– Cuatro meses después de mi segundo artículo sobre el dentífrico volví a tratar el tema -comenzó Galip.
– Hablabas del olor a menta de pasta de dientes que les salía de sus preciosas bocas a niños y niñas cuando les daban «el besito de buenas noches» a sus padres, a sus tíos y abuelos maternos y paternos y a sus hermanastros mayores. Lo mejor que puedo decir es que no era un buen artículo.
– ¿Y otros casos en los que hablara de los peces japoneses?
– Recordabas los peces hace seis años, en un artículo en el que hablabas de la muerte y el silencio que deseabas, y un mes después, en un artículo en el que decías que buscabas el orden y la armonía. Has comparado a menudo el acuario con los televisores de nuestras casas. Has dado información plagiada de la Enciclopedia Británica sobre los desastres que les ocurren a los wakin a fuerza de emparejarse en familia. ¿Quién te lo tradujo? ¿Tu hermana o tu sobrino?
– ¿Y la comisaría?
– Te recordaba el color azul marino, las palizas, el carnet de identidad, la confusión de ser ciudadano, cañerías oxidadas, zapatos negros, noches sin estrellas, caras largas, una sensación metafísica de inmovilidad, infortunio, el hecho de ser turco, techos con goteras y, por supuesto, la muerte.
– ¿Y todo eso lo sabía también el tendero?
– Incluso más.
– ¿Y qué fue lo que te preguntó él a ti?
– Aquel hombre que nunca había visto un tranvía y que probablemente jamás lo vería, me preguntó en primer lugar qué diferencia había entre el olor de los tranvías a caballo en Estambul y el de los que no los tenían. Le respondí que, aparte a olor a caballo y a sudor, la principal diferencia se hallaba en otro lugar: en el olor a motor, a grasa y a electricidad. Me preguntó si en Estambul la electricidad olía o no. Eso no lo habías escrito, pero había llegado a esa conclusión por tu artículo. Me pidió que le describiera el olor de un periódico recién salido de la imprenta. Mi respuesta fue la de tu artículo del invierno de 1958: una mezcla de olor a quinina, a mazmorra, a azufre y a vino; algo mareante. Los periódicos tardaban tres días en llegar a Kars y perdían ese olor por el camino. La pregunta más difícil del tendero fue sobre el olor de las lilas. Yo no recordaba que hubieras demostrado el menor interés por esas flores. Según el tendero, que sonreía con la mirada de un anciano que evocara recuerdos dulces como la miel, habías hablado del olor de dicha flor tres veces en veinticinco años. La primera había sido cuando, en el relato del extraño príncipe que vivía solo y que se dedicaba a aterrorizar a todos los que lo rodeaban mientras esperaba ascender al trono, escribiste que su amada olía a lilas. En la segunda, que luego repetiste, hablabas, muy probablemente inspirado por la hija de algún pariente cercano, de una niña que vuelve a ir a la escuela primaria uno de esos primeros días soleados y tristes del otoño después de las vacaciones de verano con su bata limpia y planchada y una brillante cinta en el pelo; un año dijiste que era su pelo el que olía a lilas y el otro, su cabeza. ¿Era una repetición en tu vida real, o la repetición de un escritor que se copia a sí mismo?
Galip guardó silencio por un momento. -No me acuerdo -dijo, y luego, como si se despertara de un sueño, continuó-. Y sé que pensé escribir la historia del príncipe, pero no recuerdo haberlo hecho.
– El tendero sí se acordaba. Y además de tener un buen sentido del olfato, lo tenía del espacio. A partir de tus artículos, no sólo se imaginaba Estambul como una enorme confusión de olores, sino que también conocía todos los barrios de la ciudad, aquéllos por los que paseabas, los que más te gustaban, los que querías ocultándoselo a todo el mundo y los que encontrabas misteriosos, pero, de la misma forma que era incapaz de imaginar ciertos olores, no tenía la menor idea de cuán lejanos o cercanos estaban unos de otros. De vez en cuando yo he salido con la intención de encontrarte por los rincones, que conozco tan bien gracias a ti, pero ya no me tomo la molestia porque se ve por tu número de teléfono que te escondes por Nisantasi y Sisli. Esto que voy a decirte sé que va a interesarte: le dije al tendero que te escribiera. Tenía un sobrino que sabía leer, y que era quien le leía tus artículos, pero que no sabía escribir. Por supuesto, el tendero era analfabeto. Tú mismo escribiste en cierta ocasión que reconocer las letras provocaba que la memoria se debilitara. ¿Te cuento cómo vencí a ese hombre que había conocido tus artículos sólo escuchándolos por boca de otros mientras nuestro tren se acercaba a Erzurum entre nubes de vapor?
– No, no me lo cuentes.
– Aunque recordaba uno por uno todos los conceptos abstractos de tus artículos, daba la impresión de ser incapaz de materializar sus significados. Por ejemplo, no tenía la menor idea sobre el concepto de plagio o de robo literario. Su sobrino no le leía otra cosa del periódico que no fueran tus artículos y, por otro lado, a él no le interesaba lo demás. Podías creer que pensaba que todos los artículos del mundo habían sido escritos por la misma persona o en el mismo momento. Le pregunté por qué insistías tanto en el poeta Mevlâna. Guardó silencio. Le pregunté cuánto era tuyo en el artículo de 1961 titulado «El misterio de la escritura secreta» y cuánto era de Poe. No guardó silencio: me contestó que todo era tuyo. Le pregunté sobre el dilema de «el original de la historia y la historia del original», que era el punto clave en la polémica, el tendero la llamaba discusión, entre Nesati y tú sobre Ibn Zerhani y Bottfolio. Me respondió muy convencido que el origen de todo era las letras. No había comprendido nada, le vencí.
– Pero las ideas que expuse contra Nesati en esa polémica -dijo Galip- se basaban en que las letras son el origen de todo.
– Pero ésa no era una idea de Ibn Zerhani, sino de Fazlallah. Después de tu pastiche de El Gran Inquisidor , te viste obligado a aferrarte a Ibn Zerhani para no quedar en mala situación. Sé que mientras escribías aquellos artículos lo único que tenías en mente era provocar que Nesati perdiera el favor de su jefe y que lo expulsaran del periódico. Primero le tendiste una trampa en el debate «Traducción o plagio» hasta el punto de provocar que Nesati, muerto de envidia, proclamara airadamente «plagio». Luego, siguiendo con su razonamiento de que tú plagiabas a Ibn Zerhani y éste a Bottfolio, dabas a entender que lo que su afirmación implicaba era que Oriente no era capaz de crear nada y que, por lo tanto, él, Nesati, despreciaba a los turcos; y de repente invitaste a tus lectores a que escribieran a tu director y comenzaste a defender nuestra gloriosa historia y «nuestra cultura». Como siempre, los pobres lectores turcos, eternamente atentos a las provocaciones de los nuevos cruzados, de degenerados que afirmen que «el gran arquitecto turco» Mimar Sinan era en realidad un armenio de Kayseri, no dejaron escapar la oportunidad y sometieron al director a una lluvia de cartas en contra de ese bastardo, y el pobre Nesati, que estaba ebrio de alegría por haberte atrapado en flagrante robo literario, se quedó sin columna y sin trabajo. ¿Sabías que esto me lo ha contado un pajarito, que se dedica a cavar tu tumba esparciendo rumores en ese periódico en el que los dos trabajáis, aunque él como periodista menor? -¿Y lo que he escrito sobre el pozo? -Una pregunta tan obvia como para resultar ofensiva para un lector tan fiel como yo y tan amplia como para no acabar nunca. No te hablaré de los pozos literarios de la poesía del Diván, ni del pozo al que fue arrojado el cadáver de Yemsi, el amado de Mevlâna, ni de los pozos con genios, brujas y gigantes de las mil y una noches, obra de la que te has aprovechado siempre con el mayor descaro, ni de patios de edificios, ni de las oscuridades sin fondo en las que caen nuestras almas, has escrito mucho sobre todo eso. ¿Qué te parece esto? En el otoño de 1957 escribiste un artículo, escribiste un cuidadoso, airado y triste artículo sobre los bosques de alminares de cemento (no tenías demasiado en contra de los alminares de piedra) que rodean como bosques de agresivas lanzas nuestras ciudades y los nuevos suburbios que se forman en sus periferias. En las últimas líneas, que pasaron más inadvertidas aún que el propio artículo, como les solía ocurrir a todas tus obras en las que te salías de la actualidad política o los desastres cotidianos, mencionabas un pozo silencioso, oscuro y ciego mientras describías el patio de atrás, cubierto de espinos asimétricos y de helechos simétricos, de una mezquita de barrio con un alminar diminuto. Comprendí que lo que dabas a entender de manera magistral con aquel pozo real que habías dibujado con tres adjetivos era que debíamos volver la mirada, no hacia los alminares de cemento, sino hacia las serpientes y los espíritus de los oscuros pozos secos del pasado que quedan en nuestro subconsciente. Cuando diez años después hablabas del «ojo» de tus sentimientos de culpabilidad, que llevaba años persiguiéndote despiadadamente, en un artículo que escribiste inspirándote en tu triste pasado y en los cíclopes una de esas noches de insomnio y desesperación en que te veías obligado a enfrentarte solo, completamente solo, a los fantasmas de tus remordimientos, no fue una casualidad, sino una necesidad, que escribieras que aquel órgano de la vista se situaba «en medio de la frente, como un pozo oscuro».
¿Improvisaba todas esas frases aquella voz, que Galip imaginaba con un cuello de camisa blanco, una ajada chaqueta y una cara pálida, con el entusiasmo de la memoria, o las estaba leyendo de algún sitio? Galip meditó un momento. Y la voz, viendo una señal en el silencio de Galip, lanzó una carcajada de victoria. Luego, con la sensación de fraternidad de compartir, como si fuera el mismo cordón umbilical, los extremos de la misma línea telefónica, que pasaba bajo quién sabe qué colinas de la ciudad, por quién sabe qué pasajes subterráneos repletos de monedas bizantinas de oro y calaveras otomanas, tensa como cuerda de tender entre postes oxidados, plátanos y castaños y trepando como hiedra negra por las paredes de viejos edificios deslucidos, le susurró algo como si le revelara un secreto: quería mucho a Celâl, lo respetaba mucho, lo conocía mucho; y a Celâl no debía quedarle la menor duda de aquello, ¿no?
– No sé -repuso Galip.
– Entonces deshagámonos de estos teléfonos negros que hay entre nosotros -dijo la voz. Porque el timbre de aquellos teléfonos, que de vez en cuando sonaba por sí solo, asustaba más que avisar; porque los auriculares del color de la pez eran pesados como pequeñas pesas de gimnasia; porque al marcar, el disco emitía unos melódicos chasquidos como los de los viejos torniquetes del muelle de los transbordadores Karakóy-Kadikoy; porque a veces establecían la comunicación no con el número que se había marcado sino con donde querían-. ¿Lo entiendes, Celâl Bey? Dame tu dirección y voy enseguida.