una ducha y bébete la cerveza.
Dos polis de uniforme, un tipo del laboratorio forense y dos hombres trajeados se encontraban en mi cocina cuando salí de la ducha.
– Creo saber de quién es ese pie -dije a Morelli, que rellenaba un formulario.
– Yo también.
Me tendió el formulario.
– Firma en la línea de puntos.
– ¿Qué voy a firmar?
– Una declaración preliminar.
– ¿Cómo metió Kenny el pie en mi nevera?
– La ventana del dormitorio está rota. Necesitas un sistema de alarma.