– ¿Qué haces? -dijo la muchacha-. Basta.
– No hago nada.
Pero estaba hablando en sueños. ¿Acaso en su sueño había interpretado mal los movimientos de Eguchi, o estaba soñando con otro anciano que la había maltratado cualquier otra noche? El corazón de Eguchi latió más de prisa al pensar que, aunque ella hablara de modo fragmentario e incoherente, tal vez pudiera sostener con ella algo parecido a una conversación. Quizá lograría despertarla por la mañana. Pero, ¿le habría oído realmente? ¿No sería más su contacto que sus palabras lo que le hacía hablar en sueños? Pensó en propinarle un buen golpe, o pellizcarla; pero en lugar de eso la atrajo lentamente hacia sus brazos. Ella no se resistió ni tampoco habló. Parecía respirar con dificultad. Su aliento soplaba con dulzura sobré el rostro del anciano. La respiración de éste era irregular; volvía a sentirse atraído por esta muchacha, que era suya para hacer con ella cuanto se le antojara. ¿Qué clase de tristeza la asaltaría por la mañana si él la convertía en mujer? ¿De qué modo cambiaría la dirección de su vida? En cualquier caso, no sabría nada hasta la mañana.
– Madre -fue como un lento gemido-. Espera, espera. ¿Es preciso que te vayas? Lo siento, lo siento.
– ¿En qué sueñas? Es sólo un sueño, un sueño.
El viejo Eguchi la apretó entre sus brazos, con objeto de poner fin al sueño. La tristeza de su voz le conmovió. Tenía los pechos comprimidos contra él. Movió los brazos. ¿Acaso intentaba abrazarle, tomándole por su madre? No, pese a haber sido drogada, pese a ser todavía virgen, la muchacha era indiscutiblemente una hechicera. Eguchi tenía la impresión de que a lo largo de sus sesenta y siete años no había sentido nunca tan plenamente la piel de una hechicera joven. Si existía en alguna parte una leyenda siniestra carente de heroína, ésta era la muchacha apropiada.
Al final acabó pareciéndole que no era la hechicera, sino la hechizada. Y estaba viva mientras dormía. Su mente había sido narcotizada y su cuerpo se había despertado como mujer. Era el cuerpo de una mujer, sin mente. Y estaba tan bien entrenado que la mujer de la casa decía que «tenía experiencia».
Aflojó su abrazo y puso los brazos desnudos de ella a su alrededor, como para obligarla a abrazarle; y la muchacha lo hizo, suavemente. Eguchi permaneció quieto, con los ojos cerrados. Le envolvía una cálida somnolencia, una especie de éxtasis inconsciente. Parecía haber despertado a los sentimientos de bienestar, de buena suerte, que invadían a los ancianos asiduos de la casa. ¿Abandonaría a los ancianos la tristeza, la fealdad, la indiferencia de la vejez, se sentirían llenos de las bendiciones de una vida joven? Para un viejo en los umbrales de la muerte no podía haber un momento de mayor olvido que cuando estaba envuelto en la piel de una muchacha joven. Pero, ¿pagarían dinero sin un sentimiento de culpabilidad por la muchacha que les era sacrificada, o acaso la misma culpa secreta contribuía a aumentar el placer? Como si, olvidándose de sí mismo, hubiera olvidado que la muchacha era un sacrificio, buscó con el pie los dedos del de la muchacha. Era lo único de ella que aún no había tocado. Los notó largos y flexibles. Al igual que los dedos de la mano, todas las articulaciones se doblaban y desdoblaban con facilidad, y este pequeño detalle reveló a Eguchi el atractivo del misterio que había en la muchacha. Ésta, mientras dormía, pronunciaba palabras de amor con los dedos de sus pies. Pero el anciano creyó oír en ellas una música infantil y confusa, aunque voluptuosa al mismo tiempo; y durante un rato se quedó escuchando.
Antes la muchacha había tenido un sueño. ¿Habría pasado ya? Quizá no hubiera sido un sueño. Quizás el rudo tacto de los ancianos la había entrenado para hablar en sueños, para resistirse. ¿Sería eso? Rebosaba una sensualidad que hacía posible que su cuerpo conversara en silencio; pero probablemente porque él no estaba acostumbrado del todo al secreto de la casa, el deseo de oír su voz aunque fuera en pequeños fragmentos mientras dormía seguía persistiendo en Eguchi. Se preguntó qué podía decir, dónde podía tocar, para obtener una respuesta.
– ¿Ya no estás soñando? ¿Soñando que tu madre se ha marchado?
Palpó los huecos de su columna vertebral. Ella sacudió los hombros y de nuevo se colocó boca abajo -parecía ser una posición favorita. Después se volvió otra vez hacia Eguchi. Con la mano derecha asió suavemente el borde de la almohada y posó la izquierda sobre el rostro de Eguchi. Pero no dijo nada. Su aliento era suave y cálido. Movió el brazo que descansaba sobre el rostro de él, buscando evidentemente una posición más cómoda. Eguchi lo cogió con ambas manos y lo colocó sobre sus propios ojos. Las uñas largas pinchaban un poco el lóbulo de su oreja. La muñeca estaba doblada sobre su ojo derecho y la parte más estrecha presionaba el párpado. Deseoso de mantenerla allí, Eguchi la sujetó con ambas manos. La fragancia que penetraba sus ojos volvía a ser nueva para él, y le inspiró nuevas y ricas fantasías. Precisamente en esta época del año, dos o tres peonías de invierno floreciendo bajo el calor del sol, al pie de la alta valla de piedra de un viejo templo en Yamato. Camelias blancas en el jardín, cerca de la veranda del Shisendö [2] . Durante la primavera, wistaria y rododendros blancos [3] en Nara; la camelia «de pétalos caídos», que llenaba el jardín del templo de las camelias de Kyoto.
Era eso. Las flores le traían recuerdos de sus tres hijas casadas. Eran flores que viera en sus viajes con las tres, o con una de ellas. Ahora esposas y madres, probablemente ya no guardaban recuerdos tan vivos. Eguchi lo recordaba muy bien, y a veces hablaba de las flores a su esposa. Al parecer, ella no pensaba tanto en las hijas, ahora que estaban casadas, como el propio Eguchi. Seguía relacionándose mucho con ellas y no se entretenía con recuerdos de las flores que contemplara en su compañía. Además, había flores de viajes en los que ella no había tomado parte.
Permitió que en el fondo de los ojos, sobre los que descansaba la mano de la muchacha, surgieran y se desvanecieran imágenes de flores, se desvanecieran y surgieran; y así retornaron sentimientos de los días en que, estando sus hijas ya casadas, cedió a la atracción de otras muchachas. Se le antojó que la muchacha de esta noche era una de ellas. Soltó su brazo, que, no obstante, continuó inmóvil sobre sus ojos. Solamente le acompañaba su hija menor cuando vio la gran camelia. Se trataba de un viaje de despedida que realizó con ella quince días antes de que se casara. La imagen de la camelia era especialmente nítida. La boda de su hija menor había sido la más dolorosa. La cortejaban dos jóvenes, y en el curso de esta competencia ella perdió su virginidad. El viaje fue un cambio de ambiente, para reanimarla.
Dicen que las camelias traen mala suerte porque las flores se caen enteras del tallo, como cabezas cortadas; pero los capullos dobles de este gran árbol, que tenía cuatrocientos años y florecía en cinco colores diferentes, caían de pétalo en pétalo. Por ello se llamaba la camelia «de pétalos caídos»
– En plena floración -dijo a Eguchi la joven esposa del sacerdote-, recogemos cinco o seis cestas por día.
Añadió que la masa de flores de la gran camelia era menos hermosa al sol de mediodía que cuando el sol la iluminaba por detrás. Eguchi y su hija menor se sentaron en la veranda occidental, y el sol se estaba poniendo detrás del árbol. Ambos miraban hacia el sol, pero las hojas espesas y los racimos de flores no dejaban pasar la luz solar. Ésta se hundía, en la camelia, como si el propio sol poniente colgara en los bordes de la sombra. El templo de las camelias se encontraba en una parte cuidadosa y vulgar de la ciudad, y en el jardín no había nada digno de verse, excepto la camelia. Los ojos de Eguchi estaban llenos de ella, y no oía el ruido de la ciudad.
– Es una hermosa floración -observó a su hija.
– A veces, cuando nos levantamos por la mañana, hay tantos pétalos que no puede verse el suelo -dijo la joven esposa, dejando solos a Eguchi y a su hija.
¿Eran cinco los colores de aquel único árbol? Podía ver camelias rojas y blancas y otras de pétalos ondulados. Pero Eguchi no estaba particularmente interesado en verificar el número de colores. Se sentía cautivado por el árbol en sí. Era notable que un árbol de cuatrocientos años pudiera producir tal abundancia de flores. Toda la luz del atardecer era absorbida por la camelia, en cuyo interior debía estar concentrado el calor de sus rayos. Aunque no se advertía ni rastro de viento, alguna rama de los bordes susurraba de vez en cuando.
Su hija menor no parecía estar tan absorta en el famoso árbol como el propio Eguchi. No había fuerza en sus ojos. Tal vez mirara más hacia su propio interior que hacia el árbol. Era su favorita entre las tres hijas, y tenía la terquedad de los hijos menores, incrementada ahora que sus hermanas estaban casadas. Las mayores habían preguntado a su madre, algo celosas, si Eguchi tenía la intención de retener a la pequeña en casa y llevarle un novio que viviera con la familia. Su esposa le transmitió esta observación. Su hija menor era una muchacha vivaz e inteligente. Eguchi pensaba que hacía mal en tener tantos amigos del sexo masculino, pero cuando estaba rodeada de hombres se mostraba más vivaz que nunca. Sin embargo, sus padres se daban perfecta cuenta, sobre todo su madre, que la observaba muy a menudo, de que había dos entre ellos que le gustaban más. Uno de ellos le arrebató su virginidad. Durante un tiempo, la muchacha estuvo silenciosa y arisca incluso en la seguridad de su hogar, y parecía impaciente e irritable cuando, por ejemplo, se cambiaba de ropa. Su madre intuyó que había ocurrido algo. La interrogó al respecto de una manera casual, y la muchacha apenas vaciló en confesárselo. El chico trabajaba en unos almacenes y tenía una habitación alquilada. Al parecer, ella le visitó dócilmente.
– ¿Es el muchacho con el que piensas casarte?
– No, no, de ningún modo -replicó la muchacha, dejando a su madre algo confusa.
La madre estaba segura de que el joven había logrado su propósito por la fuerza. Habló del asunto con Eguchi. Para éste fue como si la joya que tenía en la mano se hubiera destrozado. Su disgusto aumentó cuando supo que la muchacha se había prometido precipitadamente con otro admirador.
– ¿Qué te parece? -preguntó su esposa, inclinándose nerviosamente hacia él-. ¿Ha hecho bien?