Mientras leía que, para describir aquella época lejana y feliz en la que los hombres todavía no conocían el tiempo, los poetas hablaban de cómo el anaranjado sol del atarde en el horizonte que describían permanecía estático, y de cómo los galeones no cambiaban de lugar a pesar de estar avanzando con las velas hinchadas por un viento que no soplaba sobre un mar inmóvil color cristal y ceniza, Galip comprendió, al encontrar la imagen de blanquísimas mezquitas y alminares más blancos aún que se elevaban a la orilla de aquel mar como espejismos que nunca fueran a desaparecer, que los sueños y la vida de los hurufíes , que habían permanecido ocultos desde el siglo XVII hasta nuestros días, habían envuelto por completo también a Estambul. Mientras leía cómo, desde hacía siglos, planeaban sobre las cúpulas de Estambul como si estuvieran clavados en el cielo las cigüeñas, las aves fénix, los albatros y los simurg que aletean hacia el horizonte entre alminares blancos de tres balcones, cómo cualquier paseo por las calles de Estambul, que nunca se cruzan en ángulo recto y que nunca se puede predecir cómo se cruzarán, era tan divertido y mareante como un viaje en día de fiesta al infinito y cómo, después del paseo, el caminante comprendía enseguida el misterio de la vida y de las letras en su cara gracias a los dibujos que veía en el mapa al seguir con el dedo las curvas trazadas en las calles por él y cómo en las cálidas noches de verano de luna llena, en que los cubos que cuelgan de los pozos regresan a la superficie llenos tanto de agua fría igual que el hielo como de señales del misterio y de las estrellas, todos recitaban hasta el amanecer poemas que trataban del significado de las señales y de las señales del significado, Galip comprendió que también en Estambul se había vivido tiempo atrás la edad de oro del hurufismo sin adulterar así como que sus años de felicidad con Rüya habían quedado muy atrás. Pero aquella feliz edad de oro no debía de haber durado mucho. Porque Galip leyó que inmediatamente después de aquella edad de oro en la que el misterio estaba abiertamente a la vista de todos, algunos, para ocultar el significado como habían hecho los hurufíes de los fantasmas para complicar sus secretos, habían recurrido a la ayuda de elixires fabricados con sangre, huevos, excrementos y pelo. Y otros habían cavado subterráneos en sus casas situadas en los rincones más recónditos de Estambul, para enterrar lo que ocultaban. También leyó que algunos, no tan afortunados como aquellos que habían cavado subterráneos, habían sido apresados por participar en la rebelión de los jenízaros, que, colgados de los árboles, las letras de sus caras, deformadas por el nudo corredizo que los apretaba como una corbata, se habían vuelto ilegibles, y que los trovadores que iban a los monasterios de barrios de los suburbios con el saz en la mano a susurrar los misterios de los hurufíes eran recibidos por un muro de incomprensión. Todos aquellos indicios confirmaban que la edad de oro que se había vivido tanto en las remotas aldeas fantasmas como en los rincones más secretos y en las calles más misteriosas de Estambul había terminado con un gran infortunio.
Al llegar a la última página de un viejo libro de poesía con las páginas roídas por los ratones y en algunas de cuyas esquinas florecía un moho verde azulado o color de sulfato de cobre con un agradable olor a papel y a humedad, Galip encontró una nota que advertía que se podía conseguir más información sobre el tema en otro librito. Según una larga y mal construida frase que el impresor de Jurasán había añadido en las últimas páginas de la separata encajándola en tipos pequeños entre las direcciones de la editorial y la imprenta y las fechas de edición e impresión y los últimos versos de un monótono poema, aquella obra, titulada El misterio de las letras y la desaparición del misterio , séptimo libro de la colección y editado de nuevo en Jurasán, cerca de Erzurum, había sido escrita por F. M. Üçüncü y había sido distinguida con los elogios del Periodista de Estambul Selim Kacmaz.
Galip, con una falta de sueño y un cansancio que enfriaban los juegos de palabras y letras y sus sueños de Rüya, recordó los años en que Celâl inició su carrera de periodista. En aquellos días el interés de Celâl por los juegos de palabras y letras no pasaba de enviar saludos especiales a colegas-amigo-familiares o a sus amantes desde las secciones de «Su horóscopo para hoy» o «Increíble pero cierto». Buscó furiosamente el librito entre las pilas de papeles, revistas y periódicos. Cuando lo encontró en una de las cajas, en la que había mirado ya bastante desesperado después de ponerlo todo patas arriba, entre recortes de periódicos, artículos polémicos sin publicar y algunas extrañas fotografías que Celâl había guardado a principios de los sesenta, ya era bastante más de medianoche y en la ciudad había comenzado ese desesperante y escalofriante silencio que se siente cuando se proclama el toque de queda en las épocas de estado de excepción.
Como la mayoría de las «obras» de ese tipo que se anuncian como ya publicadas o de próxima aparición, El misterio de las letras y la desaparición del misterio sólo había podido ser editada años después y en otra ciudad: un libro de doscientas veinte páginas impreso en 1962 en Górdes, lo cual sorprendió a Galip, que ignoraba que por aquellas fechas existiera una imprenta en tal sitio. En la amarillenta portada había una ilustración oscura que había sido reproducida usando un cliché defectuoso y tinta de mala calidad: un camino flanqueado por castaños que se perdía en el infinito de la perspectiva. Dentro de cada uno de los castaños había letras, letras terribles que ponían la piel de gallina. A primera vista parecía uno de aquellos libros tan frecuentes en esos años escritos por oficiales «idealistas» del orden. ¿Por qué llevamos doscientos años sin alcanzar a Occidente? ¿Cómo podemos desarrollar el país? Incluso tenía una de esas dedicatorias típicas de aquellos libros publicados a expensas del autor en una remota ciudad de Anatolia: «¡Cadete de la Academia! ¡Sólo tú puedes salvar este país!». Pero cuando comenzó a pasar las páginas, se dio cuenta de que estaba en una «obra» completamente distinta. Se levantó del sillón, fue a la mesa de Celâl, colocó los codos a ambos lados del libro y empezó a leer atentamente.
El misterio de las letras y la desaparición del misterio se componía de tres partes y el título de las dos primeras formaba el del libro. La primera parte, «El misterio de las letras», se iniciaba con la biografía de Fazlallah, el fundador del hurufismo. F. M. Üçüncü había añadido a su biografía una dimensión laica y resaltaba más la personalidad de Fazlallah como racionalista, filósofo, matemático y lingüista que como místico. Tanto como un profeta, un mahdi, un mártir, un santo, un hombre justo, y quizá más, Fazlallah había sido un filósofo de agudo pensamiento, un genio; pero había sido alguien «típicamente nuestro». Por eso, intentar explicar, como hacían los orientalistas occidentales, el pensamiento de Fazlallah mediante influencias del panteísmo, de Plotino, de Pitágoras o de la Cábala no era sino apuñalarlo recurriendo al pensamiento occidental, al que se había opuesto durante toda su vida. Fazlallah era un oriental sin adulterar.
Según F. M. Üçüncü, Oriente y Occidente se repartían las dos mitades del mundo: se oponían completamente el uno al otro, eran lo contrario, lo opuesto, como el bien y el mal, lo blanco y lo negro, el ángel y el diablo. Era absolutamente imposible que, como creían algunos soñadores, esos dos universos se entendieran y vivieran en paz. Uno de los dos universos sería siempre superior, sería el amo, y el otro se vería obligado a ser su esclavo. Para dar ejemplos de aquella interminable guerra entre hermanos gemelos repasaba toda una serie de hechos históricos de especial significado, desde el nudo («o sea, la clave», escribía el autor) que Alejandro cortó con un golpe de su espada en Gordium (de kordügüm, nudo que no se puede deshacer ) hasta las Cruzadas, desde las letras y las cifras y el profundo sentido que había en el reloj mágico que Harun al-Raschid había enviado a Carlomagno hasta el paso de los Alpes por Aníbal, desde la conquista islámica de Al-Andalus (dedicaba toda una página al número de columnas de la mezquita de Córdoba) hasta la toma de Bizancio y Estambul por Mehmet el Conquistador, él mismo un hurufí, desde el hundimiento del estado de los jázaros hasta el hecho de que los otomanos hubieran sido derrotados primero en Doppio (la Fortaleza Blanca) y después ante Venecia.
En opinión de F. M. Üçüncü, todas aquellas realidades históricas indicaban un punto importante que había sido tratado de forma encubierta por Fazlallah en sus obras. No era menos casualidad que hubiera épocas en las que, bien Oriente o bien Occidente, hubieran sido superiores, sino que se trataba de algo lógico. Cualquiera de ambos universos que «en ese periodo histórico» consiguiera ver el mundo como un lugar que hervía de secretos y dobles sentidos, como un lugar misterioso, aplastaba al otro. Los que veían el mundo como algo simple, con un único sentido, sin misterio, estaban condenados a la derrota y, como resultado inevitable, a la esclavitud.
La segunda parte la había dedicado F. M. Üçüncü a una detallada argumentación sobre la desaparición del misterio. Fuera tanto la «idea» de la filosofía griega antigua como el Dios del neoplatonismo cristiano, como el Nirvana hindú, como el Simurg de Attar, como «el amado» de Mevlâna, como «el tesoro secreto» de los hurufíes , como el noúmenos de Kant, como quién era el asesino en una novela de detectives, el misterio siempre significaba un «centro» oculto en el mundo. Así pues, decía F. M. Üçüncü, si una civilización pierde Ia noción de «misterio», eso significa que su pensamiento se verá privado de «centro» y perderá su equilibrio.
En las páginas siguientes Galip leyó ciertas líneas, cuyo significado no pudo descifrar, acerca de por qué Mevlai se había visto obligado a matar a su «amado» Semsi Tebrizi, por qué había ido a Damasco para proteger el misterio «que ha cimentado» en aquella muerte, por qué no le habían bastado sus idas y venidas y sus investigaciones por la ciudad para mantener en pie su aura de «misterio» y sobre algunos de los rincones de Damasco a los que había acudido Mevlâna durante sus caminatas en busca del «centro» de su pensamiento, que iba perdiendo poco a poco. Cometer un asesinato del cual el culpable nunca sería identificado o desaparecer sin dejar la menor huella eran, decía el autor, buenos métodos para recrear el misterio perdido.