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Después de salir del edificio del Milliyet con sus gafas de sol, Galip se encaminó, no hacia su despacho, sino hacia el Gran Bazar. Mientras avanzaba entre las tiendas que vendían objetos turísticos y cruzaba el patio de la mezquita de Nuruosmaniye, sintió tan repentinamente la falta de sueño que todo Estambul le pareció una ciudad completamente distinta. Los bolsos de cuero, las pipas de espuma de mar y los molinillos de café que vio mientras caminaba por el Gran Bazar se asemejaban, no a objetos propios de una ciudad que había acabado por parecerse a los hombres que la habitaban desde hacía miles de años, sino a señales terroríficas de un país incomprensible al que hubieran sido desterradas de forma provisional millones de personas. «Lo extraño -pensó Galip perdiéndose entre las retorcidas calles del Bazar-, es que pueda creer con tanto optimismo que puedo ser yo mismo por completo después de haber leído las letras de mi cara».

Al entrar en la calle de los Zapatilleros estaba a punto de pensar que lo que había cambiado no era la ciudad, sino él, pero, después de haber leído las letras de su cara, estaba tan convencido de que comprendía el misterio de la ciudad que aquello no podía ser cierto. Observando el escaparate de una tienda de alfombras algo le impulsó a pensar que había visto antes las alfombras expuestas, que las había pisado durante años con sus zapatos manchados de barro y sus viejas zapatillas, que conocía bien al atento tendero que lo miraba suspicaz tomándose un café ante la puerta, que conocía la polvorienta historia repleta de timos y pequeñas estafas de la tienda tan bien como conocía su propia vida. Pensó lo mismo mirando los escaparates de joyeros, anticuarios y zapateros. Después de pasar a toda prisa por otras dos calles pensó también que conocía todos los objetos que se vendían en el Bazar, desde los aguamaniles de cobre hasta las balanzas, que conocía a todos los dependientes a la espera de compradores y a toda la gente que caminaba por las calles. Todo Estambul le resultaba conocido; la ciudad no tenía ningún misterio oculto para Galip. Con la paz de espíritu que le proporcionó aquella sensación, caminó por las calles como si vagara por un sueño. Por primera vez en su vida, las baratijas que veía en los escaparates y las caras con las que se cruzaba por la calle le resultaban tan sorprendentes como las de sus sueños y al mismo tiempo tan conocidas y tranquilizadoras como las de una ruidosa comida familiar. Pasando ante los brillantes escaparates de las joyerías se le ocurría pensar que aquella paz debía estar relacionada con el secreto que señalaban las letras que había leído con horror en su cara, pero ya no quería volver a pensar en aquella lamentable y desgraciada persona que había dejado atrás después de haberlas leído. Si había algo que convertía al mundo en misterioso, era la existencia de una segunda persona que se refugia en uno mismo, con la que vive como si fuera un hermano gemelo. Cuando Galip, después de pasar por la calle de los Zapateros Remendones, donde dormitaban dependientes desocupados, vio que en la entrada de una tienda se exponían postales de brillantes colores con vistas de la ciudad, decidió que hacía mucho tiempo que había dejado atrás a esa persona que vivía en su interior: las postales estaban llenas de una imágenes tan conocidas, tan rancias, tan estereotipadas, que mirando las vulgares escenas de los transbordadores de las Líneas Urbanas acercándose al puente de Gálata, o de las chimeneas del palacio de Topkapi, o de la Torre de Leandro, o del puente del Bósforo, le pareció como si la ciudad no pudiera ocultarle ningún misterio. Pero aquella sensación desapareció en cuanto entró en las estrechas calles del Bedestán, con sus escaparates color verde botella que se reflejan unos en otros. «Alguien me está siguiendo», pensó atemorizado.

Por los alrededores no había nadie sospechoso que le llamara la atención, pero aquella sensación de un desastre inevitable que se acerca lentamente envolvió rápidamente a Galip. Caminó a toda prisa. Al llegar a la calle de los vendedores de kalpak se desvió a la derecha, atravesó la calle y salió del Bazar. Tenía la intención de cruzar a la misma velocidad el mercado de libros viejos pero, al pasar ante la librería Elif, el nombre del establecimiento, que durante años había encontrado perfectamente normal, le pareció de repente una señal. Lo más sorprendente no era que la tienda se llamara Elif, como la primera letra del alfabeto árabe, de la que, según los hurufíes , provenían todas las demás y, en consecuencia, el universo entero, así como la primera del nombre de Allah, sino que la elif que había sobre la librería, tal y como F. M. Üçüncü había previsto, estuviera escrita con caracteres latinos. Mientras pretendía ver aquello como un hecho habitual y no como una señal, a Galip le atrajo la atención la tienda del jeque Muammer Efendi. El que la librería del jeque de los samantes, en tiempos tan frecuentada por empobrecidas viudas de barrios marginales dignas de pena y millonarios americanos tan dignos de pena como ellas, estuviera cerrada, no le pareció indicio de una realidad tan vulgar como que el señor jeque no hubiera querido salir de casa con aquel frío o que hubiese muerto, sino la marca de un misterio que aún permanecía oculto en la ciudad. «Si sigo viendo esas señales por la ciudad -pensó mientras caminaba entre las pilas de novelas policíacas traducidas y las exégesis del Corán que los libreros dejaban ante las puertas de sus establecimientos-, eso quiere decir que todavía no he sido capaz de aprender lo que me enseñaban las letras de mi cara». Pero la razón no era ésa: cada vez que se le venía a la cabeza que le perseguían, aceleraba el paso automáticamente y la ciudad, de ser un pacífico rincón que hervía de objetos perfectamente conocidos, pasaba a convertirse en un terrible universo repleto de peligros y secretos desconocidos. Galip comprendió que sólo si caminaba rápido, más rápido, podría dejar atrás aquella sombra que le perseguía, podría olvidar la sensación de misterio que tanto lo inquietaba. Cruzó la plaza de Beyazit, se metió rápidamente por la calle de los Tratantes de Tiendas, dobló por la calle del Samovar, cuyo nombre tanto le gustaba, bajó hacia el Cuerno de Oro por la paralela calle de los Narguiles, dio media vuelta en la calle de los Almireces y volvió a subir la cuesta. Vio talleres de plásticos, casas de comidas, tiendas de objetos de cobre y cerrajerías. «Así que al comenzar mi nueva vida lo primero con que iba a toparme eran estos sitios», pensó con la inocencia de un niño. Vio tiendas donde se vendían cubos, palanganas, cuentas de vidrio, brillantes lentejuelas, uniformes militares y de policía. Durante un rato caminó hacia la torre de Beyazit, que se había propuesto como meta, pero luego volvió atrás, y subió hasta la mezquita de Solimán pasando entre camiones, vendedores de naranjas, carros de caballos, viejas neveras, carretillas de porteadores, montones de basuras y pintadas políticas en los muros de la universidad. Entró en el patio de la mezquita y, cuando los zapatos se le llenaron de barro andando entre los cipreses, pasó a la calle por la parte de la medersa y caminó entre casas de madera sin pintar que se apoyaban unas en otras. Los tubos de estufa que salían de las ventanas del primer piso de aquellas casas a punto de desplomarse parecían ciegos cañones de fusiles, oxidados periscopios o terribles bocas de cañón que se asomaban a la calle, pero ni siquiera quería evocar la palabra «parecer» para no establecer ninguna relación entre unas cosas y otras.

Para salir de la calle del Joven dobló por la de la Puerta de los Enanos, cuyo nombre se le clavó en la mente y, pensando que podía tratarse de una señal, decidió que las calles adornadas hervían de trampas que le tendían las señales y salió al asfalto, a la calle del Príncipe Heredero. Vio vendedores de óseos de pan, conductores de microbuses que tomaban té y estudiantes universitarios que, con un lahmacun en la mano, miraban los carteles que había a la puerta del cine: una sesión triple. Las dos primeras películas eran de karate, protagonizadas por Bruce Lee, y en los rotos y descoloridos carteles de la tercera, Cüneyt Arkin, señor de una marca fronteriza silyuquí, zurraba a los bizantinos y se acostaba con sus mujeres. Se alejó de allí temiendo que, si seguía mirando las caras anaranjadas de los actores en las fotografías de la entrada del cine, se quedaría ciego. Al pasar junto a la mezquita del Príncipe Heredero, intentó no pensar en la historia del príncipe, que se le había metido en la cabeza. Pero todo a su alrededor seguía bullendo con misteriosas marcas: señales de tráfico con los bordes oxidados, pintadas irregulares, rótulos de plexiglás de sucios restaurantes y hoteles, carteles de esos cantantes a los que llaman «de arabesco» y de compañías de detergente. Aunque, a costa de un enorme esfuerzo, consiguiera no obsesionarse con las señales, mientras caminaba a lo largo del acueducto de Bozdogan, se imaginaba a los sacerdotes bizantinos de barba roja de las películas históricas que había visto de pequeño o, cuando pasó junto a la tienda de boza de Vefa, se acordó de una noche de fiesta años antes en que el Tío Melih se había emborrachado con licor, había montado a toda la familia en taxis y se la había llevado allí a tomar boza y aquellas fantasías se convertían de inmediato en señales de un misterio que había quedado atrás.

Mientras cruzaba a la carrera el bulevar de Atatürk decidió una vez más que si caminaba rápido, más rápido, podría ver las señales, las imágenes y las letras que la ciudad le presentaba no como quería, como partes de un misterio, sino tal y como eran. Entró a toda velocidad en la calle de los Telares, cruzó la de los Azadones y caminó largo rato sin mirar los nombres de las calles. Vio edificios a punto de hundirse con balcones de hierro oxidado intercalados entre casas de madera, camiones modelo 1950, neumáticos con los que jugaban los niños, postes eléctricos torcidos, aceras horadadas y dejadas a medias, gatos que revolvían en los cubos de basura, viejas con la cabeza cubierta por un pañuelo que fumaban asomadas a la ventana, vendedores ambulantes de yogurt, poceros y colchoneros. Bajando de la calle de los Alfombreros a la de la Patria torció de repente a la izquierda, cambió dos veces de acera y, mientras se tomaba un ayran en una tienda de ultramarinos, pensó que la idea de «estar siendo seguido» la había sacado de las novelas policíacas que leía Rüya, pero de la misma forma que no podía apartar de su mente el incomprensible misterio de la ciudad, sabía que no podría desprenderse con facilidad de aquella idea. Torció por la calle de las Dos Tórtolas, volvió a girar a la izquierda en la primera bifurcación y comenzó a andar como si corriera ya en la calle del Hombre Docto. Cruzó corriendo entre los microbuses la calle de Fevzi Bajá aprovechando que el semáforo estaba en rojo. Luego, al comprender por el letrero que la calle en la que se había metido era la de la Leonera, se dejó arrastrar por el pánico: si aquella mano misteriosa cuya presencia había notado cuatro días antes caminando por las cercanías del puente de Gálata seguía colocando señales para él en Estambul, el misterio, de cuya existencia no dudaba, debía estar aún muy lejano. Pasando por el atestado mercado, ante pescaderías donde se vendían jureles, rayas y rodaballos, entró en el patio de la mezquita de Fatih, a la que daban todas las calles. En el amplio patio no había nadie exceptuando a un hombre de barba y abrigo negros que caminaba por la nieve como un cuervo solitario. El pequeño cementerio también estaba vacío. La puerta del mausoleo de El Conquistador estaba cerrada con llave; mirando por la ventana, Galip escuchó el murmullo de la ciudad. El alboroto de los vendedores del mercado, los cláxones de los coches, voces de niños que llegaban del jardín de una lejana escuela, ruidos de martillos, ruidos de motores, el guirigay de los gorriones y las cornejas que llenaban los árboles del patio, el estruendo de microbuses y motocicletas que pasaban, el rumor de ventanas y puertas que se abrían y cerraban cerca de allí, de obras, de casas, de calles, de árboles, de parques, del mar, de los transbordadores, de los barrios, de toda la ciudad, Mehmet el Conquistador, el hombre cuyo sarcófago contemplaba a través de los polvorientos cristales de las ventanas y en cuyo lugar le hubiera gustado estar, había intuido el misterio de aquella ciudad que conquistó quinientos años antes de que Galip naciera gracias a los escritos de los hurufíes y había emprendido la tarea de descifrar lentamente ese universo en el que cada puerta, cada chimenea, cada calle, cada puente, cada acueducto y cada plátano eran señales de otra cosa.

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