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Contó la visita de Vrchlicky a su natal Chroustovice, donde su padre se encontró con el poeta en el jardín que cuidaba. Luego, su propio primer encuentro en Hradec Krá-love. Vio allí al poeta por primera vez, cuando Vrchlicky recitaba sus poemas en una velada. Y, finalmente, cómo le habló por primera vez, cuando de estudiante asistía a sus conferencias. Relató cómo Vrchlicky le pidió que escribiese el texto de Los tres mosqueteros, que él iría dictando mientras traducía. Fue así como conoció a su familia y fue testigo de sus alegrías y pesares. Era amigo de todos ellos, especialmente de la señora Vrchlická, y pudo observar con tristeza la penosa desunión de su familia. Habló efusivamente de aquellos dolorosos acontecimientos. Pese a todo su amor y su inconmensurable respeto por el poeta, criticaba a la señora Vrchlická, contra la cual se volvió con cierta frecuencia la opinión de los amigos y de la sociedad, cuando los lamentables episodios llegaron a ser del dominio público.

Jakub Seifert, un lejano familiar mío, según afirmaba Prazák, fue el culpable de aquella desunión. Una vez, cuando este actor, especialmente querido por el público de Praga, se vanagloriaba en el camerino del teatro de su triunfo amoroso, Eduard Vojan se le enfrentó, indignado y severo.

Luego, lo recuerdo vivamente, Prazák nos describió con una delicadeza excepcional el episodio amoroso entre Vrchlicky y la señora Bezdíckova. Esta atractiva dama que recordaba ciertamente a la protagonista de Bel ami de Maupassant, rechazó invariablemente el afecto de Vrchlicky. Obedecía a su confesor exactamente igual que lo hacía la parisiense señora Walter. Desde luego, el proceder del señor Duroy fue mucho más violento del que pudo y llegó a seguir Vrchlicky. Al final, la señora Vrchlická tomó cartas en el asunto. Con discreción y, al parecer, con una verdadera sutileza, emprendió la delicada tarea de situar a la señora Bezdíckova en favor del amor. Por lo demás, Las flores de Perdita, el libro de poemas dedicado a Bezdíckova, habla de aquello con suficiente claridad.

Prazák supo encontrar palabras apropiadas y, al mismo tiempo, expresivas y suaves, para contar todas aquellas aventuras. ¡Escucharle era un placer! En su relato no había ni sombra de lo que se hubiera podido esperar.

Cuando el tren se acercó a Praga y nos levantamos de nuestros asientos, hablé a Prazák de escribir aquellos recuerdos. No había duda de que Druzstevnípráce los publicaría con mucho gusto.

Prazák me lo prometió y no me lo prometió. Pero su insegura promesa me dio derecho a recordárselo una y otra vez. Ningún otro sería más indicado. Sería una verdadera pena si no era él quien lo escribía. De los que sabían algo de aquello, ya quedaban muy pocos. Pero él se disculpaba diciendo que no se atrevía a escribir sobre un tema tan íntimo y que tenía que pensarlo.

Durante los meses angustiosos, si no desesperantes, de la guerra, comenzó a escribir y terminó el libro. Como Karel Capek, que en los días de la primera guerra buscaba refugio en las traducciones de los poetas franceses, Prazák se volvió hacia el pasado, hacia aquel checo excepcional al que tanto había querido.

Al lado de Vrchlicky es un libro hermoso. Uno de los libros más cautivadores de Prazák y uno de los mejores que se han escrito sobre Vrchlicky.

Fue publicado por Druzstevnt práce en diciembre de 1945 y obtuvo un considerable éxito entre los lectores. Con entera modestia, me atribuyo un cierto mérito en la aparición de aquel libro.

¿Y si volviese una vez más a aquellos breves minutos pasados en la taberna de Zernoseky?

Una jovencita nada repugnante, con un mandil rojo y verde, no sólo nos sirvió el famoso lucio al aceite de anchoas, sino también un vino blanco excelente, o será mejor decir simplemente que exquisito.

El profesor Prazák se lo agradeció con una galante reverencia. La chica se sonrojó intensamente y se puso aún más guapa. ¡Ojalá no se convirtiera después en una nazi!

Mi amigo Frantisek Cebis decía del vino de Zernoseky que tenía el bouquet más delicioso de todos los vinos de nuestra tierra.

¡Y Cebis entendía de eso!

87. LA DANZA MACABRA DE SMICHOV

Los hombres saben manejar muchas cosas; bueno, digamos que todas. Dominan mecanismos complicados y se inclinan sobre un equipo cibernético con menos perplejidad que una mecanógrafa sobre su máquina de escribir. Pero cuando se acercan a una mujer, suele suceder que no entienden nada. Ya lo sé, me vais a decir que una mujer no es una máquina. Desde luego que no, pero ¡aun así! Hay hombres que calculan con esplendor las desviaciones que se producen en los trayectos de las estrellas invisibles e imperceptibles, pero no alcanzan a entender a las mujeres que se cruzan en sus propias rutas orbitales a diario. Aquello que es tan propio y singular en los actos y gestos de las mujeres, sencillamente se les escapa.

¡Lo mismo les ocurre a los escritores! Sobre las páginas de sus libros hablan convincentemente del alma de la mujer y saben interpretar su psicología; pero sus propios matrimonios fracasan penosamente por su culpa. Y se trata de escritores famosos y respetables. Los que pasean por los jardines de la filosofía, pueden pasarlo peor que nadie.

Como si el atractivo misterio de la mujer fuese realmente un misterio. ¿Acaso lo es de verdad?

Quiero contar la muerte de Karel Teige y, del modo menos apropiado, empiezo casi por el final. Hace falta que lo cuente todo desde el principio mismo. El propio difunto así lo desearía.

Cuando Teige y yo decidimos ver por primera vez París, él me persuadió para que me encargase un buen traje nuevo para el viaje. Para que representásemos bien a esta tierra, aunque nadie nos lo había pedido; pero también, para que representásemos hasta cierto punto a nuestro arte moderno, y eso lo deseábamos nosotros mismos. Para andar por Praga, nos vestíamos de cualquier manera.

Teige conocía a un sastre de la Avenida Nacional, al señor Turek, que tenía su taller encima del antiguo café Unionka. No era un sastre cualquiera ni, mucho menos, barato. Yo tenía poco dinero y vacilé algo antes de que al final le dejara llevarme allí. El señor Turek nos escogió una tela inglesa gris que él llamaba «sal y pimienta» y en seguida tuvo los trajes hechos. Catorce días más tarde ya paseábamos con ellos puestos y con unos sombreros «cariñosamente ladeados» como decía Milena Jesenská, una comentarista de modas de entonces, por los bulevares.

La Torre Eiffel, que antes habíamos invocado con tanta devoción, nos contemplaba indiferente.

París es hermoso, incluso cuando llueve. Sin hablar ya de cuando hace buen tiempo. Era un perfumado día estival y teníamos una cita con el pintor Sima. Estábamos buscando el 14 rué Ségnier, cuando, delante de nosotros, bajó de un coche una bella joven. ¡Y, por supuesto, elegante! Parecía haber salido de una novela de Colette. El velo no ocultaba sus ojos y en su muñeca tintineaba una reluciente pulsera de oro. Revoloteó junto a nosotros envuelta en nubes de perfume y nosotros, hechizados, nos detuvimos y nos miramos.

– Siento no tener tiempo -dijo de repente Teige-. ¡Ya me ocuparía de ella!

Me quedé bastante sorprendido, pero Teige lo había dicho con tanta firmeza que me callé. Por lo demás, no hablábamos nunca de esas cosas.

Ahora, cincuenta años más tarde, reconozco que mi extrañeza fue gratuita. ¡Teige tenía razón! Un hombre es un hombre, y siempre ha de apuntar por encima de sus posibilidades. Además, sólo así es como surgen los amores desgraciados, maravillosos y apasionantes, esos que los lectores leen con tanto gusto.

¡Adiós, París! ¡Ya no volverás nunca a ser tan bello!

Cuando regresamos a Praga, teníamos veinticinco años y las ojos llenos de inspiración. ¡Y de deseos! Es una lástima que entonces casi no nos diéramos cuenta de la presencia de nuestra felicidad. Qué pena que uno se entere de ello sólo cuando ya ha pasado.

Devetsil había crecido y seguían llegando nuevos miembros. Por eso fue mayor nuestra extrañeza cuando Teige comenzó a faltar a las reuniones del Slávie. Sólo acudía de tarde en tarde y nunca sabíamos dónde encontrarlo. Ya no nos llamaba por la noche a los bares donde los saxofones nos invitaban al baile con tanta persuasión y las danzantes nos tendían sus brazos.

Toyen -a la que llamábamos todavía Manka- le dijo a Teige directamente:

– Te ha dado fuerte, ¿eh?

Y Teige, bastante atónito, asintió. Desde joven, Teige había predicado el derecho al amor libre. El matrimonio era un prejuicio burgués.

Por aquellas fechas vimos cierto día en la calle a Nezval, que llevaba una tabla de planchar a su casa. Al parecer, no le habían dejado subir al tranvía. La sostenía como una guitarra y tenía un aspecto bastante cómico. Toyen se echó a reír y Teige se puso exageradamente irónico. Nezval, todo rojo, estaba desesperado.

Luego la vida se fue arrastrando y corriendo, tronando y enmudeciendo. Cada día nos moríamos un poco, como aconsejaba Tristan Tzara, pero nadie pensaba en el tiempo. Publicábamos un libro tras otro y ya teníamos los bolsillos llenos de versos. Queríamos «aterrar a los burgueses»; pero, por lo que parecía, los aterrábamos muy apaciblemente. No nos tenían miedo alguno.

En 1929 puse mi firma bajo un manifiesto de siete escritores. Yo era el más joven de los siete. Mi amigo Teige, Nezval, Halas, Pisa y otros autores publicaron un antimanifiesto y yo, por iniciativa de Julius Fucík, fui excluido de Devetsil.

Pero no me dolió mucho. Devetsil iba terminando poco a poco su misión creativa en la vida cultural checa y el final de su historia, hermosa y rica, estaba ya próximo.

Sus miembros empezaban a prescindir de la joven agrupación que les había ayudado en su trabajo. Varios de los objetivos de la generación de vanguardia estaban superados y todos nosotros estábamos ya lo suficientemente preparados para decidirnos a elegir cada cual el propio camino sin sentirse atado por las reglas de juego compartidas que habíamos inventado para Devétsil y que Teige observaba escrupulosamente.

Luego, directa o indirectamente, nuestras damas empezaron a atentar contra la regularidad de las reuniones y, cuanto más pasaba el tiempo, más sillas quedaban vacías alrededor de la mesa.

Pero eso lo sabéis muy bien. Las mujeres, si se lo proponen, consiguen desordenar imperios enteros. Y mucho más fácilmente, una agrupación artística. Pero no fueron las mujeres las que desmoronaron la hermosa amistad de una asociación joven. ¡No fueron las mujeres!

Nezval cuenta en sus memorias cómo cada tarde, al despedirme de mi novia, me apresuraba a llegar al lugar en donde pensaba encontrar a mis amigos. Sí, tenía razón; era así. Pero al que yo buscaba en especial era a Teige, al que siempre tenía que contarle algo. Era un consejero y un amigo incansable y eficiente.

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