Según Fazlallah, el sonido era la línea que separaba el ser y el no ser. Porque todas las cosas palpables que pasan del universo invisible al material tienen un sonido que pueden producir: para comprenderlo basta con entrechocar dos objetos, incluso de «los más silenciosos». Por supuesto, la forma más desarrollada del sonido era la «voz», esa cosa excelsa a la que llaman «el verbo», ese instrumento mágico llamado «palabra» que está compuesto por letras. Y era posible distinguir con toda claridad en las caras de los hombres esas letras, que son la esencia y el significado del ser y la manifestación de Dios en la tierra. En nuestros rostros existen desde nuestro nacimiento siete líneas, formadas por las dos cejas, las cuatro pestañas y la línea del cabello. Al añadir a esas marcas las líneas de la nariz, que se desarrolla después, «ya tarde», con la adolescencia, el número de letras se eleva a catorce, y si el número de líneas se dobla sumando a su existencia imaginaria la apariencia real, más poética que aquélla, se comprende fácilmente que no es en absoluto casual que fuera con veintiocho letras con las que hablara Mahoma y con las que se reveló el Corán. Leyendo cómo se necesitaba observar con mayor cuidado aun la raya del pelo y la línea que hay bajo la barbilla, dividirla por dos y considerarlas a cada una dos letras distintas para llegar a las treinta y dos del persa que había hablado Fazlallah y en el que había escrito su Yavidanname , Galip comprendió que en algunas de las fotografías que había sacado las caras y el pelo habían sido divididos en dos de forma que recordaban el peinado engominado de los actores americanos de los años treinta. Todo parecía extraordinariamente simple y Galip, a quien le gustaba aquella sencillez infantil, volvió a sentir que comprendía qué era lo que atraía a Celâl de aquellos juegos de letras.
Como el «El» cuya historia había escrito Celâl, Fazlallah se proclamó salvador, profeta, el Mesías que esperaban los judíos y para cuyo descenso de los cielos se preparaban los cristianos, el Mahdi que había anunciado Mahoma y, después de reunir en Isfahan a siete personas que creían en él, comenzó a difundir su doctrina. Mientras leía que Fazlallah, yendo de ciudad en ciudad, predicaba que el mundo no era un lugar que proporcionara su significado a primera vista, que hervía de secretos y que para conocerlos había que saber el misterio de las letras, Galip sintió una gran paz interior: era como si hubiera demostrado con toda facilidad que su propio mundo también hervía de secretos tal y como había esperado y siempre había deseado. Asimismo notaba que la paz interior que sentía se debía a la simplicidad de la demostración. Si era cierto que el mundo era un lugar que hervía de secretos, entonces también era real la existencia de un mundo oculto que señalaban y del cual formaban parte la taza de café, el cenicero, el abrecartas e incluso su mano, que descansaba junto al abrecartas como un cangrejo absorto. Rüya estaba en ese mundo. Galip estaba en su umbral. Poco después entraría en él gracias al secreto de las letras.
Para conseguirlo debía leer atentamente todavía un poco más. Releyó la vida y la muerte de Fazlallah. Comprendió que había soñado su muerte y que había caminado hacia la muerte como si soñara. Había sido acusado de herejía porque no adoraba a Dios sino a las letras, a los hombres y a los ídolos, se había proclamado Mahdi y creía, no en el significado real y visible del Corán, sino en sus propias fantasías según las cuales existía un significado secreto e invisible, y había sido apresado, juzgado y ahorcado.
El paso a Anatolia de los hurufíes , que, tras la muerte de Fazlallah y sus seguidores más próximos, a duras penas podían mantenerse en Irán, se debió al poeta Nesimí, uno de los sucesores de Fazlallah. El poeta viajó por toda Anatolia, ciudad por ciudad, cargando con un baúl verde en el que llevaba las obras de Fazlallah y todos los manuscritos relativos al hurufismo, baúl que habría de alcanzar la categoría de legendario entre los hurufíes , encontró nuevos partidarios en remotas medersas donde sesteaban las arañas y en conventos miserables donde reinaban las lagartijas y, para demostrar a los sucesores que estaba formando que no sólo el Corán sino también el mundo hervían de secretos, recurrió a juegos de letras y palabras inspirados en el juego del ajedrez, que tanto le gustaba. Después de que el poeta Nesimí, que en sólo dos versos había comparado las líneas del rostro y un lunar de su amada con una letra y su punto, la letra y su punto con una esponja y una perla en el fondo del mar, a él mismo con el buceador que muere buscando la perla, a aquel buceador que se sumergía deseoso en la muerte con el enamorado que corre hacia Dios y, cerrando el círculo, a Dios con su amada, fuera detenido en Alepo, sometido a un largo juicio, muerto por desollamiento y su cadáver expuesto en la ciudad colgando de una horca, su cuerpo fue descuartizado en siete partes y enterrado, para que sirviera de ejemplo, en las siete ciudades donde había encontrado seguidores y en las que sus poemas habían sido memorizados.
El hurufismo, que gracias a la influencia de Nesimí se extendió con rapidez entre los bektasis del país de los descendientes de Osman, logró entusiasmar también al sultán Mehmet el Conquistador quince años después de la toma de Estambul. Cuando los ulema que le rodeaban se enteraron de que el sultán tenía en sus manos los escritos de Fazlallah, que hablaba de los misterios del mundo, de las preguntas que plantean las letras y de los secretos de Bizancio, ciudad que contemplaba desde el palacio en el que acababa de instalarse, y que investigaba cómo cada chimenea, cada cúpula, cada árbol de los que señalaba con su propia mano podía ser la clave del misterio de un universo distinto bajo tierra, organizaron una conspiración y ordenaron quemar vivos a todos los hurufíes que habían podido aproximarse al sultán.
En un librito, que, por lo que se deducía de una nota manuscrita añadida en la última página, había sido publicado clandestinamente a principios de la Segunda Guerra Mundial en una imprenta de Jurasán, cerca de Erzurum (o eso es lo que se pretendía que se dedujera), Galip vio una ilustración que mostraba a los hurufíes siendo decapitados y quemados vivos tras el fallido atentado contra Bayaceto II, hijo de El Conquistador. En otra página habían dibujado a los hurufíes con los mismos trazos infantiles y la misma expresión de terror mientras eran quemados por no someterse a la orden de destierro de Solimán el Magnífico. Entre las llamas ondeantes que envolvían sus cuerpos se veía la misma palabra, «Dios», con las mismas eli y lam , y, lo que era aún más extraño, de los ojos de aquellos cuerpos que ardían como yesca entre letras árabes brotaban lágrimas parecidas a las O, U y C del alfabeto latino. Galip había encontrado en aquella ilustración la primera aplicación del hurufismo a la «Reforma del alfabeto» de 1928, del paso del alifato árabe al alfabeto latino, pero, como en aquel momento tenía la mente demasiado ocupada con la fórmula del secreto que debía resolver, continuó leyendo lo que hallaba en la caja sin comprender demasiado lo que acababa de ver.
Leyó páginas y más páginas sobre que la principal característica de Dios era un «tesoro secreto», un kenz-i mahfi , un misterio. Todo el problema consistía en entender que ese misterio se reflejaba en el mundo. Todo el problema consistía en comprender que el misterio se veía en cada lugar, en cada cosa, en cada objeto, en cada persona. El mundo era un océano de pistas: cada gota tenía un sabor a sal que permitía alcanzar el misterio que se ocultaba tras ella. Galip sabía que penetraría en los secretos de aquel océano si continuaba leyendo con los ojos cansados y enrojecidos.
De la misma forma que los indicios estaban en todas partes y en todas las cosas, el misterio también estaba en todas partes y en todas las cosas. Según iba leyendo, Galip veía claramente que los objetos que lo rodeaban eran señales de sí mismos y del secreto al que se acercaba lentamente, como lo son en un poema el rostro de la amada, las perlas, las rosas, las copas de vino, los ruiseñores, los cabellos de oro, las noches y las llamas. El hecho de que la cortina, en la que se reflejaba la pálida luz de la lámpara, los viejos sillones, que bullían de recuerdos de Rüya, las sombras de la pared y el terrible auricular del teléfono estuvieran tan cargados de significados e historias hizo que Galip tuviera la impresión de participar en un juego sin darse cuenta, como a veces había sentido cuando era niño: continuó avanzando a pesar de que sentía una vaga falta de confianza porque creía que podría abandonar aquel terrible juego en el que cada persona imitaba a otra y cada objeto imitaba a otro si conseguía convertirse en alguien distinto, tal y como hacía en su infancia. «Si tienes miedo, enciendo la luz», le decía Galip a Rüya cuando jugaban en la oscuridad y comprendía que a ella la poseía el mismo miedo que a él. «No la enciendas», le respondía la valiente Rüya, a la que tanto le gustaban el juego y el miedo. Galip siguió leyendo.
A principios del siglo XVII algunos hurufíes se instalaron en remotas aldeas abandonadas por los campesinos que habían huido de los bajás, de los cadís, de los bandoleros y de los imanes durante la época de las revueltas Celâli, que confusión sembraron en Anatolia. Mientras trataba de recordar los versos de un largo poema en el que se describía la vida feliz y plena y el significado de aquellas aldeas hurufíes , Galip volvió a recordar los días felices de su propia infancia, pasados junto a Rüya.
En aquellos antiguos y lejanos y felices tiempos el significado y la acción eran una sola cosa. En aquella época paradisíaca los objetos que llenaban nuestras casas y los sueños que habíamos forjado respecto a ellos eran una sola cosa. Todo el mundo sabía en aquellos años de felicidad que los instrumentos y las cosas que sosteníamos en las manos, los puñales y las plumas, eran una prolongación no sólo de nuestros cuerpos, sino también de nuestros espíritus. En aquellos tiempos, cuando los poetas decían «árbol», todos podían representarse en la imaginación un árbol perfectamente completo, todos sabían que no había necesidad de demostrar un enorme talento enumerando las hojas y las ramas para que la palabra y el árbol de la poesía señalaran el objeto y el árbol en la vida real y en el jardín. En aquellos tiempos todos sabían que las cosas y las palabras que las describían estaban tan próximas que las mañanas en que la niebla descendía sobre aquella aldea fantasma en las montañas, las palabras se confundían con lo que describían. Los que se despertaban en aquellas mañanas brumosas no podían diferenciar la realidad de sus sueños, la vida de la poesía ni los nombres de las personas. En aquellos tiempos los cuentos y las vidas eran tan reales que a nadie se le ocurría preguntar cuál era la vida original o cuál era el cuento original. Los sueños se vivían y las vidas se interpretaban. En aquellos tiempos, las caras de la gente tenían tanto significado, como, por otro lado, todo lo demás, que incluso los analfabetos y los que creían que la alfa era una fruta, la a un sombrero y la alif un poste, conseguían leer por sí solos las letras de significado evidente de nuestras caras.