Galip dudó al principio, como el profesor indeciso ante las maravillas del estudiante maravilloso, y luego, sorprendido por las flores que cada respuesta abría en el jardín de su memoria, por la falta de límites del jardín de la memoria del otro ante cada pregunta y por la trampa en la que estaba cayendo lentamente, le preguntó:
– ¿Y las medias de nailon?
– En un artículo de 1958 escribiste que dos años antes, o sea, en la época en que te veías obligado a firmar tus columnas con desafortunados seudónimos que te inventabas, un caluroso día de verano en que te encontrabas deprimido por el trabajo y la soledad, te metiste en un cine de Beyoglu (el Rüya) para olvidar tu tristeza y escapar del calor de mediodía y cuando comenzaste a ver, ya empezada, la primera película del programa doble, te sobrecogió un sonido cercano por entre las carcajadas de los gángsteres de Chicago, turquizadas los lamentables doblajes de Beyoglu, los tableteos de las metralletas y los chasquidos de botellas y cristales rotos: cerca ti una mujer se rascaba las piernas con sus largas uñas por encima de sus medias de nailon. Cuando la primera película se acabó y se encendieron las luces, viste dos filas por delante de ti a una madre guapa y elegante y a su hijo, inteligente y bueno, que hablaban amigablemente. Contemplaste largo rato cómo se escuchaban con atención, cómo se hablaban, su amistad. En el artículo que escribirías dos años más tarde, hablarías de cómo, mientras veías la segunda película, no escuchabas el entrechocar de los sables ni las tormentas marinas que brotaban de los altavoces, sino el rumor que la mano inquieta de largas uñas producía al pasar por las piernas convertidas en cebo de los mosquitos de las noches veraniegas de Estambul y que no pensabas en las conspiraciones de los piratas de la pantalla, sino en la amistad entre madre e hijo. Como explicabas en otro artículo, doce años después de éste, el jefe del periódico te sermoneó inmediatamente después de que se publicara la columna sobre las medias de nailon: ¿no te dabas cuenta de que resaltar el aspecto sexual de una mujer casada y con hijos era un comportamiento peligroso, muy peligroso? ¿No sabías que el lector turco no lo toleraría? ¿Que si querías seguir viviendo como columnista debías tener cuidado con las mujeres casadas y con tu estilo?
– ¿El estilo? Una respuesta breve, por favor.
– El estilo era la vida para ti. El estilo era la voz para ti. El estilo eran tus ideas. El estilo era tu verdadera personalidad, la que hacías vivir en tu interior, pero no era una sola personalidad, ni dos, sino tres…
– ¿Cuáles?
– La primera, a la que llamabas mi personalidad simple , era tu voz: la voz que le revelabas a todo el mundo, la voz con la que te sentabas con los demás en las comidas famliares, con Ia que cotilleabas con los demás entre nubes de humo después de comer. A esta personalidad le debes los detalles que se refieren a tu vida cotidiana. La segunda es la persona que te hubiera gustado ser: una máscara copiada de las personas admirables que no pueden encontrar la paz en este mundo y viven en otro impregnándose de su magia. En cierta ocasión escribiste, lo leí con lágrimas en los ojos, que de no haber tenido la costumbre de hablar entre susurros con aquel «héroe» al que primero habías querido imitar y quien luego habrías querido ser, de no haber sido por tu costumbre de repetir los juegos de palabras, las adivinanzas, las burlas y los sarcasmos de ese héroe, como un viejo chocho que repite un estribillo que se le ha metido en la cabeza, no habrías podido resistir tu vida cotidiana y, como tantos infelices, te habrías retirado a un rincón a esperar la muerte. La tercera te transportaba, a mí también, por supuesto, a universos que las dos primeras, a las que llamabas «estilo objetivo y estilo subjetivo», no podían alcanzar: la personalidad oscura; ¡el estilo oscuro! Sé mejor que tú lo que escribías las noches en las que te sentías tan desgraciado que no te bastaban imitaciones ni máscaras, pero tú sabes mejor que yo lo que hacías, hermano mío. Vamos a comprendernos, vamos a descubrirnos, vamos a disfrazarnos juntos; dame tu dirección.
– ¿Dirección?
– Las ciudades se componen de direcciones, las direcciones de letras y las letras de rostros. El 12 de octubre de 1963, lunes, describías Kurtulus diciendo que era uno de tus Ancones preferidos de Estambul; su antiguo nombre era Tatavla; un barrio armenio. Lo leí con mucho agrado.
– ¿Leer?
– En cierta ocasión, si es necesario que te dé la fecha, en uno de esos inquietos días de febrero de 1962 en que te aplicabas a los preparativos del golpe militar que habría de llevar al país de la miseria, una tarde de invierno, en una de las oscuras calles de Beyoglu, viste cómo un enorme espejo de marco dorado que llevaban de uno de esos cabarets en los que trabajan danzarinas del vientre y prestidigitadores, quién sabe con qué extraño propósito, se rajó por el frío o por cualquier otra razón y que luego, ante tus propios ojos, se hizo pedazos; fue en ese preciso instante en el que comprendiste que no era una casualidad que en turco se le llame «secreto» a la sustancia química que convierte el cristal en espejo. Después de contar ese momento de inspiración en uno de tus artículos, decías lo siguiente: leer es mirar al espejo; los que conocen el «secreto» que hay detrás, pasan al otro lado y los que ignoran el secreto de las letras no encuentran en este mundo nada más que sus insulsas caras.
– ¿Cuál era ese secreto?
– Yo soy el único que lo sabe aparte de ti. Y tú sabes que no es algo que se pueda contar por teléfono. Dame tu dirección.
– ¿Cuál era ese secreto?
– ¿Acaso piensas que para hacerse con el secreto un lector debería consagrarte su vida entera? Pues bien, eso es lo que yo he hecho. Para poder imaginarme cuál era el secreto me he leído todo lo que sospechaba que era tuyo temblando de frío sentado en bibliotecas del Estado en las que no funcionaba la calefacción, con el abrigo encima, el sombrero en la cabeza y guantes de lana en las manos, todo lo que hacías en los años en los que no firmabas con tu nombre, los folletines que escribías en lugar de otros, los crucigramas, los retratos, los reportajes políticos y sentimentales. Si tenemos en cuenta que a lo largo de treinta años has escrito ocho páginas diarias de media sin falta, eso hace cien mil páginas o trescientos volúmenes de trescientas treinta y tres páginas cada uno. Sólo por eso esta nación debería erigirte una estatua.
– Y a ti también, por haberlo leído -dijo Galip.
– ¿Estatuas?
– En uno de mis viajes por Anatolia, en una pequeña ciudad cuyo nombre he olvidado, mientras esperaba en el parque de la plaza la hora de salida del autobús, un joven se sentó a mi lado y comenzamos a hablar. Primero hablamos de la estatua de Atatürk, que señalaba con el dedo la estación de autobuses como si dijera que lo único que se podía hacer con aquella triste cuidad era abandonarla. Luego, yo le encarrilé en esa dirección, hablamos de un artículo tuyo sobre las más de diez mil estatuas de Atatürk que hay en nuestro país. Habías escrito que la noche del Juicio Final, mientras rayos y relámpagos rasgaran la oscuridad del cielo y temblara la tierra, aquellas terribles estatuas de Atatürk cobrarían vida. Según lo que escribías, se moverían lentamente de sus emplazamientos, algunas en traje occidental cubiertas por excrementos de paloma, otras en uniforme de mariscal con sus medallas, otras en terroríficos caballos encabritados con enormes genitales, otras con sombreros de copa y capas fantasmales, bajarían de sus pedestales, alrededor de los cuales llevaban años dando vueltas viejos autobuses polvorientos, carros de caballos y moscas y se reunían soldados con uniformes que olían a sudor y alumnas de instituto, con vestidos que olían a naftalina, que cantaban el himno nacional y los cubrían con flores secas y coronas, y desaparecerían en la oscuridad. El joven que se sentaba a mi lado también había leído en su momento aquel artículo en el que contabas cómo nuestros pobres compatriotas, que estarían oyendo el estruendo del exterior tras las ventanas cerradas de sus casas mientras la tierra temblaba y el cielo se arrasaba, escucharían aterrorizados el sonido de botas y herraduras de bronce y mármol por las aceras de los suburbios, y le había entusiasmado de tal manera que de inmediato te escribió impaciente una carta en la que te preguntaba cuándo llegaría el Día del Juicio. Y si lo que decía era cierto, le enviaste una breve respuesta en la que le pedías una foto de carnet y, después de que te la enviara, le confesaste el secreto «de los signos que precederían a ese día». No, el secreto que le revelaste no era «el secreto», porque el muchacho, gran decepción tras años de espera, me contó aquel secreto, que debía haber sido personal, en ese parque con la fuente seca y el césped siempre claros. Le habías descrito el doble significado de ciertas pistas y le habías pedido que considerara como una señal una frase que un día encontraría en uno de tus artículos. Cuando leyera esa frase descifraría la clave de la columna y nuestro joven pasaría a la acción.
– ¿Cuál era la frase?
– «Toda mi vida estaba repleta de este tipo de malos recuerdos», ésa era la frase. No sé a ciencia cierta si se lo inventó o si realmente se lo escribiste, pero lo más curioso es que ahora, que afirmas que la memoria te flaquea o que la has perdido por completo, he leído esa misma frase, y otras muchas, en un antiguo artículo que han vuelto a publicar hace unos días. Dame tu dirección y te explicaré de inmediato lo que significa eso.
– ¿Otras frases?
– ¡Dame tu dirección! Dame tu dirección porque sé que ya no te interesan ni otras frases ni otras historias. Has perdido de tal manera la esperanza en este país que ya nada te interesa. La falta de amigos, de compañeros, la soledad, están a punto de provocar que pierdas un tornillo en ese nido de ratas en el que te escondes. Dame tu dirección y te contaré en qué rincón del mercado de libros de segunda mano podrás encontrar estudiantes de institutos de Imanes y Predicadores que se intercambian tus fotos dedicadas y árbitros de lucha a los que les gustan los jovencitos. Dame tu dirección y te me mostraré grabados de los últimos ocho sultanes otomanos haciéndoselo con las mujeres de su harén, a las que han vestido de putas occidentales y con las que se han citado en un rincón secreto de Estambul. ¿Sabías que en las sastrerías y burdeles de lujo de París le llamaban a esa enfermedad que requería tanto de ropa y de accesorios «el mal turco»? ¿Sabías que en el grabado en el que se muestra a Mahmut II fornicando disfrazado en un callejón oscuro de Estambul nuestro sultán lleva en sus piernas desnudas las botas que calzaba Napoleón en su expedición a Egipto y que su favorita Bezmiálem, la madre del heredero -abuela, por cierto, de ese príncipe cuya historia tanto te gusta y madrina de un barco otomano-, está representada llevando con todo descaro una cruz de rubíes y diamantes?