Yo, entonces, ya conocía Sobotka y me sabía casi de memoria muchos versos de Srámek dedicados a aquella tierra. Había publicado ya mis primeros libros y deseaba conocer al poeta. ¡Me imaginaba con derecho a conseguirlo, y con un derecho irrefutable! Qué derecho sería aquél, ¡era lo de menos! Recuerdo vivamente el momento en que St. K. Neumann abrió un abultado sobre que contenía unos nuevos poemas de Srámek. El autor los enviaba a Cerven. Recuerdo muy bien que eran «Romance», «Codeso» y «El imprudente». Más tarde Srámek los incluyó en la edición ampliada de La esclusa. Cuando Neumann los leyó -hay que decir que toda la redacción de Cerven le cabía en la cartera que llevaba consigo- vi encenderse en sus ojos primero una expresión de satisfacción, luego una sonrisa leve y, al final, una alegría radiante.
– Lee esto -me dijo-. Son los poemas más hermosos que se han escrito durante los últimos años en nuestro país.
Frana Srámek pasaba la mayor parte de su tiempo en Praga, y vivía cerca, al otro lado de la colina. Pero yo quería encontrarlo en su maravilloso mundo, en casa de su madre, en Sobotka.
Pero antes de que me decidiera a escribir a Srámek, Karel Capek telefoneó a Hora para que fuésemos a verlo, pues también Srámek iba a ir. Fuimos allá felices. Hora tampoco le conocía hasta entonces. Pero Srámek no apareció, como ya había ocurrido otras veces. «Es de los tímidos -observó Capek-, pero en otros aspectos es una bellísima persona. Debéis conocerlo sin falta. Tened paciencia.»
Luego le escribió a Srámek una carta diciendo que me gustaría ir a verlo a Sobotka, pues viajaba a Jicín con frecuencia. Me contestó que viniese, que estaría allí todo el mes de julio y que le gustaría.
Salí de Praga para Sobotka casi a mediados del mes. Desde la estación fui directamente a la plaza. Caminaba sin acobardarme. Le llevaba un saludo y un mensaje de Neumann.
Pero en su casa me dijeron que «el señor poeta» se había marchado dos días antes. Su mujer había caído enferma en Praga. No importaba, volvería otra vez.
Ladislav Stehlík, en el libro El checo, instrumento del poeta, cuenta que llamé a la puerta de Srámek a primera hora de la mañana y que el poeta se estaba afeitando. Tenía que esperar un poco, pero yo, según dice, no esperé. No es cierto. Es una pequeña mentira. En todo caso, tuve que perdonársela a Stehlík en seguida, ya que en aquella relación citaba también un veredicto lisonjero de Srámek acerca de mis poemas y de mí. Así que me callo. Pero, claro está, yo habría esperado a Srámek en Sobotka hasta la noche.
La tercera vez que intenté ir a verlo, fue mientras yo veraneaba en Jicín.
¿Va a llover?
¡Qué va! Sólo por la noche ha llovido un poco y huele a lluvia de verano. La tierra está como recién lavada, es toda rosas, toda brillo, toda sonrisas. Fui.
Desde Jicin es un paseo agradable. Se pasa junto a dos embalses, a la izquierda queda el pueblo de Velis, donde Jaroslav Jezek tocaba el órgano, y de pronto se nos aparece Trosky, que nos sigue un rato en nuestro camino.
Hace más de cien años, en 1855, chapoteaba por aquel camino el joven Antal Stasek, en aquel entonces Antonin Zemann, alumno de segundo año del gimnasio de Jicín. Sorm, su compañero, mayor que él, le acompañaba a Sobotka. En alguna parte, por detrás de Jicín, encontraron a un hombre viejo, de pelo gris. Se detuvo a hablar con ellos. Era Josef Kajetán Tyl. Al despedirse, estrechó las dos manos con cordialidad.
La mano que había estrechado Tyl, estrechó también la mía. Me di cuenta de repente, cuando Stasek murió, y me pregunté a mí mismo qué mensaje silente y, quizás, apenas barruntado, transmitían a través de mí las manos de los viejos poetas del siglo pasado a nuestros días y a quién se lo iba a entregar yo, en este país pequeño y no demasiado feliz.
A unos minutos de Sobotka está la aldea Samsina. Las guías turísticas indican que desde aquella aldea se abre una de las vistas más hermosas de Trosky.
¡Sí, es verdad! Conozco muchas vistas a aquellas ruinas, pero la que ofrece Samsina resulta especialmente hermosa de veras.
En realidad, ¿cómo puede una ruina ser tan bonita? Me quedé allí largo rato pensando hechizado en aquel símbolo pétreo de esta tierra, sin el cual es imposible imaginar siquiera estos campos.
Quizás ni se sabe qué aspecto tenía aquella fortaleza, pero lo cierto es que no fue tan llamativa como lo son sus ruinas, con dos columnas de basalto colocadas una al lado de la otra. La imagen de Trosky empieza a despuntar a partir del momento en que las manos saqueadoras de los soldados suecos destruyeron la fortaleza. Después de los suecos llegaron el viento, el agua, el frío y el tiempo, para que la devastación continuase consumando su obra. Estaba a punto de decir «su obra de destrucción»; pero no, aquello no fue precisamente una destrucción. Crearon un monumento pintoresco y fascinante. Hoy vigilamos cada piedra para que no resbale al precipicio entre las dos rocas, y hacemos todo lo posible para conservar las ruinas para el tiempo nuestro y para los tiempos venideros.
Su imagen, el dibujo de Zdenka Braunerova, fue introducida como viñeta en los libros de Paul Claudel. La gente del país la lleva en sus corazones.
Cuántas ruinas trágicas vimos al final de la Segunda Guerra Mundial. Por un lado, era la representación de la barbarie humana y de la destrucción; por otro, era la imagen de la impotencia y de la desesperación. Pero estas ruinas, cuyo nombre resaltamos con una T mayúscula, hace tiempo han recobrado una nueva integridad.
La ruina Trosky que amamos nos sonríe desde lejos.
Pero de nuevo había venido a Sobotka en vano. Aquella vez el poeta no había llegado aún. No importa, algún día le encontraré allí.
No lo conseguí hasta el año 1952, cuando tuve que empujar la cancela del cementerio de Sobotka.
Antes incluso de que fuese a Sobotka, Karel Novy me envió una de las viejas ediciones de Kobra del Mayo de Macha. Al abrir el libro, encontré en él una vieja carta de Srámek dirigida a mí. Seguramente fue Karel Novy quien metió la carta allí. Aunque era sólo un breve saludo, era cordialmente amistosa. Por lo visto, Srámek confió la carta a un recadero, y éste no la llevó a su destino. No recibí la carta. Novy la compró por pocas coronas a un anticuario.
El bajo sepulcro del poeta se encuentra junto al muro, bajo Humprecht, entre los árboles. ¡Ah, no sabéis que el rumor de estos árboles es como el son de las arpas! Sobre la pequeña torre de Humprecht la luna brilla como un cuerno de oro en los labios de las brisas, vientos y huracanes, por eso, sobre el sepulcro del poeta, jamás reina el muerto silencio de los cementerios.
Al salir del cementerio, con la cabeza llena de versos de Srámek, me pregunté adonde dirigirme para que las poesías tardasen más tiempo en desvanecerse de mi mente. Decidí pasar por los lugares que el poeta había amado. Al cabo de un rato resonó sobre mi cabeza el rumor del tilo de Semtín y en seguida me encontré frente al sombrío Kostí. Ya no volví al camino. Bajé a la fortaleza y desde allí caminé por el maravilloso valle, en el que todo es tierno y hermoso como su propio nombre, Plakánek (Plañidero). Me alegraba por adelantado de ver la Roubenka del poeta, un pequeño manantial en la roca. Pero ya desde lejos vi que, aunque desde la muerte del poeta había transcurrido tanto tiempo y tantos días, el manantial seguía teniendo los ojos llenos de lágrimas.