Su voz resonaba en la noche. Se llevó la mano de ella a los labios y la mantuvo allí.
Pero Edith la retiró con suavidad, se incorporó a su vez y le tomó la cabeza entre sus palmas para besarle los labios.
– Me siento honrada. Mientras viva, me siento honrada. Jamás lo olvidaré… ¡jamás, jamás!
… Se hallaba de nuevo en casa. Edwin y ella se habían separado con más facilidad. Aquello que poseían era en cierto modo eterno. Toda impaciencia había desaparecido. Una profunda unidad existía entre ellos, mantenida por la corriente de sus cartas.
– Te escribiré cuando se me ocurra -le había dicho Edwin en el último momento-, pero no te sientas obligada a contestar. Me hace bien transcribir mis pensamientos, cristalizarlos en mis cartas hacia ti. Siento que una vez que te los he dado se vuelven permanentes. Si algo me ocurre, si una mañana no despierto, siempre tendrás contigo al hombre esencial. Puedes hacer de mí lo que quieras.
Con aquellas palabras inició una correspondencia, cartas que llegaban casi a diario. Sin intentar responderlas, ella las recibía, las absorbía, y cuando sentía necesidad de comunicación escribía a cualquier hora del día o de la noche sobre aquello que ocupaba su mente en ese instante, tanto si era relevante como si no. Él le escribió:
«Me quedo atónito al darme cuenta de que cuanto más medito en la muerte más me sostiene una nueva confianza en la persistencia de la vida en el más allá. Puede que no sea más que mi deseo de que así suceda, pero creo que no. O puede que, infiltrado como estoy de amor (gracias a ti, querida mía), creo que la muerte final es irracional, por ende moralmente errónea, por tanto imposible. Afirmo la imposibilidad por una nueva fe en la inmortalidad. Y no es por mí por quien hago tal afirmación. Es por ti, a quien tomo como a la perfección, por lo que insisto en que es moralmente erróneo que la criatura de la perfección concluya en mero polvo. No es posible que todo el ser dependa así de una manifestación temporal, es decir, del marco humano, compuesto de agua y un puñado de elementos químicos. La capacidad de amar tiene que tener un significado, con toda seguridad tiene que contener una promesa. Sin amor es fácil creer que la muerte sea final, pero con él… ¡imposible! El mismo deseo de creerlo sugiere persistencia.»
A lo cual ella contestó:
«La primavera ha llegado. Los viejos arces, que ya de niña me parecían viejos como la eternidad, están revestidos de verde tierno. La casa está enriquecida de rosas tempranas. El jardinero se especializa en ciertas flores y las rosas son parte de ellas. En medio de todo este color y gloria, tu carta es como música, o mejor aún, una voz, que pone en palabras la promesa de la primavera inmortal. Aunque intervenga el invierno, la vida comienza de nuevo en primavera. En cuanto a mí, permanezco ociosa, limitándome a disfrutar, sin pensar en mucho, demasiado perezosa hasta para visitar a mis amistades. Ellas me visitan. Las tolero con afecto, pero sin entusiasmo. Me siento feliz conmigo misma.»
Pero aquello no era del todo cierto, se dio cuenta mientras cerraba el sobre. En medio de su ordenada vida de cada día, se sentía consciente de una inquietud secreta, de una duda que no quería profundizar: El aire era aún fresco. Ningún viento, ninguna tormenta alteraban el aire dorado. Jamás había parecido la casa más cómoda, los jardines tan acogedores, con los suaves céspedes bien cortados de su primer verdor, los arbustos podados, los árboles con hojas y capullos. Y sin embargo, en medio de todo aquello a cuanto estaba habituada, esperaba algo más y, más todavía, se daba cuenta de su espera.
Había recibido una breve nota de Jared Barnow dándole las gracias por haberle dejado estar en la casa de Vermont. No le había contestado. ¿Para qué? Una hospitalidad casual, una breve nota de gratitud, una invitación dada sin importancia, una semipromesa de aceptación… aquello era todo, y no era más que una telaraña.
Tenía que comprenderse pues a si misma. La soledad era inevitable y no podía mitigarse con cualquiera que pasara. Tenía que mantenerse ocupada, primero con la casa. Ahora era sólo suya. Podía cambiarla, mejorarla, renovarla. Después de todo, una casa debería cambiar con las generaciones cambiantes, transformarse en el marco de una nueva personalidad.
¿Nueva personalidad? ¡Ella misma… no otra! Ahora podría ser una persona distinta, alguien a quien no había conocido, menos tímida, menos reservada, más preocupada por su aspecto, por su mente… en resumen, por crecer. A su manera, Arnold había sido un retiro. Al cobijo de su edad superior, de su éxito como famoso abogado, no había sentido más estímulo que el de ser como él quería que fuera, su esposa, la madre de hijos inteligentes y relativamente razonables, anfitriona encantadora, una figura correcta a la manera convencional en la sociedad convencional y correcta de una ciudad antigua y conservadora. Ella misma no había sentido grandes deseos de ser otra cosa, pues Arnold no le había frenado, No se había dado cuenta de tener una ambición incumplida y en conjunto había disfrutado con su estado de ser. Sabía que, a su manera, Arnold la había amado más que ella a él, pero le había amado, sin echar nada en falta, y suponía que la relación entre ambos había sido la corriente entre personas en las mismas circunstancias vitales.
Pero ahora se le ocurría que podía ser una persona totalmente distinta y la curiosidad le iba invadiendo. ¿Suponiendo que llegara a convertirse en alguien totalmente nueva? ¿Suponiendo que empezara a hacer cuanto de verdad quería hacer, decir lo que deseaba decir, ir donde anhelaba ir? Todavía no era capaz de definir tales ansias, pero es que estaba acostumbrada a ser como era. ¿Y si estudiara sus propios deseos tal y como iban apareciendo, se decía a sí misma, dejándoles rienda suelta? De pronto se le ocurrió que en realidad era una reprimida, aunque sin haber tenido conciencia de su represión. La casa, por ejemplo. Si no se le ocurría lo que quería, podía empezar por rechazar lo que no quería.
Recorrió lentamente las vastas habitaciones, mirando cada uno de los objetos, hasta que poco a poco se dio cuenta de que no quería nada. No era en absoluto la idea que ella tenía de una casa para sí. Abuelos y padres la habían levantado, la habían llenado de muebles de su época, valiosos, pesados, inamovibles. Los vendería, no, regalaría toda la casa, la llenaría de huérfanos o ancianos, personas sin hogar a las que cobijaría como le había cobijado a ella.
¿Cómo se libraba uno de un cobijo? ¿Dónde volver a edificar? ¿Y qué debería edificar, qué podría edificar cuando ni siquiera sabía quién era? ¡Ni quién quería ser! Para Edwin era la mujer a quien amaba y por la que, amando, prolongaba su vida. Para Jared Barnow no era nada, apenas una conocida. De pronto recordó su decisión. Haría lo que deseaba hacer… así había decidido. Pero tenía que hacerlo en seguida, antes de que la decisión se desvaneciera según el antiguo hábito protector. Tenía que hacerlo de inmediato. Rápida atravesó tras cuartos y en la antigua biblioteca en sombras se sentó ante el escritorio de caoba de su abuelo y escribió una breve nota.
Querido Jared Barnow:
Mi casa ya no me gusta. Me he cansado de ella. Quiero construir otra nueva. Pero ¿qué? Esta es una ocasión para inventar, ¿no?
Buscó hasta hallar su nota con la dirección. Echaría la carta cuando fuera a comer a casa de Amelia Darwent, al lado. Pero ya en el buzón, con la carta en la mano, cambió de idea. ¿Qué iba a pensar? Metió la carta en el bolso y lo cerró con firmeza.
– Pero ¿por qué construirte otra casa? -preguntó Amelia.
Ambas almorzaban solas en el comedor oval. Amelia, hija única, seguía viviendo en la gran morada que hacía esquina sobre un amplio terreno de la Main Line, en medio de veinte acres, que era lo que quedaba de tres mil acres, cedidos a sus antepasados en tiempos de William Pean como recompensa de favores ya olvidados. Amelia se sentaba delgada y tiesa al extremo ovalado de la mesa, con un atractivo peinado en su cabello plateado que tan bien le sentaba. Rose, la muchacha irlandesa, una Rose ya mayor y reseca les servía.
– Porque quiero librarme de viejos trastos.
– No puedes librarte de una herencia -persistía Amelia. Probó el caldo y miró a Rose con reproche-. ¡No está caliente!
– Si bien recuerda señora, no ha venido cuando he llamado -repuso la mujer con truculencia.
– Oh, bueno…
Amelia alzó la taza y tomó el consomé como si fuera café.
– ¿Qué más?
– Pollito asado, como me ha dicho, señora.
– Póngalo a punto en la mesa, sirva la ensalada y déjenos.
– Sí, señora.
A solas con Amelia, Edith desplegó el plano de una casa, un sitio todavía poco claro en su mente.
– He conocido a un joven…
– Ajá -exclamó Amelia triunfante-. ¡Ya me lo parecía! Pareces diez años más joven. No hay nada tan cosmético para una mujer como un joven, al menos así me han dicho.
– Amelia, eres repulsiva -repuso con severidad.
– Querida, ¿cuándo no hemos sido sinceras? Desde que has vuelto de Vermont has estado más bella que nunca.
– Amelia, ¿quieres callarte?
– ¡Pues no finjas, Edie!
Las dos mujeres se miraron por encima del cuenco de plata lleno de pequeñas rosas de invernadero. Los ojos negros de Amelia reían y Edith apartó su mirada azul.
– No sé por qué te tolero, Amelia Darwent.
– Porque sabes que jamás diré a nadie lo que tú me digas, Edith Chardman.
– No hay nada que decir. -Edith alargó la mano para acariciar una rosa-. No comprendo cómo es que tus rosas siempre son más lucidas que las mías.
– Abono orgánico. ¿Qué tiene que ver el joven con la casa?
– Nada -Edith se sirvió un pollito tomatero.
– Nada -repitió Amelia.
– Sólo que le he pedido sugerencias -se corrigió su amiga-. Pero eso no es nada.
– Entonces no hablemos de él. Hablemos de ti. ¡De ti sí que hay que hablar! Querida, ¿cómo vas a divertirte?
– Edificando la casa, por supuesto.
– Pero, ¿dónde?
– En alguna parte…, junto al mar.
Improvisaba al hablar. No había pensado en una casa junto al mar, pero en el momento de pronunciar las palabras supo que, naturalmente, era lo que había deseado durante años. Incluso se lo había mencionado una vez a Arnold hacía largo tiempo, pero él había rechazado la idea.