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– Ropa que se ajuste a la piel -ordenó-. Especial para días como hoy. Es como si no llevaras nada puesto. Como una segunda piel.

Cuando ella salió del probador cubierta con el apretado traje que la cubría del cuello a los tobillos, la examinó con ojo crítico. Pellizcó lo que le sobraba en la cintura.

– Una talla menor es lo que necesitas. Tienes la cintura de una niña.

La mandó adentro, ella se puso un nuevo traje y salió para la inspección.

– Perfecto. Ahora ropa de abrigo. ¡Hoy en día no se lleva ropa interior larga! Más bien uno se tapa con una especie de traje espacial… Y los esquíes, también son nuevos, núcleo de plástico y fibra de cristal, buenos para cualquier clase de nieve, hielo, grava, polvo. Botas, por favor, señorita -a la sorprendida dependienta-. De cuero por fuera, de espuma por dentro, y hebillas sencillas, aunque en mi opinión la bota perfecta aún no se ha conseguido. Tal vez un día se me ocurra algo.

Por fin estuvo lista y juntos subieron al teleférico. Había dejado de nevar pero el cielo tenía de nuevo color de plomo, aunque quizá no descargara hasta el atardecer. Esquiaron todo el día y ella se sintió infantilmente orgullosa de ver que aún retenía su habilidad. El la alababa, pero también criticaba.

– Tus movimientos no son perfectos… mira, tienes que hacer tres cosas a un tiempo, ¿ves? Plantar el bastón, impulso hacia arriba, alternar el esquí de delante, ¡Así! Pero mantén los esquíes en la nieve… ¡impulso hacia arriba muy leve!

Se lo demostró con una serie de hábiles giros y ella vio que era tan magnífico esquiando como en el piano. Todo el día estuvo enseñándola y ella se esforzó por perfeccionarse, haciendo que su cuerpo ágil respondiera a las nuevas exigencias.

– Tu transversal es un poco torpe. Olvídate de los hombros. Lo que tienes que cuidar es la cadera… Echa hacia atrás la cadera que va cuesta abajo y todo lo demás, el cuerpo, los hombros, todo… se prepararán automáticamente.

Practicó una y otra vez y hasta la puesta del sol no se dio cuenta de que estaba exhausta y aún entonces él fue quien lo reconoció primero.

– Te he dejado agotada, soy un estúpido perfeccionista. Esquías maravillosamente y lo que yo he insistido no son sino los toques finales.

– ¡Pero también yo soy perfeccionista, y me encanta! -protestó.

– ¡Buena compañera! -le echó el brazo sobre los hombros-. Vamos a casa a cenar ante una buena fogata.

Así lo hicieron; él asó las chuletas al fuego en tanto que ella aliñaba la ensalada en la gran ensaladera de teca birmana.

Comieron en silencio y luego él enchufó la música estereofónica que escucharon en silencio, hasta que el sueño pudo con ellos.

– Tengo que acostarme -musitó ella, entrecerrados los ojos.

– Y yo -confesó el otro.

Se levantaron, vacilaron un momento y por un adormilado instante ella imaginó que iba a besarla. Pero en lugar de ello el hombre se enderezó y se retiró.

– Buenas noches, dulce amiga.

Nada le contestó, y tampoco hubiera podido hacerlo, pues necesitaba todas sus fuerzas para dominarse a sí misma. No, no le invitaría al beso, pues no podía predecir a dónde conduciría y ahora no se atrevía a preguntar.

– Buenas noches -repuso, y todavía medio dormida cruzó la estancia y fue a su cuarto.

Durante la noche le despertó el chapoteo de la lluvia en el tejado. Así que era el fin de la nieve, y del esquí. Mañana él se habría ido y ella volverla a estar sola. Estar sola ahora le parecía intolerable. Se marcharía para volver a Filadelfia.

…Cuando acudió a desayunar seguía lloviendo. Jared ya había preparado todo, puesto la mesa donde esperaban el zumo de naranja, el jamón tostado y la tortilla haciéndose en la sartén.

– Los cielos se muestran crueles -saludó-, pero tal vez sea mejor. Tengo que volver al laboratorio. Iba a robar otro día, luchar contra mi conciencia, pero ya no lo necesito. ¿Estás cansada?

– Un poco… no, cansada no, con agujetas.

– Mejor así; que no tengamos tentación de subir de nuevo.

De nuevo comieron en silencio y ella se preguntó, con leve resentimiento, si él estaría en guardia. Después de todo, ella no le había besado. ¡Al contrario! Pero aquella mañana gris ambos se mostraban serios.

– ¿Vas a quedarte mucho más? -preguntó Jared cuando, acabado el desayuno, se dispuso a marchar.

– No. me iré, tal vez mañana. -Y todavía resentida añadió-. Seguramente primero iré a pasar unos días con un viejo amigo, Edwin Steadley.

– Bueno, adiós -dijo él sin inmutarse. Y luego, de manera que a ella le pareció poco amable, añadió-: Por supuesto, volveremos a vernos.

– ¿Por qué no?

– Según el curso de los acontecimientos humanos -decía Edwin-, no puedo ya vivir mucho más tiempo. No procedo de una familia longeva y, en asuntos de vida o muerte, la herencia cuenta. Ya he vivido más que mis padres. Mi madre murió con sesenta y cuatro años, tras de sobrevivir tres a mi padre. El tenla cinco años menos que ella. La relación entre ambos fue extraña. En algunos aspectos mi padre era para ella como un hijo.

– A mí no me gustaría una relación así -afirmó Edith decidida.

– Ah, eso es porque tú tienes un viejo amante. Yo casi podría ser tu abuelo. Pero la verdad es, amada mía, que los jóvenes no saben en verdad como amar a una mujer. El joven piensa ante todo en poseer a la mujer para si mismo… es decir, en impregnarla. A mi edad, el hombre sabe que tal cosa es imposible, por eso se eleva al puro amor de la mujer, sin pensar en sí mismo. La contempla con delicia, como yo a ti. Le da placer, en tanto que ella acepta su caricia, que ahora es hábil, pero en todo ello sólo piensa en la mujer. Querida mía, a la luz de la luna, que gracias a cierta magia celestial brilla en este instante sobre tu lecho, tu hermoso cuerpo parece una estatua de oro pálido. ¡Cuán afortunado soy de que me admitas así en tu estancia privada!

– No consigo comprender cómo ha podido suceder -repuso sonriente entre la nube de cabello claro suelto en la almohada.

– Porque tuve el valor de pedírtelo.

– Lo pediste muy confiado -rió-. No observo en ti la menor falta de valor. ¿Pero cómo es que yo lo tuve para aceptar y cómo es que no me parece extraño, y desde luego nada mal, que te encuentres aquí? Jamás he tenido un amante. Entonces, ¿por qué ahora?

– Necesidad de darlo todo y aceptarlo todo.

– Y ¿por qué no me siento nada tímida? -preguntó con auténtica sorpresa.

– Somos uno. Nuestras mentes fueron una primero y entonces resultó necesario que completásemos esa unidad.

– ¿Continuará?

– Hasta que sienta que la muerte se me acerca. Cuando suceda ese momento, te lo haré saber. No trates de consolarme o detenerme. Debo prepararme para ese paso solitario. Y necesitaré todas mis fuerzas. Por eso…

Hizo una pausa tan larga que, llena de ternura, ella le estrechó entre sus brazos.

– ¿Tienes miedo?

Pero él no iba a aceptar su compasión, ni siquiera una compasión tierna. Se soltó de sus brazos y se inclinó sobre ella, apartándole el largo cabello de la frente para mirarle a los ojos. Sobre la mesilla la llama de la vela se estremeció en la leve brisa de la ventana abierta, proyectando luces y sombras que jugueteaban en la cara de la mujer.

– No tengo miedo. Pero tengo algo que decirte y quiero decirlo ahora, mientras soy capaz de comunicar toda la verdad de lo que siento. ¿Quién sabe cómo será cuando se acerque el fin? Puede que me halle agotado por el dolor. La muerte puede vencerme en un instante y no darme tiempo. Dime, amor mío, ¿te hallas en paz ahora? ¿En este momento? Estamos completamente solos en mi vieja casa. He mandado al ama de llaves a la suya, tenía algún aniversario familiar, y Harry se ha tomado una breve vacación. No hay nadie bajo este techo más que nosotros. Puede que nunca más volvamos a estar tan a solas. ¿Puedo decirte lo que quiero que sepas y que recuerdes en tanto que tengas vida?

– Dime.

Entonces él se echó a su lado, sin tocarle más que para tomar su mano izquierda y sujetarla entre las dos suyas sobre el pecho. Aquella noche, al lavarse, a instancias de un inexplicable impulso, Edith se había quitado la alianza y ahora, al acariciarle él la mano, lo notó.

– No tenías que haberte quitado la alianza, amor mío -dijo llevándose la mano a los labios.

– No sé por qué lo he hecho -repuso un tanto confusa.

– Instinto.

– ¿De culpabilidad?

– De honor, pero totalmente innecesario. El amor jamás es culpable. Llega a nosotros, para ser bien venido de cualquier fuente, en cualquier momento. Un amor no desplaza otro. Cada amor es riqueza que se acumula.

– Pero ¿podía yo haber aceptado tu amor, como lo hago, si…? -se detuvo y él convirtió la pregunta en respuesta.

– ¿Si Eloísa, mi esposa, y Arnold, tu marido, hubieran vivido? Yo lo hubiera expresado de forma diferente, tú lo habrías aceptado de otra manera. No nos hallaríamos tumbados ahora bajo la luna. No hubiera sido necesario como lo es ahora, al menos para mí, y creo que para ti, o si no, no me habrías aceptado. Pero tal y como son las circunstancias, yo, porque siento próxima la muerte, tú, porque la muerte llamó a tu casa, sentimos necesidad de un contacto corporal antes de que llegue la separación final, como llegará, cariño. Por eso, deja que te diga lo que quiero decir.

– Dime…

El hombre suspiró hondamente, cerró los ojos y empezó, con la mano de ella siempre asida entre las suyas, sobre su propio pecho.

– Quiero decirte cómo te amo. Quiero decírtelo ahora, mientras estoy bien vivo, mientras mi cerebro retiene su claridad, mientras me late el corazón y tengo palabras en la lengua. Te amo. Siempre te he amado. Te amaba antes de conocerte, antes de que nos encontráramos. Te amaba porque sabía la clase de mujer a la que siempre amaría, a la que siempre tendría que amar, y cuando te vi, supe que eras aquélla. Por supuesto que amo tu cuerpo porque es tuyo y porque me agrada. Pero amo tu cuerpo porque tu espíritu mora en él, porque tu cerebro incomparable habita en tu bella cabeza, porque tu alma está acogida en tu corazón. No puedo imaginar tu cuerpo separado de tu esencia. Pero tampoco puedo imaginar lo que hay de esencial en ti en otra morada. Eres completa en todo tu ser. Lo amo todo de ti: tu cabello largo suelto, tus manos y tus pies, tus pechos adorables, tu cintura, tus muslos, la forma en que caminas y el porte de tu cabeza. Amo tu voz, la mirada de tus ojos… ¿tienes idea de cómo habla tu alma a través de tus ojos? ¡No, no contestes! Tengo más que decirte. Si no me hubieras permitido amarte (¿te has fijado en que nunca te he pedido que me amaras?) hubiera sentido temor de descender solitario a la tumba. Pero así mi amor por ti me sustenta. Nada temo. Voy a lo desconocido con paso firme, pues en mi corazón oigo el amor por ti. El amor es la antorcha que ilumina mi camino. «Oh, Muerte, ¿dónde está tu aguijón? Oh, Fosa, ¿dónde está tu victoria?.

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