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«Si tanto los hurufíes como sus escritos no hubieran desaparecido como consecuencia de una conspiración -pensó Galip mientras caminaba desde la calle Calígrafo Ízzet hacia Zeyrek- y el sultán hubiera podido alcanzar el misterio de la ciudad, ¿qué habría entendido caminando por las calles del Bizancio que había conquistado, observando, como yo, los muros desmoronados, los plátanos centenarios, las calles polvorientas y los solares vacíos?». Cuando llegó a los antiguos y amenazadores edificios de los almacenes de tabaco de Cibali, Galip se dio la respuesta que ya sabía desde que se había leído las letras en la cara: «Reconocería una ciudad que veía por primera vez como si ya hubiera paseado por ella miles de veces». Pero eso era precisamente lo más sorprendente: Estambul seguía siendo como una ciudad recién conquistada. Galip no podía convencerse de que la conocía, de que ya había visto las calles llenas de barro, las irregulares aceras, los muros caídos, los árboles plomizos y tristes, los anticuados coches y los aún más licuados autobuses, todas aquellas caras tristes que tanto se parecían unas a otras, los perros todo piel y huesos.

Después de comprender que no podría librarse de aquella persona que lo seguía, y de cuya existencia no estaba del todo seguro, mientras caminaba por los talleres a la orilla del Cuerno de Oro, entre contenedores industriales vacíos, obreros que comían albóndigas o que jugaban al fútbol en el barro ataviados con sus monos durante su descanso de mediodía y acueductos bizantinos en ruinas, en su interior se alzó de tal manera el deseo de ver la ciudad como un lugar tranquilizador repleto de imágenes conocidas que, tal y como venía haciendo desde su infancia, comenzó a verse como si fuera otro, como si fuera el sultán Mehmet el Conquistador. Después de caminar largo rato manteniendo aquella fantasía infantil, que a él no le parecía ni absurda ni ridícula, recordó un artículo que Celâl había escrito años antes con motivo del aniversario de la conquista en el que decía que, de los ciento veinticuatro soberanos que habían gobernado en Estambul en los mil seiscientos cincuenta años que habían pasado desde Constantino hasta nuestros días, El Conquistador había sido el único que no había sentido la necesidad de disfrazarse por las noches. «Por razones que algunos de nuestros lectores conocen muy bien», había escrito Celâl en aquel artículo que Galip recordaba mientras se balanceaba con la muchedumbre que llenaba el autobús que se sacudía sobre los adoquines en el trayecto Sirkeci-Eyüp. En el autobús de Taksim, al que subió en Unkapani, a Galip le asombró que su perseguidor hubiera podido cambiar de autobús en tan poco tiempo como él. Sentía su mirada todavía más cerca, en su nuca. Tras cambiar de nuevo de autobús en Taksim, se le ocurrió que si hablaba con el anciano que se sentaba junto a él quizá pudiera convertirse e otra persona y así librarse de la sombra que lo seguía.

– ¿Seguirá nevando? -preguntó Galip mirando por la ventanilla.

– Quién sabe -le respondió el anciano, y quizá habría continuado, pero Galip lo interrumpió.

– ¿Qué es lo que indica esta nieve? ¿Qué es lo que s anuncia? ¿Conoce el cuento de la llave del Gran Mevlâna?

Anoche tuve la suerte de soñar con algo parecido. Todo estaba blanco, blanco como la nieve, blanco como esta nieve. De repente me desperté con un dolor agudo y frío, frío como el hielo, en mi pecho. Creía que tenía una bola de nieve sobre el corazón, una bola de hielo, una bola de cristal, pero no; sobre mi corazón tenía la llave de diamante del poeta Mevlâna. La cogí, me levanté, decidí abrir con ella la puerta de mi dormitorio y así lo hice; pero entonces me encontraba en otra habitación y dentro había alguien que dormía en su cama, alguien que se me parecía pero que no era yo. Abrí la puerta de aquella habitación con la llave que había sobre el corazón del hombre que dormía, dejé la mía en su lugar y entré en otro cuarto. De nuevo ocurrió lo mismo; alguien que se me parecía, pero más apuesto, con una llave sobre el corazón… Y en la siguiente habitación lo mismo, y en la que daba a ésa… Además, cuando miré, vi que en aquellas habitaciones había otros además de mí, sombras como yo, fantasmas sonámbulos como yo con llaves en la mano. ¡En cada habitación había una cama y en cada cama un hombre que soñaba como yo! Me di cuenta de que estaba en el mercado del Paraíso. Allí ni se vendía ni se compraba, ni había dinero, sólo imágenes y caras. Si te gustaba alguna imagen, te apoderabas de ella, te la ponías en la cara como si fuera una máscara y comenzabas una nueva vida. Pero la que yo buscaba, lo sabía, estaba en la última de las mil y una habitaciones y aquélla no la abría la última llave que había conseguido. Entonces comprendí que podría abrir esa puerta con esa primera llave que había sentido fría como la nieve sobre mi pecho, pero no sabía dónde podía estar, quién podía tenerla, cuáles eran la cama y la habitación que había abandonado entre las mil y una que había, y así, con un terrible arrepentimiento, bañado en lágrimas, comprendía que, como los otros desesperados, vagaría por toda la eternidad de puerta en puerta, de habitación en habitación, cogiendo una llave y dejando otra, asombrándome ante cada una de las formas dormidas…

– Mira -dijo el anciano-. ¡Mira! Galip guardó silencio y miró por detrás de sus gafas oscuras allá donde el viejo le señalaba con el dedo. En la acera justo delante de la Casa de la Radio, había un muerto y a su alrededor un par de personas que gritaban y curiosos que se iban agrupando a toda prisa. Como el tráfico se había atascado, tanto los que estaban sentados en aquel atestado autobús como los que se agarraban de las barras se inclinaron hacia las ventanillas y contemplaron con miedo, pavor y en silencio aquel muerto en un charco de sangre.

Nada alteró el silencio largo rato después de que los vehículos volvieran a circular. Galip se bajó del autobús frente al cine Konak, compró pescado seco, huevas, lengua ahumada, plátanos y manzanas en el supermercado Ankara, en la esquina de Nisantasi, y caminó a toda prisa hacia el edificio Sehrikalp. Se sentía otro hasta el punto de no querer serlo. Primero bajó al piso de los porteros: la señora Kamer e Ismail, el portero, acompañados por sus nietos pequeños comían patatas con carne picada en la mesa cubierta por un hule azul con un aire de felicidad familiar que a Galip le pareció tan lejano como si la escena ocurriera siglos atrás.

– Que aproveche -dijo Galip, y tras un momentc de silencio añadió-. No le han dejado el sobre a Celâl.

– Llamamos varias veces a la puerta pero no estaba en casa -respondió la mujer del portero.

– Ahora está arriba -contestó Galip-. ¿Y el sobre. -¿Está Celâl arriba? -preguntó el señor Ismail Si subes, déjale también esta factura de electricidad.

Se levantó de la mesa y comenzó a acercarse a sus ojos de miope las facturas que había sobre la televisión, una a una. Galip se sacó la llave del bolsillo y, rápidamente, la colgó de la aIcayata vacía que estaba clavada a un costado del estante que había sobre el radiador. No lo vieron. Salió después de recoger el sobre y la factura.

– ¡Que Celâl no se preocupe! ¡No se lo diré a nadie! -le gritó la señora Kamer con una sospechosa alegría.

Galip disfrutó del hecho de poder subir en el viejo ascensor del edificio Sehrikalp por primera vez en años, aún olía a aceite de máquina y barniz de madera y seguía gimiendo como un viejo con lumbago al ponerse en marcha. El espejo en el que él y Rüya se miraban para comparar su altura seguía en su lugar, pero Galip no se miró a la cara porque temía que le volviera a poseer el horror de las letras.

Acababa de entrar en el piso y colgar el abrigo y la chaqueta cuando sonó el teléfono. Antes de descolgar, con el objeto de estar preparado para cualquier cosa, corrió al lavabo y se miró al espejo durante cuatro o cinco segundos intencionadamente, con valor y decisión: no, no era una casualidad, las letras, y todo lo demás, el universo y su secreto, seguían en su sitio. «Lo sé -pensó Galip mientras descolgaba el teléfono-. Lo sé». También sabía antes de descolgar que quien telefoneaba era esa voz que le había dado la noticia del golpe militar.

– ¿Oiga?

– ¿Qué nombre quieres esta vez? -dijo Galip-. Los seudónimos se han multiplicado de tal manera que ya me confunden.

– Un comienzo inteligente -le respondió la voz. Se le notaba una seguridad que Galip no había esperado-. Ponte tú un nombre, Celâl Bey.

– Mehmet.

– ¿Como Mehmet el Conquistador?

– Sí.

– Bien. Soy Mehmet. No pude encontrar tu nombre en la guía telefónica. Dame tu dirección para que pueda ir.

– ¿Por qué voy a darte una dirección que oculto a todo el mundo?

– Porque soy un ciudadano corriente y bienintencionado que quiere dar a un famoso periodista pruebas de un cruento golpe militar que se acerca.

– Sabes demasiadas cosas sobre mí como para ser un ciudadano corriente.

– Hace seis años me encontré con un hombre en la estación de tren de Kars -dijo la voz llamada Mehmet-, un ciudadano corriente. Era un tendero que iba de negocios a Erzurum. A lo largo de todo el viaje estuvimos hablando de ti. Sabía lo que significaba que hubieras comenzado el primer artículo que firmaste con tu nombre con la palabra «escucha», la «bisnov» persa con la que Mevlâna comenzaba su Mesnevi. También estaba al tanto de la simetría oculta y la utilidad de la comparación entre la vida y los folletines que usaste en un artículo que escribiste en julio de 1956 y la de un año más tarde, en que comparaste los folletines a la vida, porque había comprendido por tu estilo que habías sido tú quien ese mismo año había terminado, con un seudónimo, el folletín de luchadores que un gran escritor había dejado a medias cuando discutió con su jefe. Sabía también que en un artículo de aquellos años, que comenzaba: «Mirad a las mujeres hermosas que veáis por la calle como los europeos, con cariño y sonriendo y no con odio y frunciendo el ceño», esa hermosa señora que ponías como ejemplo y que describías con tanto cariño, admiración y afecto, era tu madrastra, y que los desdichados peces japoneses, encerrados en un acuario, que comparabas irónicamente con una gran familia que vivía en una casa del polvoriento Estambul en un artículo escrito seis años después, eran los peces de tu tío el sordomudo y que la familia era tu propia familia. Aque hombre que en su vida no es ya que hubiera ido a Estambul, sino que ni siquiera había puesto el pie en Erzurum, conocía a todos tus parientes, cuyos nombres jamás habías mencionado, la casa de Nisantasi en que habías vivido, sus calles, la comisaría, la esquina, la tienda de Aladino frente a ella, el patio de la mezquita de Tesvikiye con su estanque, los últimos jardines, la mantequería Sütis, y los castaños y los tilos de las aceras tan bien como conocía el interior de su tienda, a los pies de la fortaleza de Kars, donde se vendían todo tipo de cosas, como en la tienda de Aladino, desde perfumes a cordones de zapatos, desde tabaco a agujas e hilo. Sabía también que sólo tres semanas después de un artículo en el que te burlabas del Concurso de las Once Preguntas de Dentífrico Ipana en Radio Estambul, en aquellos años en que ni siquiera se había creado la red de Radio Nacional, habían preguntado por ti en la pregunta de doce mil liras sólo para que te callaras, pero que tú no habías aceptado ese pequeño soborno, tal y como él esperaba de ti, y en tu primer artículo después de aquello habías aconsejado a tus lectores que no usaran pasta de dientes americana y que se frotaran los dientes con un jabón de menta que podían prepararse en casa con sus propias y limpias manos. Por supuesto, no sabes que nuestro buen tendero estuvo años frotándose los dientes con los dedos con aquella fórmula inventada que habías ofrecido en el artículo hasta que se le cayeron todos, uno a uno. En lo que nos quedaba de camino, el tendero y yo incluso organizamos un concurso titulado «Tema: ¡Nuestro columnista Celâl Salik!». Me costó trabajo ganar a aquel hombre cuyo mayor miedo era que se le pasara la estación de Erzurum. Era un ciudadano vulgar envejecido prematuramente que no tenía el suficiente dinero como para arreglarse los dientes que le faltaban, cuyos únicos entretenimientos en la vida, aparte de tus artículos, eran cuidar todo tipo de pájaros, que criaba en jaulas en su jardín, y contar historias de pájaros. ¿Lo entiendes, Celâl Bey? Los ciudadanos corrientes, ni se te ocurra volver a intentar apreciarlos, los ciudadanos corrientes también te conocen. Pero yo te conozco mejor que ellos. ¡Por eso vamos a hablar hasta que se haga de noche!

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