– ¿Qué dices? -replicó Olbracht-. ¡Esos ojos no tienen el menor parecido con los de Hana Karadzicova!
¡Los ojos de Hana Karadzicova!
Y me citó, o más bien, simplemente canturreó, las primeras palabras de su relato:
– Eran los ojos más hermosos de toda Polana. Tenían una forma peculiar, almendrada. Eran negros, oscuros, extraordinariamente grandes, y cuando uno miraba en ellos, la cabeza le daba vueltas. Estaban rodeados de largas pestañas que atenuaban una dulzura y un brillo que, sin ellas, un corazón de hombre soportaría difícilmente.
Sí, es así, más o menos, como empieza el relato. Luego durante unos minutos estuvimos recordando algunos lugares maravillosos de los montes Cárpatos en Rusia, Polana y los hermosos campos bajo Menchul, los tarritos de crema de leche de la vaquería situada en lo alto de la colina que podían compararse con la crema de leche alpina. Olbracht había vivido mucho tiempo en aquella tierra y regresó a casa con Suhaj y Golet del valle. Suhaj me arrebató y el relato sobre Hana de Golet me dejó hechizado para siempre. Fui el primero que leyó la novela sobre la proletaria rusa Hana; y la entregué a la imprenta con cierta indecisión, cuando estaba redactando con Neumann Reflector.
Era uno de esos hermosos días de septiembre bastante frecuentes en Marienbad. Y aunque Olbracht se quejaba del corazón desde hacía algún tiempo, en aquellos minutos se sentía bien, estaba de buen humor y se enfrascó en joviales recuerdos de su estancia entre los judíos de los Cárpatos. Los había conocido bien, a ellos y su humilde vida, sus costumbres religiosas y sus misteriosos ritos fuertemente influidos por los rabinos polacos. Estos, por aquellos tiempos, eran famosos y populares. Le pregunté a Olbracht sobre los secretos del Talmud y sobre las actividades de los rabinos milagreros. Uno de ellos había estado hacía poco en Marienbad.
– Te voy a contar algo -me dijo Olbracht, en vez de contestar a mi pregunta-. Pero debes prometerme que no vas a escribir ni a hablar de ello en ninguna parte. -Se lo prometí, pero no cumplo mi promesa. ¡Fue hace tanto tiempo! Sonrió y empezó a contar.
– Hace una semana mi mujer vino a verme a mi casa de montaña. Venía para marcharse en seguida. Había estado en Karlovy Vary y al día siguiente regresaba a Praga. Cuando el coche se detuvo, sacó de él, con mucho cuidado, un paquete grande, pero que, al parecer, no pesaba mucho. Me dijo que era porcelana antigua. Yo no había coleccionado nada jamás en mi vida, pero mi mujer es una gran enamorada de las antiguallas. Compró aquel servicio de café de Meissen en el Campo Viejo de Karlovy Vary.
»Tengo que confesar que de porcelana no entiendo gran cosa. En nuestra casa de Semily, mi madre guardaba en un aparador unas jarras y teteras en las que, según decía, había bebido Neruda; pero nosotros no las usábamos para no romperlas, decía ella. Mamá les quitaba cuidadosamente el polvo con mucha frecuencia.
»Slávinka desenvolvió un poco el paquete y sacó, para enseñármela, una taza blanca. Cuando iba a ponerla de nuevo junto con las demás, le pedí que me dejase al menos aquella taza. Compartía la casa con un cuartelillo de gendarmes, de vez en cuando alguno de ellos venía a verme y yo no tenía en qué ofrecerle un café.
»Slávinka me miró enojada. ¡No se figuraba que fuese tan bárbaro! Se trataba de una antigua porcelana de Meissen, de excepcional rareza en todo el mundo.
Estuve a punto de interrumpir por un momento a Olbracht. ¡La antigua porcelana de Meissen! Blanca como la nieve recién caída, tierna como el pañuelo de boda en la mano de una muchacha. Si das un golpecito con la uña contra la taza, lanza un tenue sollozo. Y en el fondo de cada taza, de cada platillo, hay una preciosa rosa diminuta. Dulcemente roja. ¡Semejante belleza para los bigotudos gendarmes del Bosque Imperial! Tuve ganas de entonar la hermosa canción de Goethe:
Rosa, rosa, pequeña rosa, rosa roja en la ladera.
Olbracht proseguía:
– Si no me la da, pues no me la da, está bien -me dije-, ¿qué importa? Mi mujer envolvió con cuidado la taza en las virutas de madera de nuevo y la devolvió a las demás. Al día siguiente se marchaba a Praga y con sumo cuidado metió el paquete de nuevo en el coche.
»Como sabes, en esta temporada los trenes van bastante llenos. Por eso cogió un billete de primera clase; pero el vagón estaba lleno también. Camino de la estación discutimos un poco más, ¡ya se sabe! Cuando se sentó, le di el paquete con la porcelana por la ventanilla. Al mismo tiempo, medio en broma, medio en serio, le eché una maldición. Una maldición de rabinos, antigua y terrible. ¿No me preguntabas sobre los misteriosos rabinos? Vi que la pobre de Slávinka se quedaba algo sobrecogida. Había palidecido, pero ya sonaba el silbido de la locomotora.
«Llegó a Praga sin novedad, sosteniendo el paquete sobre las rodillas. Pero la maldición no la dejaba tranquila.
Cuando el tren se detuvo junto al andén, esperó un poco, hasta que bajaran los demás pasajeros, llamó al mozo y le confió, con mucho cuidado, el raro trofeo cíe Karlovy Vary. Éste cogió el paquete, echó a andar con atención, pero justo entonces ie alcanzó la alborotada e impetuosa ola de los pasajeros de los vagones de atrás.
Estaba empezando el otoño, la gente volvía de las vacaciones, aquella buena tarde de domingo, y muchos regresaban de sus casas de campo. Uno de los viajeros, descuidado, tropezó con el mozo e hizo saltar el dichoso paquete de sus manos. Sobre los adoquines sonó el tintineo quejumbroso de la porcelana. Los demás, apresurados, no llegaron a apartarse y el paquete fue pisoteado por nuevos pasajeros que no tenían ni idea de lo que había ocurrido, sólo quedó el envoltorio bajo sus pies, y la obra de destrucción fue consumada.
Cuando, de vez en cuando, Olbracht se quejaba de su corazón, sus amigos le consolaban diciendo que iba a vivir mucho tiempo. ¡Había salido a su padre! Se suele decir eso. El anciano caballero tenía ochenta años cuando murió apaciblemente. Pero Olbracht movía la cabeza negativamente. «¿Qué dices?» En efecto, murió antes de cumplir los setenta. Habían pasado cinco lustros cuando me enteré de las circunstancias de su muerte.
Yo estaba enfermo, me encontraba en la clínica de Vinohrady, cuando vino a verme Karel Novy. No vivía lejos. Y charlamos. Ya se sabe, de qué íbamos a hablar, de las enfermedades. De los amigos y de los compañeros que ya habían muerto.
Novy me miró extrañado:
– ¿No sabes cómo murió Ivan Olbracht? -Y continuó:
»Ño conoces al doctor Racenberg. Durante algún tiempo estuvo trabajando en esta clínica. Luego fue director de un hospital del occidente. Una tía suya trabajaba en el Balneario Estatal de Smíchov donde estaba ingresado Olbracht. Cuidaba de Olbracht, junto con la mujer de Ivan. Una vez, Slávinka salió para hacer una llamada y, cuando desde el lecho del enfermo llegó un lamento, la enfermera acudió a toda prisa y comenzó a arreglar la almohada bajo su cabeza. Se inclinó hacia él y el enfermo le susurró:
»"¡Esos ojos!" Miró su rostro con fijeza: "¡No sé de dónde conozco yo esos ojos! ¿De dónde? Áy, Dios, ¡Hanele! Si son los ojos de Hana…" Su cabeza cayó de nuevo sobre la almohada y unos instantes después expiró.
86. DESDE LA TUMBA DE MACHA
Por lo general, septiembre suele ser un mes bonito, a menudo más hermoso que el frío mayo. El otoño se va acercando por su pasarela dorada y el racimo de uvas se tiende cómodamente sobre su hoja, que tan bien conocemos por el regazo de Eva.
El aire se llena de una lánguida angustia.
En septiembre de 1936 estuve, junto con Hora y Halas, en Litoméfice. Habíamos ido para asistir a la inauguración del monumento a Macha. Pasamos a ver a los Sustrmandel y permanecimos unos instantes pensativos frente a la tumba de Macha. Al regresar del cementerio encontramos al profesor Albert Prazák. Nos dirigimos a Zernoseky, donde queríamos tomar un vaso de vino del país. Él fue con nosotros.
En Zernoseky no tardamos en dar con una pequeña taberna. Pero no entramos. Junto a la taberna había una simpática glorieta oculta casi por completo entre las vides. Los racimos que no habían madurado aún -los viñadores les llaman agraz- colgaban de sus paredes y entre los racimos y las hojas se veía la campiña, ancha y despejada, que llegaba hasta Praga. Aunque, claro está, la vista no alcanzaba tan lejos. Estábamos bien allí, aun cuando la atmósfera de aquella tierra se notaba ya cargada de la rabia de Hitler. La taberna era alemana.
Al mirar los racimos resultaba difícil no hojear en el alma el Antiguo Testamento y no evocar los famosos versículos amorosos del Cantar de Salomón. Yo tenía treinta y cinco años, estaba enamorado y adonde quiera que dirigiese la mirada, en todas partes mis ojos topaban con los racimos apetitosos y dulces.
¡Dios, cuánta belleza había allí! ¡Y la sigue habiendo todavía!
Contemplábamos el hermoso paisaje que se abría en lontananza y charlábamos de Macha y de sus estrambóticos viajes de Litoméfice a Praga. Al anochecer, cuando Macha terminaba su trabajo en la oficina, dejaba la pluma, cogía sus cosas y se marchaba a Praga andando. Aunque ya era de noche al llegar a Praga, iba a ver a Lora y, como era terriblemente celoso, en lugar de besar y abrazar a su amante, le dirigía aquellas palabras violentas. Lástima que no pueda aquí repetir lo que en aquella ocasión dijo Hora. No, ¡no puedo! Luego el poeta se levantaba y, enfurecido, emprendía su viaje de vuelta. Por la mañana estaba de nuevo trabajando en la notaría.
El anciano caballero sonreía. Una visión nueva y verídica de los historiadores de la literatura sobre el poeta del Mayo, formulada por Hora, le resultaba algo drástica y chocante, aun cuando de veras sabía mucho de su vida. Pero no le agradaba.
¡Vaya por Dios! ¡Digo anciano caballero, cuando sólo tenía entonces cincuenta y seis años! Yo ya tengo ahora veinte más de los que tenía entonces, pero cuando alguien se refiere a mí como a un anciano caballero, no es que me enfade, pues tan tonto no soy, pero lo cierto es que no me siento aún lo suficientemente viejo como para que me llamen de este modo. ¿Qué es eso de anciano? ¿A qué viene tanto honor?
Volvimos a Praga solos en un pequeño compartimento del vagón. Como hacía unos minutos escasos que estábamos pisando el polvo de los últimos caminos del poeta, durante nuestro regreso a casa no abandonamos el mundo de la poesía. El profesor Prazák empezó a hablar de Vrchlicky, al que había conocido bien. Hablaba de corazón, con todo su afecto. La sonrisa que a veces suavizaba sus palabras, sólo se la dirigía a sí mismo. Amaba a Vrchlicky abnegadamente y le tenía respeto. Estuvo hablando durante todo el viaje. Cuando se callaba, le pedíamos que continuase. Hablaba con pasión, y nos contó muchas cosas de las que sabíamos poco y tan sólo sospechábamos. Y él sabía mucho de lo que ignorábamos.