Mientras bajaban las escaleras que les llevaban a aquellas galerías subterráneas, mientras pasaban por cuevas y rellanos llenos de barro a los que ya no se podía llamar habitaciones, vieron cientos de maniquíes de desesperados. A la luz de las bombillas desnudas los maniquíes le recordaban a veces a Galip pacientes ciudadanos cubiertos del polvo y del barro de siglos que esperan un autobús que nunca habrá de llegar en una parada olvidada y despertaban en él una ilusión que a veces sentía caminando por las calles de Estambul, la sensación de que todos los desgraciados son hermanos. Vio hombres que sorteaban paquetes de tabaco con sus bolsas en la mano. Vio estudiantes universitarios de aspecto burlón y nervioso. Vio aprendices de tiendas de frutos secos, amantes de los pájaros y buscadores de tesoros. Vio maniquíes de aquellos que leían a Dante para probar que todo el arte y la ciencia occidentales eran un plagio de Oriente, de los que trazaban planos para demostrar que esas cosas llamadas alminares son señales enviadas a otro mundo, de estudiantes de un instituto de imanes y predicadores que habían tocado un cable de alta tensión y que, envueltos todos ellos por un estupor azul eléctrico, comenzaban a recordar hechos cotidianos ocurridos hacía doscientos años. Vio en las habitaciones llenas de barro en las que se alineaban los maniquíes que éstos habían sido separados en grupos, como los falsarios, los incapaces de ser ellos mismos, los pecadores, los que ocupan el lugar de otros. Vio casados infelices, muertos intranquilos y mártires que salían de sus tumbas. Incluso vio hombres misteriosos con letras escritas en sus rostros y en sus frentes, sabios que revelaban el secreto de aquellas letras y famosos de nuestros días que pretendían ser sucesores de aquellos sabios.
En un rincón, entre renombrados escritores, dibujantes y artistas turcos de nuestra época, había también un maniquí que representaba a Celâl con una gabardina que había llevado veinte años antes. El guía les dijo al pasar que aquel escritor, en el que tantas esperanzas había depositado su padre en tiempos, había usado con objetivos innobles el secreto de las letras, que había aprendido de él, y que se había vendido para conseguir miserables victorias. Veinte años atrás, el guía había enmarcado un artículo que Celâl había escrito sobre su padre y su abuelo y se lo había colgado al maniquí del cuello como si fuera el edicto de su propia condena de muerte. Mientras Galip sentía en sus pulmones el olor a humedad y a moho que le hería las fosas nasales y que se filtraba por las paredes de las fangosas habitaciones, excavadas ilegalmente puesto que, como hacían tantos tenderos, no se había pedido permiso al ayuntamiento, el guía les explicaba cómo su padre, después de innumerables traiciones, había depositado todas sus esperanzas en el misterio de las letras que había ido recogiendo en sus viajes por Anatolia y cómo, en los mismos días en que grababa aquel misterio en las desdichadas caras de los maniquíes, iba abriendo una a una las galerías subterráneas que hacen que Estambul sea Estambul. Galip permaneció un buen rato inmóvil ante el maniquí de Celâl, gordo, con un cuerpo enorme, de mirada dulce y manos pequeñas. «¡Por tu culpa nunca he podido ser yo mismo! -le apeteció decir-. Por tu culpa me he creído todas esas historias que me han hecho ser tú». Observó largamente el maniquí de Celâl, como el hijo que examina atentamente una buena fotografía de su padre años después de haber sido tomada. Recordó que la tela del pantalón la había comprado rebajada en la tienda de un familiar lejano en Sirkeci, que a Celâl le gustaba mucho aquella gabardina porque con ella se parecía a los protagonistas de las novelas policíacas inglesas, que las costuras de los bolsillos de la chaqueta se le abrían por la costumbre que tenía de meter en ellos las manos con fuerza, que en los últimos años no había visto en su labio inferior ni en su nuez de Adán cortes de cuchilla de afeitar y que Celâl aún usaba la pluma que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Lo quería y lo temía; quería estar en el lugar de Celâl y huía de él; lo buscaba y quería olvidarlo. Le agarró de las solapas como si le exigiera que le explicara el sentido de su propia vida, que él no había sido capaz de descifrar, un secreto que Celâl sabía pero que le ocultaba, el misterio de un segundo universo en nuestro mundo, el modo de salir de un juego que había comenzado siendo una broma y se había convertido en una pesadilla. A lo lejos se oía la voz del guía, tan acostumbrada como entusiasta.
– Mi padre creaba a tal velocidad esos maniquíes a cuyas caras, gracias a las letras, dotaba de un significado que ya no se podía ver en nuestras calles, ni en nuestras casas, ni en ningún otro lugar de nuestra sociedad, que no teníamos suficiente sitio en las habitaciones subterráneas que abríamos para ellos. Por esa razón no se puede explicar como mera casualidad que justo en ese momento encontráramos las galerías que nos unen a los subterráneos de la Historia. Mi padre lo veía muy claro: a partir de ese momento nuestra Historia continuaría en los subterráneos, la vida bajo tierra era una señal del hundimiento final de la vida sobre tierra, las galerías y caminos subterráneos que hervían de esqueletos y cuyos extremos daban a nuestra casa eran una ocasión histórica para encontrar de nuevo una vida y un sentido gracias a los rostros de aquellos auténticos conciudadanos nuestros que sólo nosotros creábamos.
Al soltarle Galip las solapas, el maniquí de Celâl se balanceó pesadamente sobre sus pies a izquierda y derecha como un soldado de plomo. Galip retrocedió un par de pasos pensando que jamás olvidaría aquella extraña, horrible y ridícula imagen y encendió un cigarrillo. No le apetecía en absoluto bajar con los demás a la entrada de la ciudad subterránea «por donde un día pulularán los maniquíes como ahora los esqueletos».
Y así, mientras el guía le mostraba a sus «invitados» la entrada de una galería abierta en la otra orilla del Cuerno de Oro hacía mil trescientos seis años por los bizantinos, que temían el ataque de Atila, y cuyo otro extremo llegaba hasta esta orilla y les contaba furioso la historia de los esqueletos y los tesoros que guardan y que escondieron de los invasores latinos hace seiscientos setenta y cinco años y que verán si entran por aquí con una linterna y de las mesas y las sillas que no se veían a causa de las telas de araña, Galip pensaba que había leído hacía tiempo en un artículo de Celâl una adivinanza sobre lo que podían indicar aquellas imágenes e historias. Mientras el guía contaba furioso cómo su padre había visto en aquel descenso al mundo subterráneo una señal irrefutable del desplome inevitable del mundo exterior, y cómo cada vez que se cavaba, como consecuencia de una necesidad ineludible, una galería o un profundo pozo en Bizancio, en Buzos, en Nova Roma, en Romani, en Tsargrad, en Miklagard, en Constantinopolis, en Cospoli, en Istinpolin, sucedían después en la superficie increíbles desórdenes y así la civilización subterránea se vengaba de la superficie, que era la que la había empujado. Y Galip recordaba que Celâl hablaba de los pisos de los edificios como una prolongación de las civilizaciones subterráneas. Mientras el guía contaba furioso cómo su padre había querido llenar con sus maniquíes todas las galerías, todos aquellos caminos subterráneos que hervían de ratas, esqueletos y tesoros cubiertos por telas de araña para que así pudieran participar de aquel colosal hundimiento del que los subterráneos eran señal irrefutable, de aquel inevitable apocalipsis, mientras contaba que su padre había podido dotar de un nuevo sentido a su vida soñando en la fiesta que sería aquel colosal desplome, y mientras contaba excitado que él mismo avanzaba por ese camino con sus obras, cuyas caras llenaba con el misterio de las letras, a Galip poco le faltaba para creer que el guía compraba cada día el Milliyet antes que nadie y leía el artículo de Celâl con avidez, envidia, odio y la misma furia que se notaba en su voz. Mientras el guía les decía que aquellos que pudieran soportar el espectáculo de los esqueletos, inmortalizados abrazándose unos a otros, de los bizantinos que se habían refugiado en los subterráneos dejándose llevar por el pánico ante el cerco abbasí y de los judíos que habían huido de la invasión cruzada, podían entrar en aquella increíble galería de cuyos techos colgaban collares y ajorcas de oro, Galip comprendió que el guía había leído con sumo cuidado los últimos artículos de Celâl. Mientras el guía les contaba cómo los esqueletos de los genoveses, amalfitanos y pisanos que huyeron cuando los bizantinos masacraron a más de seis mil italianos en la ciudad, hacía de esto setecientos años, esperaban el día del Juicio Final sentados a las mesas que se habían bajado a los subterráneos durante el sitio de los ávaros junto a los esqueletos de aquellos que seiscientos años antes se habían salvado de la peste introducida en la ciudad por un barco procedente del mar de Azov, Galip pensaba que él tenía la misma paciencia que Celâl. Mientras el guía les contaba que aquellos que, para escapar de la prohibición del café, el tabaco y el opio de Murat IV, se habían lanzado a las galerías abiertas por los bizantinos cientos de años antes para huir de los otomanos que saqueaban la ciudad y que se extendían desde Santa Sofía hasta Santa Irene y desde allí hasta el Pantocrátor, y que luego, como resultaban suficientes, habían extendido hasta esta orilla, esperaban, bajo una sedosa capa de polvo que había caído sobre ellos como si fuera nieve, con sus molinillos de café y sus cafeteras, sus narguiles y pipas, bolsas de tabaco y opio y tazas, la aparición algún día de los maniquíes que les mostrarían el camino de la salvación, Galip pensaba que en algún momento la misma capa de polvo sedoso cubriría el esqueleto de Celâl. Mientras el guía contaba que podríamos ver, además de los esqueletos del heredero de Ahmet III, que después de que fracasara su conspiración palaciega se había visto obligado a descender a los subterráneos en los que setecientos años antes se habían refugiado los judíos expulsados de Bizancio, y el de la muchacha georgiana que se había fugado del harén con su amante, billetes de banco aún húmedos en manos de impresores de moneda falsa que controlan el color, o a una lady Macbeth musulmana que se había visto forzada a ir un piso más abajo, puesto que el pequeño teatro del sótano no disponía de camerino en el que cambiarse, tiñendo sus manos ante el espejo de su cómoda con un rojo tan original como no se había visto en ningún otro escenario del mundo gracias a un barrilito lleno de sangre de búfalo comprado a carnicerías clandestinas, o a jóvenes químicos, llevados por el entusiasmo de la exportación, destilando en sus retortas de cristal la deliciosa heroína que luego enviarían a América en roñosos barcos búlgaros, Galip pensaba que podría leer todo aquello en el rostro de Celâl con tanta exactitud como lo hacía en sus artículos.