Mucho más tarde, después de que el guía les mostrara a sus «invitados» todas las galerías y todos los maniquíes, después de que les contara lo que había sido el mayor sueño de su padre y de él mismo: que un cálido día de verano, mientras arriba todo Estambul dormitara en el pesado calor del mediodía envuelta por nubes de moscas, basura y polvo, abajo, en las frías, húmedas y oscuras galerías subterráneas, los pacientes esqueletos y los maniquíes, vivos gracias a la vitalidad de nuestro pueblo, organizarían todos juntos una fiesta, una enorme verbena, un banquete que celebraría la vida y la muerte y que iría más allá del tiempo y de la Historia, de las leyes y las prohibiciones; después de que los visitantes se imaginaran aterrorizados el horror y la excitación de aquella fiesta, los esqueletos y los maniquíes bailando felices, las copas de vino y las tazas rotas, la música y el silencio y los crujidos de los huesos al aparearse; después de que hubieran visto la amargura en el rostro de cientos de «ciudadanos» cuyas historias el guía ni siquiera sintió la necesidad de contar; en el camino de vuelta Galip sentía sobre sí el peso de todas las historias que había escuchado y todas las caras que había visto. El malestar que notaba en las piernas no se debía ni a lo empinado de la cuesta que subían ni al cansancio de aquel largo día. Sentía en su propio cuerpo el agotamiento que se veía en los rostros de aquellos hermanos suyos que se le aparecían en las resbaladizas escaleras iluminadas por las bombillas desnudas de las habitaciones húmedas ante las que pasaban sin cesar. Las cabezas inclinadas, las cinturas dobladas, las espaldas deformes, las piernas torcidas, los problemas y las historias de aquellos conciudadanos suyos eran prolongaciones de su propio cuerpo. Como sentía que todas las caras eran la suya y todas las desdichas su desdicha, quería no mirar a esos maniquíes que se le acercaban rebosantes de vida, no cruzar su mirada con las de ellos, pero le resultaba imposible apartar los ojos, como alguien que no pudiera separarse de su hermano gemelo. En determinado momento Galip intentó convencerse, como hacía en su primera juventud cuando leía las crónicas de Celâl, de que tras el mundo visible existía un secreto simple de cuyo influjo podría desembarazarse si lo descubría; un misterio capaz de liberar al hombre si se desvelaba su receta; pero, al igual que ocurría cuando leía los artículos de Celâl, se encontraba tan enterrado en este mundo que cada vez que se esforzaba en resolver el misterio se notaba tan desesperado e infantil como alguien que ha perdido la memoria. No sabía qué significaba el mundo que le señalaban los maniquíes, no sabía lo que hacía allí con aquellos extraños, no sabía cuál era el significado de las letras y las caras ni el secreto de su propia existencia. Además, mientras se aproximaban a la superficie, mientras subían, notaba que comenzaba a olvidar lo que había visto y aprendido allí porque se iba alejando de los secretos de las profundidades. Al ver en una de las habitaciones superiores una serie de «ciudadanos corrientes» en la que el guía no se detuvo, sintió que compartía su destino, que pensaba las mismas cosas que ellos: en tiempos todos ellos habían vivido una vida que tenía un significado, pero, por alguna razón desconocida, ahora habían perdido ese significado así como su memoria. Y cada vez que intentaban recuperarlo, como siempre se perdían al penetrar en las galerías llenas de telarañas de la memoria, como no encontraban el camino de vuelta en las callejuelas tenebrosas de sus mentes, como nunca encontraban la llave de la nueva vida que se les había caído en el pozo sin fondo de la memoria, se dejaban llevar por el dolor incurable de los que lo han perdido todo, su casa, su país, su pasado, su Historia. El dolor de estar lejos de casa, de haberse perdido por el camino, era tan violento, tan insoportable que lo mejor era tener paciencia y esperar resignados y en silencio que llegara el momento del fin de los tiempos sin ni siquiera intentar recordar el significado perdido o el misterio. Pero Galip, según se acercaba a la superficie, también sentía que no podría soportar aquella espera asfixiante, que no encontraría la paz sin encontrar lo que estaba buscando. ¿No era mejor ser una mala imitación de otro que ser alguien que ha perdido su pasado, su memoria y sus ilusiones? Al llegar al final de las escaleras quiso menospreciar, poniéndose en el lugar de Celâl, todos aquellos maniquíes y la idea que había llevado a su creación; todo se debía a la repetición obsesiva de una idea estúpida; era una mala caricatura; un chiste sin gracia; ¡una bobada miserable e incoherente! Y como prueba de su razonamiento ahí estaba el guía, una caricatura de sí mismo, explicando que su padre nunca había creído en aquello que llamaban «la prohibición de imágenes en el Islam», que lo que llamamos «pensamiento» no es en sí mismo sino una imagen y que lo que allí acababan de ver era también una serie de imágenes. Al llegar a la habitación a la que habían entrado en primer lugar, el guía les explicó que para poder mantener en pie aquel «grandioso proyecto» también debía hacer negocios en el mercado de maniquíes y rogó a los visitantes que introdujeran la voluntad en el cofrecillo verde de donativos.
Galip arrojó mil liras en el cofrecillo verde y luego su mirada se cruzó con la de la anticuaria.
– ¿Se acuerda de mí? -le preguntó la mujer. En su rostro había una mirada soñadora y una expresión juguetona e infantil-. Resulta que todos los cuentos de mi abuela eran ciertos -en la penumbra sus ojos brillaban como los de un gato.
– ¿Perdón? -contestó Galip azorado.
– No te acuerdas. Estábamos en la misma clase en la escuela secundaria. Belkis.
– Belkis -dijo Galip dándose cuenta repentinamente de que no era capaz de recordar a ninguna muchacha de la clase excepto a Rüya.
– Tengo coche -continuó la mujer-. Yo también vivo en Nisantasi. Puedo llevarte.
El grupo se fue disolviendo lentamente al salir al aire fresco. Los periodistas ingleses se fueron al Pera Palas, el hombre del sombrero de fieltro le entregó a Galip su tarjeta de visita, le dio recuerdos para Celâl y se sumergió en las calles de Cihangir, Iskender se montó en un taxi y el arquitecto de bigote espeso acompañó caminando a Belkis y a Galip. Al pasar por delante del cine Atlas se detuvieron en una bocacalle para tomar un plato de arroz que le compraron a un vendedor ambulante. Cerca de Taksim observaron, como si miraran juguetes mágicos, los relojes que se veían en el escaparate cubierto de escarcha de un relojero. Mientras Galip contemplaba en el borroso azul marino de la noche un rasgado cartel de cine del mismo color y la fotografía de un antiguo primer ministro ahorcado hacía mucho en el escaparate de un fotógrafo, el arquitecto les propuso llevarles a la mezquita de Solimán. Allí les enseñaría algo mucho más interesante que aquello que llamó «el Infierno de los Maniquíes». ¡La mezquita, de cuatrocientos años de antigüedad, se movía lentamente sobre sus cimientos! Subieron al coche de Belkis, que había dejado en una calle lateral de Tahmhane, y se pusieron en camino en silencio. Mientras pasaban entre horribles casas oscuras de dos pisos a Galip le apetecía decir «¡Horrible, horrible!». Nevaba ligeramente y toda la ciudad dormía.
Al llegar a la mezquita tras un largo trayecto el arquitecto les contó la historia: conocía los subterráneos de la mezquita porque trabajaba en restauración y reparaciones y también conocía al imán, que estaba dispuesto a abrir todas las puertas a cambio de cuatro cuartos. Cuando el motor se detuvo Galip les dijo que no iba a salir y que les esperaría allí. -¡Te vas a congelar en el coche! -replicó Belkis. En primer lugar Galip se dio cuenta de que la mujer ya no le trataba de usted y luego de que, a pesar de su belleza, con el grueso abrigo que llevaba y el pañuelo que se estaba dudando en la cabeza, en ese momento se parecía a una de sus tías lejanas. El mazapán que aquella tía lejana le sacaba cuando iba a visitarla los días de fiesta era tan dulce que antes de poder tomarse el segundo trozo, que con tanta insistencia le ofrecía, tenía que beber un vaso de agua. ¿Por qué no iba Rüya a esas visitas de los días de fiesta?
– ¡No quiero ir! -dijo Galip con voz decidida.
– Pero ¿por qué? -le preguntó la mujer-. Luego subiremos al alminar -se volvió hacia el arquitecto-. ¿Podemos subir al alminar?
Se produjo un momentáneo silencio. En un lugar no demasiado lejano ladró un perro, Galip oyó el susurro de la ciudad bajo la nieve.
– Mi corazón no aguanta las escaleras -dijo el arquitecto-. Suban ustedes.
Como le agradaba la idea de subir al alminar, Galip bajó del coche. Cruzaron el patio exterior de la mezquita, en el cual bombillas desnudas iluminaban los árboles cubiertos de nieve y entraron en el interior. La masa de piedra parecía allí menor de lo que era y la mezquita se convertía en una estructura familiar incapaz de ocultar sus secretos. La capa de nieve que cubría el suelo de mármol estaba tan oscura y llena de agujeros como la superficie de la luna que se ve en los anuncios de relojes extranjeros.
El arquitecto comenzó a manipular con destreza el candado de una puerta metálica que había allí donde el pórtico formaba un rincón. Mientras tanto les explicaba que la mezquita llevaba siglos desplazándose cinco o diez centímetros anuales hacia el Cuerno de Oro debido a su peso y al movimiento de la colina sobre la que se alzaba, que, en realidad, hasta el momento presente debería haber descendido con más velocidad hacia la orilla de la ría pero que «los muros de piedra» que recorrían los cimientos, cuyo secreto aún no había sido descubierto, «la disposición de los desagües», cuya técnica ni siquiera hoy se había podido superar, «el equilibrio hidrostático» tan cuidadosamente calculado y nivelado y «el sistema de galerías» calculado hacía cuatrocientos años, habían frenado el movimiento de la mezquita. Cuando, al mismo tiempo que el candado, la puerta se abrió a un oscuro corredor, Galip vio en los ojos brillantes de la mujer una enorme curiosidad por la vida. Quizá Belkis no fuera una belleza extraordinaria pero a uno le intrigaba lo que pudiera hacer.
– ¡Los occidentales no han podido descubrir este secreto! -dijo el arquitecto como si estuviera borracho y, como si estuviera borracho, entró en el corredor. Galip se quedó fuera.
Galip estaba escuchando los sonidos procedentes del corredor cuando de repente apareció el imán entre las sombras de las columnas cubiertas de escarcha. El imán no parecía en absoluto molesto porque le hubieran despertado a aquellas horas de la madrugada. Después de prestar también él atención a las voces, preguntó: «¿Es la mujer una turista?». «No», le contestó Galip notando que la barba hacía que el imán pareciera mayor de lo que era. «¿Eres tú también profesor?», preguntó el imán. «Sí.» «¡Un catedrático como Fikret Bey!» «Sí.» «¿Es verdad que la mezquita se mueve de su sitio?» «Sí, por eso estamos aquí.» «¡Que Dios les bendiga! -dijo el imán. Tenía una expresión de desconfianza-. ¿Acompaña algún niño a la mujer?». «No», le contestó Galip. «Dentro, en lo más profundo, hay un niño que se esconde.» «Parece ser que la mezquita lleva siglos desplazándose», dijo Galip indeciso. «Eso ya lo sé -contestó el imán-. Entrar ahí está prohibido pero entraron una turista y su hijo, los vi. Luego ella salió sola. El niño se quedó dentro». «Debería haber avisado a la policía», contestó Galip. «No fue necesario -le respondió el imán-, porque luego salieron en los periódicos las fotos de la mujer y del niño: era el nieto del rey de Abisinia. Pero deberían sacarla de ahí». «¿Qué tenía el niño en la cara?», preguntó Galip. «Mira, ¿lo ves? -dijo el imán receloso-. Tú también lo sabes. No pudiste mirar al niño a los ojos». «¿Qué estaba escrito en su cara?», insistió Galip. «Había muchas cosas escritas en su cara», le respondió el imán perdiendo la confianza en sí mismo. «¿Sabes leer caras?» El imán guardó silencio. «Para encontrar de nuevo una cara perdida, ¿basta con correr tras su significado?», preguntó Galip. «Eso ya lo sabes tú mejor que yo», le contestó el imán inquieto. «¿Está abierta la mezquita?» «Acabo de abrir la puerta -le contestó el imán-. Dentro de poco vendrán para la oración de la mañana. Pasa».