Литмир - Электронная Библиотека

Cuarta parte. EL FIRMAMENTO LLENO DE CUERVOS

INTRODUCCIÓN

Desde mi amplia ventana de Bfevnov, allí mismo donde terminaba mi pequeño huerto, veía yo el verdor de los brotes del campo desde el otoño hasta el verano siguiente. Detrás del campo había unas canteras abandonadas que en verano se llenaban de esbeltos tallos de perejil. Más allá de las canteras, la carretera bajaba a un valle, luego había otro campo y, después, un bosquecillo pedregoso. Cuando en marzo abría la ventana de par en par y acercaba mi silla, podía escuchar las alondras como desde un palco del Teatro Nacional.

Hace tiempo que el espacio que había delante de mi ventana está tapado. Algún tiempo atrás, los brotes se cambiaron en las alambradas que cercan las casas y las villas. Las perdices y los faisanes que antaño entraban en nuestros huertos, ya no se dejan ver ni en invierno, y las liebres que a menudo correteaban entre nuestros pies, han huido más lejos. Sólo los cuervos han permanecido fieles a nosotros y parece que, a cada nuevo año, su número aumenta. Llegan siempre a finales de octubre, cuando ya es casi seguro que no hará un solo día bueno. Se reúnen en bandadas, llenan el aire con sus gritos ominosos y les gusta posarse sobre las débiles ramas de los abedules, que bajo su peso se inclinan hondamente.

Una vez, en otoño, enterré en el abono una liebre destrozada y ya maloliente. La desenterraron en seguida y a partir de entonces prestan una especial atención a nuestro huerto. Desasosegados y estrepitosos, vuelan arriba y abajo. Y tengo la sensación de que debajo de nuestras ventanas están montando un catafalco.

A partir de su mitad, el otoño suele ser aún más triste. Cada uno de nosotros se detiene a pensar un momento y mira perplejo a su alrededor.

El espacio de vida que hemos atravesado se llena entonces de rostros amables y amados, que nuestros ojos buscan allí mientras los invocan en el alma.

Entre miles de ellos he descubierto un rostro olvidado y estoy evocando un conocimiento. Desde mis años estudiantiles yo encontraba en la actual Avenida Nacional a un caballero de edad, con un bastón y un aplastado sombrero negro. Yo le saludaba cortésmente. Él me sonreía y, con un gesto amistoso, se llevaba la mano al sombrero. Era Ignát Herrmann. Al cabo de muchos años, al final de los veinte, me paró y, por lo visto movido por la curiosidad, me preguntó quién era. Así, sin más, nos conocimos.

– Joven -me dijo Herrmann-, de mi generación ya no me queda nadie en el mundo. Todos han muerto y estoy completamente solo.

En torno a nosotros retumbaba la Avenida Nacional, llena de gente que pasaba de prisa o estaba parada, y yo me negaba a dar crédito a sus palabras. Si aquí mismo había una multitud de los que le conocían y le leían. No, él no estaba abandonado.

Un otoño, a principios de los veinte, publicamos una antología de nuestro grupo Devétsil. Herrmann me lo recordó con una leve sonrisa. Ya no puedo decir para qué destacamos especialmente aquel otoño también en la portada. El libro levantó entonces una polvareda. ¿Cuántos quedamos de los que entonces nos habíamos reunido en torno a aquel libro y cuyos nombres venían mencionados en una de sus últimas páginas? ¡Sólo dos o tres! Y yo soy el único que todavía grita por lo bajo «¡Hurra!» y moja la pluma en el tintero. Todos los demás han muerto. Miro atrás buscando sus rostros. Los encuentro, pero en seguida se confunden en el gris de mi mala memoria.

Abro aquella lectura antigua y siento tristeza. El perfume de los recuerdos me ahoga. El amargo aliento de las viejas caricias se ha enfriado hace mucho. ¡Cuántos nombres había! Ivan Goll, Foujita, Georg Grosz, Zadkin, Kisling, Archipenko… Pronuncio nombres que hoy ya no me dicen tanto. ¡Y estoy pensando en otros!

¡Qué felicidad habría sido la mía, si hubiese podido estrechar la mano de Vancura! ¡Qué no daría por poder fumar una pipa en Slávie con Teige! Si, por casualidad, yo no tuviese una pipa, me la prestaría gustoso. Siempre tenía los bolsillos llenos de ellas y las iba cambiando. ¡Cuánto me gustaría tomar en Suter una botella de vino con Vítézslav Nezval! En este momento no puedo pasar por alto los días en que nos recitaba temperamentalmente «El asombroso mago» que justamente acababa de ser publicado por primera vez en aquella antología nuestra. Fui yo mismo quien lo llevó a la imprenta y hasta hoy vuelven a mí, como por ensalmo, sus maravillosos primeros versos:

Sueñas con una cultura nueva y yo te canto otra vez, llena de

reverberos, fuente con la tigresa…

Vuelvo las páginas amarillentas, y tampoco puedo dejar de recordar las últimas líneas del artículo programático de Karel Teige que cierra la antología:

La belleza del nuevo arte es de este mundo. La misión del arte es la de crear bellezas análogas y cantar, con imágenes arrebatadoras y con insospechados ritmos poéticos, toda la belleza del mundo.

También en el libro las cinco últimas palabras vienen resaltadas con mayúsculas y encerradas entre dos manos impresas, con los índices extendidos. Nos gustaba mucho aquel signo, e incluso lo insertamos en algunos poemas.

Desde la publicación de la antología de Devétsil han pasado mucho más de cincuenta años. Está haciendo un melancólico día de octubre. He estado de nuevo en la Ave nida Nacional. La vida fluía alrededor de mí con tanta prisa que la mirada no conseguía seguirla. Pero me ha parecido que estoy solo en el mundo.

72. El camino a Nelahozeves

A aquella diminuta y pobre planta, perdida entre otras vistosamente teñidas de un rojo llamativo, la llamábamos ortiga. La cogíamos en los prados de Kralupy, la secábamos y, en otoño y primavera, cuando padecíamos de tos, bebíamos una tisana de ella.

No era la ortiga roja. La flor no tiene ese nombre. Sólo hace poco me he enterado de su nombre verdadero, mientras estaba ingresado en el hospital de Motol, cuando hojeé el libro que me había prestado una de las enfermeras. Era la Botánica de Jaroslav Petrbok, ilustrada con un esmero enternecedor por Svolinsky. Así me enteré por fin, al cabo de casi setenta años, de que la flor que cogíamos se llamaba correctamente «ozanka kalamandra», y en las páginas siguientes conocí a su pariente próxima, la también pobre y parecida a ella «marulka pringamoza».

¡Dios mío, qué hermosos nombres ha inventado nuestro pueblo para dos flores completamente vulgares!

¡Ozanka kalamandra y marulka pringamoza! Pronunciaba esos dos nombres como si acariciara su sonido, que mi aliento deslizaba por mi paladar y por mi lengua, y no llegaba a saciarme de su cadencia. Sólo por poder pronunciarlos una vez más juntos, confundí sus nombres: marulka kalamandra y ozanka pringamoza. Ay no, ozanka kalamandra y marulka pringamoza. ¡Qué bien sabe hechizar el checo y lo que logra hacer con una palabra extraña y difícil de pronunciar!

Hacia la noche, al igual que en las horas de la mañana, en una clínica hay más animación. Las enfermeras tienen prisa por llegar de su trabajo a casa, y las que vienen a reemplazarlas por la noche deben dispensar sus cuidados a los pacientes. Reparten las medicinas para la noche, instan a los enfermos para que se duerman, sacuden sus almohadas. Y, ya cansadas, continúan su trajín en torno a los pacientes.

– Enfermera, usted no deja de sonreír. ¡Es usted la mejor de todas!

– ¡Todas seríamos buenas y sonrientes si tuviésemos tiempo para eso!

Habían pasado casi setenta largos años, reflexionaba yo, con la cabeza apoyada en la dura almohada. Dos grandes guerras. Me habían operado varias veces. Una de las intervenciones fue grave. Diez veces estuve internado en la clínica, conocí muchos amores, odios y rencores, amistades y enemistades y la undécima vez que tuve que ingresar en una clínica me enteré por fin de cómo se llamaba exactamente aquella flor de mi infancia.

Ahora estoy aquí tumbado, demasiado viejo ya para hacer grandes proyectos para el futuro, pero no tan viejo todavía como para acariciar al menos algunas esperanzas, mi pobre, mi seductora ozanka kalamandra.

– ¿Estás aquí? -me preguntó la enfermera de guardia que, entornando la puerta, se asomó a mi cuarto-. Tengo que ponerle una inyección.

Pero yo no estaba allí. Estaba sentado en un campo agostado y caluroso, encima del camino, largo y estrecho, de Nelahozeves. Alrededor de mí había muchas flores. Y aquel río, hermoso y perfumado, fluía lenta y silenciosamente junto a todos mis sentimientos jóvenes e impetuosos.

73. La casa Halánek

Jugábamos al molino en la escalinata de la iglesia de San Procopio, de donde nos echaba un irascible sacristán que llevaba un ridículo gorro negro. También nos expulsaba de los rincones de fuera del templo, donde teníamos la necesaria tranquilidad para hacer quesitos. Allí nadie nos los pisaba. Correteábamos por los desvanes y los sótanos hasta que sobre las puertas colgaron los candados. Y nos gustaba sentarnos en los bordillos de las aceras, delante de las tabernas y de las tiendas donde vendían vino a granel. Las primeras nos atraían con la armoniosa belleza de sus canciones; y las orras, porque podíamos mirar a los beodos. Aquellas tiendas, o tascas, estaban llenas desde las primeras horas de la mañana y sus clientes se sucedían rápidamente. Allí estallaba a cada momento una discusión estrepitosa y nosotros, curiosos, aguzábamos los oídos. íbamos a los sótanos de aquellas casas para sorber el aroma del vino guardado en pequeños toneles. En uno de aquellos edificios vivía un compañero mío del colegio. Iba a verlo y juntos, desde la galería, respirábamos el prohibido y picante aroma. Olía no sólo el sótano, sino también el patio y toda la casa.

A veces, cuando la tienda estaba abarrotada de gente y nadie nos hacía caso, nos asomábamos con curiosidad a su interior y leíamos los nombres de las grandes botellas que había en los estantes.

El Magadot era siniestramente oscuro, diablo verde como el tapete verde de la mesa de billar, igual que otro aguardiente que en nuestro país sustituía al entonces inasequible ajenjo. El aguardiente de centeno, el de cebada y el de comino eran casi incoloros. El de ciruelas y el de enebro, tenuemente dorados. La Griotka era roja como la pulsera de granates de mi madre. La Svétluska era de un verde claro. Una vez, en Zizkov, se intoxicaron con ese licor ocho hombres. Según parece, se elaboraba con alcohol metílico.

En la tienda no había ni mesas ni sillas. Los clientes estaban de pie delante del mostrador o apoyaban sus espaldas contra las paredes pintadas de un gris sucio. De tarde en tarde un estruendoso grupo de hombres sacaba a la calle a un borracho hecho una cuba. Una vez en la calle, el hombre se iba dando traspiés, arrimándose a las casas. Algunas veces, llegaba al final el coche de la policía para llevar bajo su protección al desgraciado que ya no podía andar con su propio pie. Era un espectáculo emocionante, alrededor del cual, además de nosotros, se coagregaban muchos otros transeúntes.

82
{"b":"94017","o":1}