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Wagner fue luego profesor de la Escuela de Artes Plásticas y empezó a trabajar en sus monumentos, el de Smetana y el de Vrchlicky, después de ganar los dos concursos. No obstante, todo se hacía cada vez más difícil, y poco a poco se iba acercando el final prematuro y lamentable de su vida.

A comienzos de marzo de 1976 llegaron a Horice algunos de los antiguos alumnos del profesor Wagner para conmemorar en su tierra natal, junto a su tumba, un setenta y cinco aniversario al que no había llegado. Traían varias decenas de cartas que habían escrito a Wagner sus alumnos y que pusieron en una caja de latón sobre cuya tapa estaba grasada un ala. Adjuntaron a las cartas las fotografías de sus nuevas obras. También están allí las fotografías de los que murieron durante aquellos veinte años. Ya son varios.

En las cartas recuerdan a su excepcional preceptor; de hecho, es un solo canto cantado a coro, un canto compuesto casi de las mismas palabras y de la misma melodía apasionada. Wagner quería a sus alumnos y ellos le querían a él. Así surgió una unión que no se puede olvidar en la vida. Todas las cartas hablan de respeto y de reconocimiento, todos sus autores expresan su sincera gratitud y hablan con amor de su legado. Se me permitió echar un vistazo a aquellas cartas. Las leí completamente absorto y me conmovieron hondamente.

«En aquella época de expectativas y de confianza (corría el año 1945) tuvimos la buena suerte de que nuestro profesor de la escuela fuese Josef Wagner, escultor cuya obra estaba armoniosamente complementada por su comportamiento humano, y la una y el otro nos formaban con su ejemplo», escribe Milos Chlupác en la nota preliminar.

«Me siento feliz de haber podido dar mis primeros pasos como escultor guiado por el profesor Wagner», empieza su carta otro de sus alumnos. Y esta idea, expresada con otras palabras, se repite en la mayor parte de los escritos.

La escultora Zorka Soukupova-Kofánova narra una escena hermosa, llena de elocuente calor humano.

Wagner no quería que sus auxiliares interviniesen en el trabajo de sus alumnos, a no ser en forma de consejo. Cuando la joven escultora estaba trabajando en la estatua de un hombre de pie, una pierna no acababa de salirle. El auxiliar Malejovsky se dio cuenta de su desesperación, le corrigió y le terminó la pierna. «Me tocó la pierna», dice la autora, divertida. El profesor vino a ver los trabajos. «Algo falla en esta pierna, no le ha salido.» La escultora que, como ella misma reconoce, a menudo habla sin pensar y lo cuenta todo, le soltó: «Me la hizo justamente el señor auxiliar Malejovsky.» El profesor se calló y sus ojos se humedecieron. ¿Qué habría hecho cualquier otro en su lugar? Reñir a la alumna y explicarse con el auxiliar. Pero el profesor se apartó y lo sufrió todo en soledad.

La escultora Eva Kmentova vivió en la escuela un minuto perentorio: cuando una vez estaba en el estudio viendo trabajar a Wagner, algo infinitamente significativo y esencial se le reveló para toda su vida. No, no sabe describir aquella escena con exactitud. Sólo sabe que fue una extraordinaria felicidad unida a cierta magnificencia que llenaron todo el espacio exterior y el de su alma. Jamás podrá olvidarlo. Está convencida de que su vida sería distinta, si no hubiera vivido aquel momento.

Confieso que no me cuesta creerle. He vivido algo semejante. No, no pretendo afirmar que comprenda el arte escultórico. Pero después de vivir cierto minuto en el estudio de Wagner, puedo decir ahora que sé de qué se trata.

Los alumnos depositaron sobre su sepulcro coronas y ramos de flores. La cinta de una de las coronas llevaba la inscripción: «Por el legado a la poesía.»

Estoy mirando los Torsos de Wagner. Son un Torso erguido sobre un pedrusco, un Torso volando y, quizá el más hermoso de todos, el Torso tumbado. Sin recurrir a efectos escultóricos baratos y atrayentes, sólo a fuerza de parcos aciertos del cincel sobre la madera o la piedra, el escultor despertó la materia muerta a la vida para que la perfección de su obra perdurase mucho tiempo. Estos torsos llaman mi atención. Entre su extensa obra amo y admiro las esculturas de las jóvenes, su Primavera, su Arte, su hermoso Lauro y, sobre todo, su Tierra, cuyo rostro y amable gesto han robado mi corazón. Me dan ganas de sentarme frente a aquella estatua y quedarme mirando largamente su oscuro esplendor, su ademán, su semblante inspirado. ¡Qué hermosa es la vida humana mientras pueden aparecer ante nuestros ojos esculturas semejantes!

Las maravillosas chicas de Artemisa, como las llama Peciírka, tienen el regazo tapado, pero así queda más descubierto el amor de sus rostros, sobre los cuales apenas está aflorando su joven belleza de mujer. Nos cautivan con su poesía. Pero es una poesía sin literatura. Una melodía apasionada que hace vibrar el peso de la piedra. La piedra nos convence con su profundo silencio. Es una poesía resplandeciente de sencillas resonancias de los utensilios y del arte del escultor. Como si antaño una suave mano de hombre hubiera trabajado la áspera piedra de su país natal para que de tarde en tarde un punzón afilado volviera a tejer un tierno velo sobre un rostro de mujer. El cincel y el martillo, esos dos trozos de pesado hierro, sobre la superficie de las estatuas pierden su peso y su gravidez, siguiendo tan sólo las delicadas líneas del ensueño del escultor.

Wagner amaba la música y la poesía y fue correspondido en su amor. Sus estatuas de las muchachas son más ligeras gracias a la canción de amor que escuchan los ojos humanos. Era un escultor que escribía poemas sobre la piedra, y un poeta que, en lugar de las rimas, pulía las estatuas.

La Poesía de Wagner se envió a la Exposición Universal de París de 1937. Fue galardonada con el Grand Prix, Cuando los escultores Maillol y Despiau se acercaron a su estatua, Maillol esbozó el gesto simbólico de quitarse el sombrero: «¡Este sí que es un escultor!»

En marzo, el día del setenta y cinco aniversario de Wagner, me dirigí al monumento a Jaroslav Vrchlicky en el jardín de Lobkovice, uno de sus últimos trabajos. Su tumba en Hofice quedaba demasiado lejos para mí. La primavera estaba a la vuelta de la esquina, el aire era húmedo y perfumado. Los mirlos se apoderaban ya de los árboles para sus amoríos y sus cantos primaverales. Pero me pareció que las dos musas del monumento del poeta estaban llorosas.

Pero no, ¡no lo estaban! Era yo quien se sintió triste al recordar el enrevesado destino de aquel hombre magnífico que sólo se me había cruzado en la vida brevemente.

Le conocí bastante tiempo en Mainz, pero no trabé con él una amistad más estrecha hasta los días en que estaba restaurando estatuas aquí en Bfevnov, en el monasterio de los benedictinos de San Marcos.

Una tarde, después del trabajo, él estaba sentado con el pintor Tichy en el jardín del restaurante Loreta. Cuando yo pasaba bajo la arcada, Tichy me vio y me llamó. ¡Ay! Estábamos bien allí. Unos días antes habíamos ido, Frantisek Tichy y yo, a una sala de baile de Marjánka a ver actuar a un humilde prestidigitador, y ahora Tichy reprodujo con gran virtuosismo todos sus escamoteos y trucos, y Wagner se divirtió mucho. Aceptamos con placer acompañar a Tichy a su taberna predilecta, la de Hora en la calle de las Carmelitas. Pero allí cerraban pronto, y nos fuimos a otra taberna cercana, en la plaza Maltesa, donde se reunían los pintores. Saliendo de allí, cruzamos el puente Carlos y entramos en Binder, cerca del ayuntamiento de la Ciudad Vieja. El vino allí era bueno, pero había demasiada gente. Así que, al cabo de una hora, nos levantarnos y nos dirigimos a Réva, donde encontramos a Halas, solitario, que nos saludó efusivamente. Cuando, pasada la medianoche cerraron allí también, fuimos a la cercana calle Spálená. a Sup. Allí estaba sentado Olbracht, quien había perdido el último tren de Krec. ¡Y ya no sé nada de lo que pasó luego! Dicen que, por la mañana, Mane estaba bastante enfadada; pero su enojo no fue ni muy grande ni muy duradero.

Wagner me había invitado a visitarlo en su estudio de la escuela. Fui allá con gusto y alegría. No había quitado todavía la mano del tirador de la puerta, cuando él ya estaba abriendo una botella de tinto. No era un borracho. Le gustaba beber un poco durante una conversación. Aquel día trabamos una amistad que duró hasta la muerte. Por desgracia, fue breve. La muerte estaba ya detrás de la puerta. La gente buena y honesta hace amigos con facilidad y está alegre siempre que eso sea al menos un poco posible.

Miro la capa desabrochada de Jaroslav Vrchlicky y los recuerdos no me dejan levantarme del banco.

Cuando de niño acompañaba a mi madre a Olsan, a visitar las tumbas de los familiares, y me aburría junto a alguna tumba, mi madre me decía que rezase. Y yo hacía como que estaba rezando. Hoy me gustaría rezar de veras y sinceramente, pero no sé hacerlo. He olvidado las palabras. El breviario de mi madre, sobre cuyas tapas había una imagen de la Virgen María con el corazón atravesado por siete espadas, se lo llevó de casa mi hermana; y no tengo otro.

¡Si por lo menos tuviese aquellos misales de Miletín! Pero ni siquiera este devocionario se fabrica ahora en Miletín.

85. La porcelana de Meissen

Ocurrió en el año cincuenta. ¿O quizá más tarde? De veras, ya no puedo decirlo. Me estaba tratando en Marienbad y disfrutaba del hermoso paseo de septiembre hasta la columnata, donde, despreocupado, me tomaba una copa tras ocra de agua de Rudolf.

¿Despreocupado? No del todo. Las preocupaciones van detrás de nosotros hasta cuando creemos que somos felices. La orquesta terminaba de tocar El postillón de Lonjumeau, cuando decidí tomar un café y entré en Alexandria. Es una simpática pastelería situada justo debajo de la columnata. Y, mientras que en la columnata se intercambian miradas y sonrisas desde lejos, en Alexandria los ojos se miran de cerca e incluso por encima de una misma mesa.

Ya desde la puerta vi allí a Ivan Olbracht. Yo sabía que tenía una casa en la montaña, en alguna parte, detrás de Kladska, pero no lo había encontrado nunca en el balneario. Estaba sentado con un hombre vestido de verde al que yo no conocía. Comencé a buscar una mesa vacía, pero antes de que me sentara, Olbracht me llamó. Desde que se separó de Helena Malífova y desde que ella murió, su trato era todo menos caluroso. Y no sólo conmigo. Su acompañante se iba. Era un ingeniero forestal que había traído a Olbracht y le prometía que le devolvería a casa.

Llevábamos mucho tiempo sin vernos, y Olbracht me preguntó sobre eso y aquello. Había oído hablar de mi enfermedad. Cuando yo me interesé por sus cosas, y le pregunté si se estaba tratando en Marienbad, sólo movió la mano con indiferencia. Luego, mientras charlábamos, en la mesa de al lado, junto a Olbracht se sentó una mujer joven, de una belleza llamativa y nada checa. Tenía el pelo negro y sus expresivos ojos eran también oscuros. Hacía tiempo que yo había visto a mujeres como ella en la antigua Rusia de los Cárpatos, a veces en Uzgorod, pero más aún en Mukachov. Me recordó a la protagonista de un hermoso y conocido relato de Olbracht. Me incliné hacia él. Hana Karadzicova ha venido aquí, ¡mírala! Y Olbracht volvió la cabeza con discreción.

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