Antes de dejar con lentitud, respeto y cuidado cualquiera de esos objetos en alguno de los cubos de basura que había delante de los edificios de la calle Nisantasi lo llevaba en mis sucios bolsillos algunos días, a veces varias semanas, hasta -de acuerdo, de acuerdo- un par de meses, pero incluso después de haberme separado dolorosamente de ellos soñaba que algún día, como las cosas que volvían de la oscuridad del edificio, aquellos tristes objetos regresarían a mí con su carga de recuerdos.
Hoy lo que me queda de Rüya son sólo escritos; estas negras, negrísimas, sombrías páginas. A veces, al recordar alguna de las historias que hay en ellas, por ejemplo el cuento del verdugo o la de la noche nevosa en que oímos por primera vez por boca de Celâl el cuento titulado «Rüya y Galip», me acuerdo de otra, aquélla según la cual la única manera en que alguien puede ser él mismo es siendo otro o perdiéndose en las historias de otro, y estas historias que he querido reunir en un libro negro me llevan a un tercer y a un cuarto cuentos, como ocurre con las puertas que se abren en nuestras historias de amor y en los jardines de nuestra memoria, y el relato del enamorado que se convierte en otro al perderse por las calles de Estambul me sugiere excitado el del hombre que buscaba el secreto y el significado perdido de su cara, y así me entrego con mayor afán a mi nuevo trabajo consistente en redactar de nuevo viejas, viejísimas historias y ya llego al final de mi libro negro. En ese final Galip escribe el último artículo de Celâl, que tiene que llegar a tiempo de ser publicado en el periódico aunque lo cierto es que ya a nadie le interesa demasiado. Luego, poco antes del amanecer, recuerda dolorosamente a Rüya, se levanta de la mesa y observa la oscuridad de la ciudad, que se está despertando. Recuerdo a Rüya, me levanto de la mesa y observo la oscuridad de la ciudad. Recordamos a Rüya y observamos la oscuridad de Estambul y a medianoche nos invade la pena y la excitación que me invade cuando, medio dormido, creo encontrar el rastro de Rüya sobre el edredón de cuadros azules. Porque nada puede ser tan sorprendente como la vida. Excepto la escritura. Excepto la escritura. Sí, por supuesto, excepto la escritura, el único consuelo.
1985-1989