Luego F. M. Üçüncü comenzaba con la cuestión más importante del hurufismo, la relación «entre las letras y las caras». Tal y como había hecho Fazlallah en su Favidanname , afirmaba que Dios podía verse oculto en las caras de las personas, había investigado cuidadosamente las líneas en el rostro humano y había establecido la relación necesaria entre aquellas líneas y las letras árabes. Tras una serie de páginas infantiles en las que discutía largamente versos de poetas hurufíes como Nesimí, Rafii, Misali, Ruhi el Bagdadí y Gül Baba, se establecía una cierta lógica en el libro: en épocas de felicidad y victoria nuestras caras tienen significado, así como el mundo en que vivimos. Le debíamos ese significado a los hurufíes , que habían sido capaces de ver el misterio en el mundo y las letras en nuestras caras. La desaparición del hurufismo había supuesto la pérdida tanto del misterio de nuestro mundo como la de las letras de nuestras caras. Nuestros rostros estaban ahora vacíos, ya no existía la posibilidad de leer algo en ellos como antes; nuestras cejas, nuestros ojos, nuestras narices, nuestras miradas, nuestros gestos, nuestras caras vacías carecían de significado. A Galip le apeteció levantarse de la mesa y mirarse la cara en el espejo, pero siguió leyendo con atención.
Todo estaba relacionado con ese vacío en nuestras caras, tanto la extraña topografía, que recuerda la cara oculta de la luna, visible en los rostros de las estrellas del cine turco, árabe o indio, como los oscuros y terroríficos resultados que descubre el arte de la fotografía cuando se vuelve hacia los seres humanos. El hecho de que las personas que llenan las calles de Estambul, Damasco o El Cairo se parezcan unas a otras como espectros que gimen por su desdicha a medianoche o que los hombres de ceño fruncido se dejen siempre el mismo bigote, o el que las mujeres que siempre se cubren la cabeza con el mismo pañuelo miren de la misma manera el suelo mientras caminan por aceras cubiertas de barro, se debía a este vacío. Así pues, lo que había que hacer era dotar de nuevo de significado ese vacío en nuestras caras, crear un nuevo sistema que permitiera ver las letras latinas en nuestros rostros. La segunda parte acababa dando la buena noticia de que la tercera, llamada «El descubrimiento del misterio», se ocuparía de dicho asunto.
A Galip le gustó F. M. Üçüncü, que usaba palabras de doble sentido y que jugaba con ellas con la ingenuidad de un niño. Tenía algo que recordaba a Celâl.
27. Una larga partida de ajedrez
«Harun al-Rasid paseaba de vez en cuando disfrazado por Bagdad porque quería saber lo que el pueblo pensaba de él y de su gobierno. Y esa tarde, de nuevo…»
Las mil y una noches
Uno de mis lectores, que desea permanecer en el anonimato, posee una carta que arroja cierta luz sobre algunos puntos oscuros de una de esas épocas de nuestra historia reciente a las que llamamos «de tránsito a la democracia», carta que llegó a sus manos por un camino empedrado de coincidencias, dificultades y traiciones que, razonablemente, se niega a revelar. En esta columna publico la carta, escrita por nuestro dictador de entonces a uno de sus hijos o hijas, al parecer en el extranjero, sin alterar lo más mínimo el estilo, estilo de general:
El aire, incluso en la habitación en que murió el fundador de nuestra República, era tan cálido y sofocante que, en aquella noche de agosto de hace seis semanas, no sólo estaba parado el dorado reloj de péndulo que marca las nueve y cinco, hora a la que murió Atatürk, y que tanto os hacía reír porque confundía a tu difunta madre, sino que también se habían detenido todos los demás relojes del palacio del Dolmabahce y todos los de Estambul y uno llegaba a creer que el terrible tiempo, el movimiento y el pensamiento, se habían petrificado. En las ventanas que daban al Bósforo, cuyas cortinas siempre ondeaban, no había el menor movimiento; los centinelas, alineados en la penumbra a lo largo del muelle, permanecían inmóviles como maniquíes, aparentemente no porque se les hubiera ordenado así, sino porque el tiempo se hubiese detenido. Cuando sentí que había llegado el momento de hacer lo que llevaba años ambicionando pero que hasta entonces no me había atrevido a emprender, me puse la ropa de campesino que guardaba en el armario. Mientras me deslizaba al exterior por la Puerta del Harén, que ya nadie usaba recordaba, para darme valor, cuántos sultanes antes que yo en los últimos quinientos años, habían salido por aquella puerta trasera o por las puertas traseras de los otros palacios de Estambul. El de Topkapi, el de Beylerbeyi, el de Yildiz, se habían perdido en la oscuridad de la vida de la ciudad, que tanto añoraban, y habían regresado sanos y salvos.
¡Cuánto había cambiado Estambul! Era como si las ventanas del Chevrolet blindado no sólo impidieran el paso a las balas sino también a la vida real de la ciudad, de mi amada ciudad. Después de alejarme de los muros del palacio, mientras caminaba en dirección a Karakóy, le compré dulce a un vendedor ambulante, se le había quemado demasiado el azúcar. Hablé con hombres que jugaban al chaquete o a las cartas o escuchaban la radio en los cafés al aire libre. Vi prostitutas que esperaban clientes ante las pastelerías y niños que mendigaban señalando los asados de los escaparates de los restaurantes. Entré en los patios de las mezquitas para mezclarme con el gentío que salía de la oración de la noche, me senté en jardines de té para familias en barrios apartados y tomé té y comí pipas con todos los demás. En una callejuela empedrada con enormes adoquines vi una joven pareja que regresaba de visitar a unos vecinos: si supieras con qué cariño se apoyaba la mujer, con la cabeza cubierta por un pañuelo, en el brazo del marido, que llevaba a su hijo medio dormido sobre los hombros… Se me llenaron los ojos de lágrimas.
No, no me preocupaba la felicidad o no de nuestros compatriotas: incluso en esa noche de libertad y fantasía, de ser testigo de la vida real de mis conciudadanos, aunque fuera de manera fragmentada, avivaba en mí la sensación de encontrarme fuera de la realidad, la tristeza y el miedo de haber despertado de mis sueños. Intentaba librarme de aquel temor observando Estambul. Mientras miraba los de las pastelerías, mientras contemplaba la muchedumbre que descendía de los transbordadores de hermosas chimeneas de las Líneas Urbanas en su último trayecto de la noche, los ojos volvían a llenárseme de lágrimas.
Se acercaba la hora del toque de queda que yo mismo había proclamado. Para sentir la frescura del agua en mi camino de regreso, me acerqué a un barquero en Eminónü, le di cincuenta piastras y le dije que me llevara paseando hasta dejarme en algún lugar de la otra orilla, en Karakdy o en Kabatas. «¡Tú te has debido comer el poco seso que te queda con pan y queso, hombre! -me dijo-. ¿No sabes que nuestro General Presidente pasea cada noche a estas horas con su motora y que a cualquiera que vea en el mar ordena que se le detenga y se le arroje a una mazmorra?». Le ofrecí un puñado de esos billetes rosas, esos mismos billetes que han provocado que mis enemigos propaguen todo tipo de rumores, que conozco perfectamente, porque he reproducido mi imagen en ellos. «Si nos hacemos al mar con tu barca, ¿me enseñarás la motora de ese General Presidente?» «¡Métete debajo de ese tejadillo y que no se te ocurra moverte! -me dijo señalándome con la misma mano con que apretaba el dinero un rincón en la proa de la barca-. ¡Que Dios nos proteja!». Agarró los remos.
No podía saber en qué dirección del oscuro mar nos encaminábamos, si hacia el Bósforo, hacia el Cuerno de Oro o hacia el Mármara. El mar, tranquilo, estaba tan silencioso como la oscura ciudad. Desde el lugar en que estaba echado sentía sobre el agua un suavísimo olor, apenas perceptible, a niebla. Al oírse el estruendo de una motora que se acercaba a lo lejos, el barquero susurró: «¡Ya viene! ¡Viene todas las noches!». Cuando ocultamos nuestra barca tras los pontones cuartos de mejillones del puerto, no pude apartar la mirada del haz de luz de un proyector que se movía a izquierda y derecha sobre la ciudad, la costa, el mar y las mezquitas como si estuviera interrogando todo lo que lo rodeaba. Luego vi el barco enorme, blanco, que se aproximaba lentamente; en la borda y en la popa había una hilera de centinelas con chalecos salvavidas y armas; más arriba estaba la cabina del capitán, donde había una multitud, y, por encima de ellos, en alto, ¡el falso General Presidente, solo! Apenas podía distinguirlo porque se encontraba en la penumbra, en las sombras del barco que avanzaba, pero, entre la oscuridad y la niebla ligera, podía ver que estaba vestido como yo. Le pedí al barquero que lo siguiera, pero fue en vano: me dijo que estaba a punto de comenzar el toque de queda y que no le apetecía estar para entonces en la calle y me dejó en Kabatas. Volví a mi palacio en silencio por las calles desiertas.
Aquella noche pensé en él, en mi sosia, en el falso general, pero no en quién podía ser ni en lo que podría estar haciendo a esas horas en medio del mar; pensé en él porque podía pensar en mí por medio de él. A la mañana siguiente les pedí a los comandantes del estado de excepción que retrasaran una hora el toque de queda con la intención de poder observarlo mejor: lo anunciaron por la radio de inmediato junto con un discurso mío. Para dar a todo aquel asunto un aspecto de mayor flexibilidad en el régimen ordené que se liberara a una parte de los detenidos, los soltaron al momento.
¿Estaba más alegre Estambul la noche siguiente? ¡No! Eso demuestra que la inagotable tristeza de mi pueblo no se debe, como afirman algunos de mis opositores más superficiales, a la presión política, sino que brota de algo más profundo, de algo a lo que no podemos renunciar. La noche siguiente tomaban y tomaban café, comían pipas y helados y escuchaban en las radios de los cafés, con el mismo ensimismamiento y la misma tristeza, mi discurso en el que anunciaba la reducción de horas del toque de queda; ¡pero qué reales eran! Mientras estaba entre ellos sentía la amargura de un sonámbulo que no puede regresar entre los hombres reales porque no es capaz de despertar. Encontré al barquero en Eminónü, como si, por alguna extraña razón, me esperara. De inmediato nos hicimos a la mar.
En esta ocasión hacía viento y el mar estaba picado, el General Presidente nos hizo esperarle como si se hubiera retrasado porque alguna señal lo hubiese inquietado. Mientras observaba el barco desde detrás de otro pontón, esta vez cerca de Kabatas, y luego al General Presidente en persona, pensé que lo encontraba hermoso: hermoso y real, si es que podemos utilizar ambas palabras juntas. ¿Era posible? Sus ojos estaban vueltos, como proyectores, hacia Estambul, hacia la gente y, al parecer, hacia la historia por encima del gentío reunido en el puente. ¿Qué veía?