Edith asintió:
– Tú eres un artista. Pero mi padre solía decir que todos los científicos son artistas. La cosa es que tú piensas como artista y comprendo que quieres que tu creación sea una obra de arte.
Jared dejó los cubiertos y llamó al camarero.
– Más café, por favor, y la cuenta. ¡Eres muy intuitiva, Edith! Lo que yo deseo es ver algo que sólo entreveo a medias, al igual que un músico va poco a poco creando una sinfonía. No tiene idea de cómo lo hará, pero avanza a trompicones, inventando paso a paso. Y así soy yo. Es sólo el artista el que convierte al ser humano en creador. Sin el espíritu de artista, no es sino un mero técnico. ¡Dios, qué entretenido resulta hablarte! ¿No te importa que te llame Edith? Es un nombre precioso y te va muy bien.
– Si te gusta, úsalo.
– Y tú llámame Jared, por supuesto.
– Sí, gracias.
– Se me debió de ocurrir antes, pero nos hemos sentido compenetrados incluso sin nombres. Muchas veces me admira sentirme tan próximo a ti… jamás he sentido antes algo así, con nadie. Pero en cuanto te vi… ¿recuerdas aquella noche de nieve? Me abriste la puerta de tu casa de Vermont y me quedé sorprendido porque hallé alguien a quien había andado buscando, aún sin tener conciencia de buscar a nadie. En aquel instante supe que de algún modo… no sabía cómo ni lo sé todavía… mi vida estaría unida a la tuya para el resto de mis días.
Ella le escuchaba con temor y exaltación pues el hombre hablaba con voz grave, convencido, mirándola directamente a los ojos y ella recibía las palabras con igual seriedad. No eran palabras ligeras de un joven frívolo a una mujer mayor. No era de esa clase de jóvenes. A ratos podía y sabía ser ligero, lleno de humor, pero también profundamente serio, Edith ya se había dado cuenta de ello, y hasta abrumado a veces por la misma magnitud de su talento. Edith jamás había conocido a nadie con tanto talento y ella era lo bastante inteligente para comprender bien el efecto abrumador de serlo demasiado. Había llegado a sospechar que su propia soledad a lo largo de los años le venía de saber que ninguno de sus hijos había heredado la brillantez del abuelo. Acostumbrada como había estado a su especial cariño a lo largo de su infancia y juventud, a veces le parecía que por comparación Arnold y los hijos que de él había tenido habían sido poco interesantes, y por ello sentía cierto remordimiento. Y había tratado de aplacar dicho sentimiento de culpabilidad prestando una atención meticulosa a lo que consideraba su deber. Pero ya no había necesidad de pensar en deberes y en la delicia de esta nueva relación, volvía a recobrar parte de la alegría de su juventud. Conceptos, ideas, palabras que sólo había empleado con su padre volvían a brotarle del almacén de su memoria, esperando a ser pronunciadas cuando fuera necesario.
A lo largo de la soleada mañana sus pensamientos iban y venían por su mente, pero no los puso en palabras. Lo cierto es que iban recorriendo millas sin hablar. Jared conducía como un experto, pero se hallaba en algún espacio distante y ella, reconociendo la ausencia, ya que su padre solía abstraerse del mismo modo con frecuencia, permanecía relajada y dichosa en el silencio. El paisaje era suave, sin nieve, las redondas colinas y valles casi llanos aún conservaban manchas verdes, las gentes resultaban amistosas, sin prisa. Ni siquiera se notaban señales de que fuera Navidad. Tan tranquilo era el día que la quietud fue envolviéndola en su interior, hasta llegar a preguntarse si habría soñado la pasión de la noche anterior.
– …No comprendo la naturaleza del amor -dijo él.
Edith jamás había gozado de un día de Navidad como aquél. A mediodía se detuvieron en una población, casi un pueblo cuyo nombre les era desconocido y almorzaron en el único restaurante abierto. El propietario era un anciano sin familia, según les dijo, de lo contrario hubiera estado celebrando el día en su casa.
– Hace diez años que enterré a mi mujer -les dijo animado.
Concluida la comida pasearon por la playa y Jared, después de haber estado de lo más animado y humorista, se había puesto serio de pronto y declarado que no comprendía la naturaleza del amor. Ella estaba recostada contra el tronco retorcido y gastado por el tiempo de un pino muerto y esperaba más palabras. Ella a su lado, miraba el mar. El día era sereno, el mar en calma, pero las primeras ondas de la marea ascendente festoneaban de blanco la orilla. Jared continuó:
– Lo que quiero decir es que no comprendo mi propio estado de ánimo.
Ella esperaba, pues ya había aprendido que aunque él era bien elocuente sobre su trabajo, sus ideas no eran muy claras respecto a sí mismo, no porque fuera tímido, sino porque no estaba habituado a hablar de su persona.
– Por ejemplo -siguió-, cuando estoy contigo me siento extrañamente satisfecho, contento. No sé llamarlo de otra forma, es… eso, contento. Me siento como en mi elemento. Tú no me exiges nada. Me pregunto si te das cuenta de lo poco corriente que es que una mujer no exija nada de un hombre. ¡No tengo que tratar de gustarte!
– ¡Me gustas tal y como eres! -rió ella.
Pero él no le coreó la risa, sino que siguió hablando como antes, casi como si meditara:
– No, nunca me había sentido así con ninguna mujer. Es una sensación como de llegar al hogar, como de no tener secretos entre nosotros.
– ¿Tienes secretos?
– ¡Pues claro! ¿Un hombre de mi edad sin secretos? ¡Imposible…, al menos en estos tiempos! He hecho el tonto como cualquier otro. Mi tío (bendita su reticencia), nunca tuvo valor para darme consejo alguno, así que fui dando tumbos, siempre demasiado viejo para mi edad, adelantado para mis años. Y pese a ello, todavía no comprendo la naturaleza del amor. -Se volvió para mirarla-. No creas, no soy ningún inocente. Soy precoz en todo. Una mujer me inició cuando tenía trece años… ¡Bueno, más bien me dejé iniciar!
– No me lo cuentes -intervino con rapidez.
– Quiero contártelo -insistió-. Yo estaba en el colegio, enseñanza secundaria… y uno de los profesores tenía una esposa ardiente. El era más bien frío y ella una pelirroja, con todo el temperamento propio. Ella…, bueno, supongo que fue una violación, sólo que yo andaba enamoriscado y era grande para mi edad… y una vez empezado no supo detenerme. Hay un momento en que, si un hombre llega hasta él, sencillamente no se puede parar, y físicamente yo era un hombre. Y fue en casa de ella, una tarde lluviosa. Yo había acudido a preguntar algo sobre física a mi profesor. Trabajaba en un estudio bastante adelantado y era uno de sus favoritos. Ahora me consta que tenía cierta tendencia homosexual, lo que explica el comportamiento de ella, supongo. Pero una vez que la mujer me inició en la carne, por así decirlo, me obsesioné simplemente y para decirlo con crudeza. No pensaba sino en el sexo. ¿Te escandalizo?
– No -repuso en voz baja-, pero lo siento muchísimo por aquel chiquillo.
No contestó a aquello, sino que siguió con su relato casi con frialdad, le parecía a ella.
– Nada importaba el número de experiencias que tuviera ni con quién. Todas terminaban de igual forma…, con una especie de asco por la mujer y por mí mismo. No conseguía entender por qué. Ella (fuera la que fuera) siempre me resultaba irresistiblemente atractiva hasta acostarme con ella… no en seguida, pero sí de forma inevitable, y luego todo terminaba. Dejaba de verla. Supongo que inconscientemente, sabia que allí no existía una relación auténtica…, sólo una ciega exigencia del cuerpo, carente de significado por lo que se refería a comunicación, igual que comer cuando se está hambriento. Pero poco a poco superé aquel estadio de insensatez. Simplemente, me detuve. Vi que estaba destruyendo algo dentro de mí. Estaba destruyendo la capacidad de comunicarme con otro nivel que no fuera el sexual. En cuanto una chica o una mujer me gustaba, y podía sucederme instantáneamente, me ponía a pensar en ella en términos físicos. Y lo que más me confunde es que pienso en ti de igual forma y, sin embargo, es enteramente distinto…, contigo es en todos los niveles al mismo tiempo.
Ella no habló, nada podía decir, confusa como estaba por sus propios sentimientos, mezcla de alivio y herida. Pasó un momento y observó que lo que prevalecía era la tonta herida. Si, se sentía herida, en su vanidad de mujer, se dijo con dureza, y por ello siguió en silencio. Por nada del mundo se revelaría a él.
– En vez de ello -decía Jared-, en tu presencia me siento consciente de una maravillosa libertad personal para pensar mis propios pensamientos, planificar mi trabajo, considerar el futuro…, en resumen, para vivir, y aún con mayor libertad que cuando estoy solo, porque tú aumentas mi libertad con sólo ser como eres, en vez de exigir, de limitar la libertad como otras mujeres. Supongo que estoy perdidamente enamorado de ti, pero no como lo he estado antes. Por eso decía que no comprendo la naturaleza del amor. Sólo sé que te amo… de una forma totalmente nueva para mí. Y no creo que amaré nunca a ninguna otra. -Se volvió de súbito y poniéndole las manos en los hombros, mirándole a los ojos, preguntó-: ¿Qué dices a todo esto?
Edith movió la cabeza. ¿Qué podía decir? Algo banal, quizá. Soy lo bastante vieja para ser tu madre, sabes. No, no podía. Su propio corazón le negaba las palabras. No se sentía como una madre con respecto a él. No tenía ni el menor deseo de hacer de madre con él y no taparía la verdad con una mentira, la verdad de que le amaba apasionadamente.
– ¿Y bien?
– Tampoco yo entiendo nuestra relación -admitió al fin.
Jared apartó la vista, pero no se separó de ella, sino que rodeándole los hombros con su brazo, permanecieron juntos, al lado uno del otro, mirando al mar hasta que ella no pudo resistir más la presión del cuerpo masculino junto al suyo y se apartó.
– Sigamos, ¿te parece?
– ¿A dónde quieres ir?
– A cualquier sitio.
– …Y por eso -decía Jared-, quiero inventar un instrumento que un cirujano plástico pueda utilizar para crear dos dedos a partir de un brazo para sustituir la mano perdida. Sé cómo hacerlo, me parece, y con preparación el amputado podrá hasta sentir en esos dedos. Siempre ha sido ése mi propósito, restaurar el sentido del tacto. Pero sigue siendo el cerebro lo que más me interesa. Nadie comprende en realidad la estructura del cerebro humano. Allí es donde se aloja la fuente de todo sentimiento…, sensación, emoción y pensamiento, por supuesto. Estoy estudiando la biología del cerebro, haciendo una auténtica disección de un cerebro en mi laboratorio para poder así idear los instrumentos… ¡Ah, hay tanto por hacer!