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– Volveré en Nochevieja -le había dicho él en la puerta.

Ella la había cerrado y sentido la casa vacía a su alrededor, como un caparazón sin vida. Se alegró de ver a Weston que aparecía al fondo del vestíbulo, claramente despertado de su sueño.

– Si me hubiera dicho que venía, señora… -musitó con reproche tomándole el maletín.

– Ni yo misma lo sabía -dijo subiendo.

A solas en su saloncito, no se había acostado de inmediato. Al contrario, había encendido el fuego, siempre preparado, y se había sentado en la butaca que había ante él para revivir los días pasados y para enfrentarse consigo misma. "Tendré que llegar a algún tipo de conclusión -pensó-. No puedo seguir así. Es demasiado difícil. Debo separarme de él… o…, no pudo terminar. En lugar de ello la habían invadido mil recuerdos de él, la expresión cambiante de su vivo rostro, los ojos oscuros, unas veces pensativos, otras interrogantes, su boca, su voz, hasta la forma como le crecía el pelo en la nuca, sus manos firmes, fuertes. Se acostó vencida de deseo y se había despertado sin descanso, para enfrentarse a Amelia.

– Y tanto -le decía Amelia con afecto burlón-. ¡Y no sólo oído! He tenido una carta de Millicent desde California, que a su vez había recibido otra de Tony. ¿Te gustaría leerla? La tengo en el bolso.

– No, gracias. Si Millicent quiere que yo sepa lo que piensa me lo escribirá ella misma.

– Me dice que averigüe lo que pasa -dijo Amelia cerrando el bolso-. Pero que no te moleste o te preocupe. Pero ya me conoces, Edith. Yo no soy capaz de andarme por las ramas…, nunca lo he hecho, sobre todo contigo.

– Así que, ¿qué le has contestado a Millicent? -preguntó, yendo también directa al asunto.

– Le he dicho que hicieras lo que hicieras era asunto tuyo, pero que si los cotilleos eran ciertos, entonces no sólo tenias suerte, sino que eras sumamente inteligente y que cualquier mujer de tu edad te envidiaría. Después de todo, la reina Victoria ya murió, hemos enterrado a los puritanos y ¿por qué van a ser los adolescentes los únicos en divertirse hoy día?

Se hallaban sentadas en el porche encristalado donde el sol irrumpía por las ventanas que daban al este. El jardinero lo había llenado de plantas en flor para Navidad y en medio de tanto calor, luz y color era imposible dejar de sentirse alegre.

– ¿Eso es todo? -le preguntó Amelia.

– Eso es todo.

– Entonces, ¿no hay verdad en los comentarios?

– Jamás hay verdad en los cotilleos.

– Como tú quieras, querida -dijo Amelia poniéndose en pie.

– Gracias, Amelia.

Respondió a la interrogante mirada de su amiga con osadía y decisión. No, no diría a Amelia nada de Jared.

– Así pienso obrar -dijo acompañando a su amiga a la puerta.

…Durante la semana se dedicó con determinación a reconstruir su vida habitual. Presidió tres comités a los que pertenecía, consultó con su abogado asuntos relacionados con impuestos devengados por el testamento de Arnold, se compró un chaquetón de foca con un sombrerito a juego, abrió los retrasados regalos navideños y escribió notas dando las gracias. Las tareas domésticas discurrían como de costumbre, rodeándola con cuidado y atención y dormía bien por las noches posponiendo una decisión. Después de todo, se decía, nadie le había pedido que tomara ninguna decisión. Quizá fuera posible, por qué no, seguir como estaba, dando la bienvenida a Jared cuando llegara a visitarle, aceptando su extraordinaria amistad como amistad y nada más.

Así decidida, dos días antes de Año Nuevo, dio instrucciones después de desayunar.

– Weston, el señor Barnow pasará aquí los próximos días.

– Muy bien, señora. ¿Llegará para cenar?

– Si. Por favor, diga a la cocinera que empiece con ostras frescas. Le gustan.

– Si.

Edith fue al invernadero seguido del comedor y cortó acónitos amarillos y claveles rosas que preparó para el cuarto de invitados. Terminado aquello se quedó mirando a su alrededor, imaginándole allí, dormido en el grande y anticuado lecho, leyendo en la salita contigua. Se sentía tranquila y en ese momento pensaba en él con ternura más que con deseo, aunque sabía que el deseo aguardaba. También pensaba en la soledad del muchacho, no sólo porque no tenía familia más que un viejo tío, sino la soledad más profunda de su mente superior que habitaba regiones distantes demasiado alejadas de las mentes de los demás para un compañerismo corriente. Ella había visto la soledad de su padre, incluso había conocido dentro de sí algo de la misma. Pocas mujeres leían los libros que ella leía o pensaban en los temas que ella pensaba. Si, tenía derecho a aferrarse a tal amistad. Eran dos seres que se comunicaban, pese a la diferencia de sus edades. Quizá la misma diferencia fuera su protección. Si era así, ¡jamás tenía que olvidarlo! Y con aquello, alejó de sí todo menos su alegría, bien inocente, por el regreso de su amigo.

– …¿Te importa que lleve a alguien conmigo mañana?

La voz de Jared, que sonaba aquella noche en el teléfono, parecía formar eco en el tranquilo saloncito. Suponiendo que al día siguiente no se acostaría hasta tarde para despedir al año viejo, había cenado sola y subido a leer una hora antes de acostarse temprano.

– ¿A quién quieres traer?

Suponía que sería a la joven y sintió una punzada de celos ridículos.

– A mi tío, Edmond Hartley. Ha vuelto inesperadamente esta mañana con la extraña idea de que ésta puede ser su última Nochevieja, aunque sólo tiene sesenta y siete años, pero no me gusta dejarle solo. Soy todo cuanto tiene, ya sabes.

– Pues claro, tráele.

Lo dijo con tono animado, pero se sentía fría. Un desconocido, seguramente buen conocedor de las cosas mundanas, observador, ¡alguien contra el cual debería protegerse! Se acostó alterada por lo que creía iba a ser una invasión de la privacidad que existía hasta el momento en su amistad con Jared. Durmió mal y se despertó tarde y pidió que le llevaran el desayuno a la cama. No se apresuró en nada y ya era mediodía cuando se vistió con uno de sus vestidos favoritos de lana azul clara. Fuera el cielo estaba cubierto de nubes bajas y grises y los jardines circundantes a la casa habían adquirido un tono aún más oscuro de gris, donde lo único que se destacaban eran los troncos y ramas desnudos y negros de humedad. Mayor razón, pues, para alegrar la casa; por eso, al bajar, encendió las lámparas y prendió fuego a los leños de la chimenea de la biblioteca.

Hacia las tres, le había dicho Jared, y poco después de las tres vio que su pequeño automóvil asomaba por el amplio espacio entre las columnas de piedra al final de la avenida. Ella había estado esperando en la biblioteca, leyendo sin demasiada concentración, y se sorprendió cuando el propio Jared introdujo a su tío en la estancia. Su sorpresa se debía a que Jared no le había preparado para la visión de aquel hombre guapo y desenvuelto, alto y delgado, de brillante cabello plateado sobre el atezado rostro, una bien recortaba barba blanca y relucientes ojos azules. Se acercó a ella con las manos tendidas y ella sintió cómo se las apretaba con un cálido saludo.

– Ah, señora Chardman, esto es una imposición, una irrupción, pero mi sobrino ha insistido en que tenía que venir con él o de lo contrario se quedaría conmigo, alterando así los planes de usted, cosa que yo no podía permitir. Además, sentía curiosidad por conocerla.

Ella se había recuperado lo bastante para retirar sus manos con suavidad.

– Y ahora yo la siento por usted. Pero estoy segura de que primero querrán ir a refrescarse a sus cuartos después de viajar tanto tiempo en coche. Jared, Weston ha colocado a tu tío en el cuarto contiguo al tuyo. Compartiréis el saloncito.

Así les despidió de momento con una sonrisa y una mirada a Jared y esperó abajo. Las tres era una hora difícil, pensaba, para tener que entretenerles a mitad de camino entre la comida y la cena, y de pronto, las horas que se avecinaban le empezaron a abrumar. Serían tres en vez de dos y así ella no podría dedicarse por entero ni a Jared ni a su tío. Pero Jared ya había bajado solo y se detuvo a apoyar su mejilla contra el cabello de la mujer.

– Te dejo con mi tío. Tengo una cita con un ingeniero. Tenemos que tratar de un asunto, de algo que estoy haciendo. Es un individuo práctico que encontrará los puntos flacos de mis sueños.

– No permitas que te desanime -repuso ella reteniéndole de la mano y mirándole-. No estoy segura de que me gusten las personas que se dedican a encontrar puntos flacos.

– Será bueno para mí y volveré a tiempo de tomar un combinado.

Se llevó la mano de ella a los labios y se despidió, dejándola esperando y medio temerosa.

– …A decir verdad -le confesaba Edmond Hartley unos minutos más tarde-, de no haber sentido curiosidad por usted jamás hubiera tenido la presunción de imponerme de esta forma. -Se había sentado frente a ella, ante el hogar encendido y continuó-: Tiene usted el efecto más extraordinario en mi sobrino, señora Chardman, un… un efecto madurador, supongo que sería la forma mejor de describirlo. De ser un joven de lo más desorientado, sin saber qué elegir como meta de su vida entre una docena de posibilidades (y le aseguro que tendría gran éxito en cualquiera de ellas), está asentándose con una sumamente interesante combinación de todas ellas y aunque es algo de lo que no he oído hablar mucho, parece algo de lo más útil, una especie de ciencia e ingeniería que confieso no comprender en absoluto pero que me parece muy importante. Se parece tanto a su madre, mi hermana Ariadne, y, sin embargo, es tan diferente de ella, que me siento confuso en general y no sé qué hacer; le dejo que actúe por su cuenta y por consiguiente temo no haberle sido de mucha utilidad. Pero usted parece comprenderle tan maravillosamente bien que sabía que tendría que conocerla, aunque sólo fuera para darle las gracias y con la esperanza de conseguir un poco de su sabiduría.

Todo aquello lo dijo con voz dulce, rica en énfasis, actuando con sus hermosas manos y en tanto que sus ojos tan juveniles relucían. Y, sin embargo, a Edith le parecía que toda aquella combinación transmitía una frialdad interior que no podía comprender de momento.

– A mí me gustaría saber más de los padres de Jared -repuso en voz baja.

– Usted sabe apaciguar de forma tan hermosa -dijo él sin venir a cuento-. Ya entiendo por qué dice Jared que siempre puede hablar con usted. Yo no sé escuchar bien. Al contrario, y como bien le consta a él, muchas veces no sé ni de qué me habla. Mis propios intereses son los primitivos poetas franceses y vidrieras inglesas…, vidrieras de catedrales.

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