– Ya lo sabe -respondió Galip-. Cada día se cometen diez o quince asesinatos políticos por las calles.
– Ésos no son asesinatos políticos, sino espirituales. Además, ¿qué le va a Celâl si falsos integristas, falsos marxistas y falsos fascistas se lanzan unos contra otros? A nadie le importa ya él. Ocultándose él mismo invita a la muerte para que creamos que es alguien lo bastante importante como para ser asesinado. En la época del Partido Demócrata teníamos un periodista, ahora fallecido, un buen hombre, tranquilo y cobarde, que para llamar la atención cada día escribía al fiscal de la prensa una carta, firmada con nombre falso, en la que se denunciaba para que se iniciara un proceso en su contra y así se hablara de él, Y por si eso no bastara, aseguraba que éramos nosotros quienes escribíamos las cartas. ¿Lo entiendes? Celâl Efendi, junto con su memoria, ha perdido su pasado, que era lo único que lo unía a nuestro país. No es una casualidad que ya no escriba artículos.
– Él me ha enviado aquí -dijo Galip y se sacó del bolsillo de la chaqueta los artículos-. Me pidió que dejara sus nuevos artículos en el periódico.
– Déjame que los vea.
Mientras el anciano columnista leía los tres artículos sin quitarse las gafas oscuras, Galip vio que el tomo que había abierto sobre la mesa era una vieja traducción, en alfabeto antiguo, de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand. El anciano columnista llamó con una seña a un tipo alto que acababa de salir de la sala de redacción.
– Los nuevos artículos de Celâl Efendi -le dijo-. La afición de siempre a demostrar su destreza, la de siempre…
– Ahora mismo los envío abajo para que preparen la composición -respondió el tipo alto-. Estábamos pensando en poner uno de los viejos.
– Durante un tiempo seré yo quien les traiga los nuevos -dijo Galip.
– ¿Por qué no aparece? -preguntó el alto-. Hay mucha gente que lo anda buscando.
– Estos dos se disfrazan cada noche -intervino el anciano escritor señalando a Galip con la nariz. Cuando el alto se alejó sonriendo se volvió hacia Galip-. Os metéis por callejones fantasmas, ¿no? Vais tras asuntos sucios, secretos extraños, espectros, muertos de hace ciento veinte años, os metéis en mezquitas de alminares hundidos, en edificios en ruinas, en casas vacías, en monasterios abandonados, entre falsificadores de moneda y traficantes de heroína, con ropa rara, con máscaras y con estas gafas, ¿no? Has cambiado mucho desde la última vez que te vi, Galip Bey, hijo mío. Tienes la cara más pálida, los ojos hundidos, te has convertido en otro. Las noches de Estambul nunca acaban… Un fantasma que no puede dormir por los remordimientos de sus pecados… ¿Qué?
– Devuélvame las gafas. Me gustaría irme…
29. Resulta que yo era su héroe
«El estilo personal: la escritura comienza imitando lo que ya está escrito. Es algo natural. ¿Acaso no empiezan los niños a hablar imitando a los demás?»
"Estilo", Diccionario de literatura, TAHIR-ÜL MEVLEV
Me miré al espejo y leí mi cara. El espejo era un mar silencioso y mi cara un papel pálido escrito con la tinta verde del mar. «¡Hijo, tienes la cara blanca como el papel», decía tiempo atrás tu madre, tu hermosa madre, o sea, mi tía, cuando yo tenía la mirada vacía. Tenía la mirada vacía porque, sin saberlo, tenía miedo de lo que estaba escrito en mi cara; tenía la mirada vacía porque tenía miedo de no encontrarte donde te había dejado. Donde te había dejado, entre mesas viejas, sillas cansadas, pálidas lámparas, periódicos, cortinas y cigarrillos. En invierno la noche llegaba temprano, como la oscuridad. En cuanto oscurecía, en cuanto se cerraban las puertas, en cuanto se encendían las luces, yo pensaba en el rincón en el que te sentabas detrás de nuestra puerta: de pequeños en pisos distintos, de mayores al otro lado de la misma puerta.
Lector, ¡eh, lector! Lector que comprendes que estoy hablando de esa muchacha pariente mía con la que comparto el mismo techo y la misma chimenea: ponte en mi lugar mientras lees esto y presta atención a mis señales; porque sé que hablando de mí estoy hablando de ti y tú sabes que al contar tu historia estoy hablando de mis recuerdos.
Me miré al espejo y leí mi cara. Mi cara era la piedra de Rosetta que descifraba en sueños. Mi cara era una lápida sepulcral a la que se le había caído el turbante que la coronaba. Mi cara era un espejo de piel en el que se miraba el lector; respirábamos juntos por los poros, los dos, tú y yo, mientras el humo de nuestros cigarrillos llenaba la sala de estar repleta de novelas que leías como si las devoraras, mientras el motor de la nevera funcionaba tristemente en la cocina a oscuras mientras la luz del color de tu piel de la lámpara de mesa de pantalla color portada de libro caía sobre mis dedos de pecador y sobre tus largas piernas.
Yo era el héroe hábil y triste del libro que leías; yo era el viajero que, acompañado por su guía, corría sobre losas de mármol y entre enormes columnas y oscuras rocas hacia los condenados a una agitada vida subterránea, que subía las escaleras de los siete cielos cubiertos de estrellas; yo era el detective sagaz que le grita a su amante en el otro lado del puente que cruza el precipicio «¡Yo soy tú!» y que descubre los rastros de veneno en la ceniza del cigarrillo porque el autor le echa una mano… Tú pasabas las páginas, impaciente, en silencio. Cometí crímenes por amor, crucé el Eufrates a caballo, fui enterrado en pirámides, maté cardenales: «Querida, ¿de qué trata ese libro?». Tú eras un ama de casa y yo el marido que regresa por las tardes en el taxi colectivo: «De nada en particular». Nuestros sillones temblaban el uno frente al otro cuando por delante de la casa pasaba el último autobús, el autobús más vacío con toda su carga de vacío. Tú con tu libro de tapas de cartón en la mano, yo, con el periódico que no había podido leer en las mías, te preguntaba: «Si yo fuera tu héroe, ¿me querrías?». «¡No digas tonterías!» El silencio despiadado de la noche, decía en los libros que leías, yo sabía lo despiadado que es el silencio.
Pensé que su madre tenía razón porque mi cara siempre ha sido blanca; sobre ella hay cinco letras. Sobre el enorme caballo de la cartilla escribía caballo, sobre una rama, Uno A, un abuelo. Dos P, un papá, como en francés. Madre, tío, tía, familia. Ni existía un monte llamado Kaf ni una serpiente que lo rodeara. ¡Corría con las comas, me detenía con los puntos, me sorprendía con los signos de exclamación! ¡Qué sorprendente era el mundo en los libros y en los mapas! El granjero llamado Tom Mix vivía en Nevada. Y Puño de Acero, el protagonista de Texas, justo aquí, en Boston, Karaoglan con su espada en Asia Central. «Mil y una caras», «Coñac», Rody, Batman, Aladino, Aladino, ¿ha salido el número ciento veinticinco de Tacas ? Quietos, decía la Abuela, que nos quitaba los tebeos para leerlos. ¡Quietos! Si no ha salido el nuevo número de ese asqueroso tebeo, os contaré una historia. Nos la contaba con el cigarrillo en los labios. Nosotros dos, tú y yo, subíamos al monte Kaf, cogíamos la manzana del árbol, bajábamos por el tallo de la planta de la habichuela, nos metíamos por chimeneas, seguíamos rastros. Después de nosotros, el mejor siguiendo rastros era Sherlock Holmes, luego Pluma Blanca, el amigo de Pecos Bill, y luego Alí el Cojo, el enemigo de Mehmet el Flaco. Lector, ¡eh, lector! ¿Estás tú también siguiendo mis letras? Porque aunque no lo sabía y no tenía la menor noticia, mi rostro es un mapa. ¿Y después?, preguntabas sentada en una silla frente a la Abuela. ¿Y después, abuela?, balanceando tus piernas, que no llegaban al suelo. ¿Y después?
Y después, mucho después, cuando yo ya era tu marido que volvía cansado del trabajo por la tarde, cuando sacaba del maletín la revista que acababa de comprar en la tienda de Aladino y tú la tomabas y te sentabas en la misma silla, balanceabas las piernas -¡Dios mío!- con la misma decisión. Yo te observaba con la mirada vacía y me preguntaba temeroso: ¿Qué tienes en la mente? ¿Cuál es el misterio secreto del jardín secreto de tu mente, que para mí está prohibido? Yo intentaba descubrir el secreto que hacía que balancearas las piernas, el misterio del jardín de tu mente, mirando la revista ilustrada por encima de tu hombro, por donde se derramaba tu cabello: rascacielos en Nueva York, fuegos artificiales en París, apuestos revolucionarios, resueltos millonarios. (Pasa la página.) Aviones con piscina, superestrellas con corbatas rosas, gettos universales y los últimos comunicados. (Pasa la página.) Jóvenes estrellas de Hollywood, cantantes rebeldes, príncipes y princesas internacionales. (Pasa la página.) Una noticia local: una mesa redonda con dos poetas y tres críticos sobre los beneficios de la lectura.
Yo todavía no he descubierto el secreto, pero tú, después de pasar muchas páginas y muchas horas y de que, ya tarde, hayan pasado jaurías de perros hambrientos ante la puerta, has terminado de resolver el crucigrama. Diosa de la salud de los sumerios: Bo; valle de Italia: Po; tipo especial de regla: Te-nota: Re; río que fluye de abajo arriba: Alfabeto; monte que no existe en el valle de las letras: Kaf; palabra mágica: Escucha-teatro de la mente: Sueño; apuesto héroe de la pantalla que aparece en la fotografía: Tú siempre te lo sabes, a mí nunca me sale. Cuando levantabas la cabeza de la revista en el silencio de la noche, la mitad de la cara iluminada y la otra mitad un espejo oscuro, preguntabas, sin que yo acertara a entender si me lo preguntabas a mí o al famoso y apuesto héroe del centro del crucigrama, «¿Y si me corto el pelo?». ¡Querido lector, por un momento yo volvía a mirar al vacío, al vacío absoluto!
Nunca he podido convencerte de por qué yo creía en un mundo sin héroes. Nunca he podido convencerte de por qué no son héroes esos pobres autores que se inventan a esos héroes. Nunca he podido convencerte de que los que salen en las fotografías de esas revistas son de una especie distinta a la nuestra. Nunca he podido convencerte de que tenías que conformarte con una vida vulgar. Nunca he podido convencerte de que en esa vida vulgar también debería haber sitio para mí.
«De todos los gobernantes de los que he oído hablar el que más se acercó al espíritu de Dios, en mi opinión, era Harun al-Rashid de Bagdad, al que, como saben, le gustaba pasearse disfrazado.»
The Deluge At Norderney , ISAK DINESEN