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17. ¿Se acuerda de mí?

«Ahora, al volver la mirada sobre aquella época, me da la impresión de percibir una muchedumbre que camina en la oscuridad.»

Escritor, poeta, literato, AHMET RASIM

Los narradores de cuentos no se dispersaron en cuanto salieron del cabaret, esperaban bajo la ligera nevada una nueva diversión que aún no tenían clara, se miraban a la cara unos a otros como los testigos de un incendio o un asesinato que salen del lugar de los hechos esperando que ocurra un segundo desastre. El calvo, que hacía rato que se había puesto un enorme sombrero de fieltro, dijo: «No es un sitio abierto a cualquiera, Iskender Bey. No permitirán que entre tanta gente. Quiero llevar sólo a los ingleses. Que tomen nota también de ese aspecto de nuestro pueblo. Usted también puede venir, por supuesto», añadió volviéndose a Galip. Echaron a andar hacia Tepebasi acompañados por un par de personas más que se habían unido a ellos en el último momento, ya que no habían podido despistarlos como a los otros, una anticuaria y un arquitecto maduro de espeso bigote.

Mientras pasaban por delante del consulado estadounidense el hombre del sombrero le preguntó: «¿Ha ido usted a las casas de Celâl Bey en Nisantasi y en Sisli?». «¿Por qué?», contestó Galip observando de cerca la cara del hombre, en la que no pudo descubrir ninguna expresión. «Iskender Bey ha dicho que era usted sobrino de Celâl Salik. ¿No le está buscando? ¿No estaría bien que les explicara a los ingleses los asuntos de nuestro país? Mire, el mundo se interesa por nosotros.» «Por supuesto», respondió Galip. «¿Tiene usted las direcciones?», le preguntó el hombre del sombrero de fieltro. «No -dijo Galip- no se las da a nadie». «¿Es cierto que se encierra con mujeres en esas casas?» «No», negó Galip. «Perdóneme -se disculpó el hombre-. No son más que chismes. ¡Hay que ver lo que dicen! No hay manera de que la gente cierre la boca ¡Sobre todo si se es una auténtica leyenda como Celâl Bey! Yo lo conozco». «¿De veras?» «Sí. En una ocasión me invitó a una de sus casas de Nisantasi.» «¿Dónde?», le preguntó Galip. «Hace mucho que la derribaron. Una tarde se quejó de su soledad en esa casa de piedra de dos pisos. Me dijo que le llamara cuando quisiera.» «Pero a él le gusta estar solo», replicó Galip. «Quizá usted no lo conozca demasiado bien -le contestó el hombre-. Algo me dice que espera que lo ayude. ¿Seguro que no conoce ninguna de sus direcciones?». «Ninguna. Pero sin duda todos lo buscamos porque encontramos en él parte de nosotros mismos.» «¡Una personalidad excepcional!», dijo el hombre del sombrero de fieltro resumiendo la situación. Y así comenzaron a hablar de los últimos artículos de Celâl.

Al oír en una de las calles que salen a Tünel el silbato de un sereno, algo más propio de los barrios del extrarradio, todos se volvieron y miraron las aceras nevadas de un estrecho callejón, iluminadas por unas luces de neón color violeta. Cuando entraron en una de las calles que van a dar a la torre de Gálata, a Galip le dio la impresión de que los pisos superiores de los edificios a ambos lados del camino se acercaban muy despacio unos a otros, como un telón de un cine cerrándose lentamente. En lo alto de la torre estaban encendidas las luces rojas, indicando que al día siguiente también nevaría. Eran las dos de la madrugada y en algún lugar cercano bajaron con estruendo las rejas de una tienda.

Después de rodear la torre entraron por una calle lateral que Galip nunca había visto antes y caminaron por oscuras aceras cubiertas por una capa de hielo. El hombre del sombrero de fieltro llamó a la vieja puerta de una pequeña casa de dos pisos. Mucho después se encendió una luz en el segundo piso, se abrió una ventana y asomó una cabeza que azuleaba. «Abre la puerta, soy yo -dijo el hombre del sombrero de fieltro-. Tenemos visitantes ingleses». Luego se volvió y sonrió a los ingleses, vergonzoso y apocado.

Un tipo de unos treinta años, cara pálida y sin afeitar abrió la puerta, sobre la que se leía «Taller de Maniquíes Melih». Tenía una expresión adormilada. Llevaba unos pantalones oscuros y una chaqueta de pijama de rayas azules. Después de estrecharles la mano a sus invitados uno a uno y lanzarles una mirada, como si fueran sus hermanos en una misteriosa causa, les condujo a una iluminada habitación que olía a pintura llena de cajas, moldes, latas y diversas partes de cuerpos. Mientras les repartía unos folletos que sacó de un rincón comenzó a explicarles con voz monótona:

– Nuestro establecimiento es la empresa de producción de maniquíes más antigua de los Balcanes y Oriente Medio. El nivel que hemos alcanzado en la actualidad, tras ciento cincuenta años de historia, es asimismo un símbolo de la altura a la que ha llegado Turquía en lo que respecta a industria y modernización. No es sólo que hoy se hagan al cien por cien los brazos, las piernas y las caderas en nuestro país, sino que…

– Cebbar Bey -le interrumpió el calvo apurado-, nuestros amigos no han venido a ver esto, sino, guiados por usted, los pisos de abajo, los subterráneos, los desdichados, nuestra historia, lo que nos hace ser nosotros.

El guía giró con un gesto furioso el interruptor y los cientos de brazos, piernas, cabezas y cuerpos de la amplia habitación se sumieron en un instante en una oscuridad silenciosa mientras que al mismo tiempo se encendía una desnuda bombilla que iluminaba un descansillo que daba a unas escaleras. Bajaban todos juntos por las escaleras de hierro cuando Galip se detuvo un momento al llegarle desde abajo un olor a humedad. Cebbar Bey se acercó a Galip con una sorprendente soltura.

– No tengas miedo. ¡Aquí encontrarás lo que estás buscando! -le dijo con el gesto de quien sabe de lo que se habla-. Ha sido Él quien me ha enviado y no quiere que te desvíes por caminos equivocados, no quiere que te pierdas.

¿Les decía también a los demás aquellas palabras de un sentido ambiguo? El guía presentó los maniquíes de la primera habitación a la que llegaron después de bajar por las escaleras como «las primeras obras de mi padre». De nuevo volvió a susurrar algo impreciso mientras en la habitación siguiente observaban a la luz de una bombilla desnuda maniquíes de marineros, corsarios y secretarios otomanos y de campesinos sentados con las piernas cruzadas alrededor de una mesa baja. Fue en otra habitación, en la que vieron los maniquíes de una lavandera, de un impío con la cabeza cortada y de un verdugo con los instrumentos de su profesión en la mano, cuando Galip pudo entender por primera vez lo que les decía su guía.

– Hace cien años, mientras creaba sus primeras obras, que han podido ver en estas habitaciones, en la mente de mi abuelo no había más que esta simple idea, algo que debería estar en la mente de todos: los maniquíes que se exponen en los escaparates de las tiendas deben hacerse inspirándose en nuestra gente, eso era lo que pensaba mi abuelo. Pero las víctimas infelices de una conspiración internacional e histórica que llevaba doscientos años en marcha se lo impidieron.

Mientras bajaban las escaleras y cruzaban puertas que daban a otras a través de escalones, vieron cientos de maniquíes en habitaciones de cuyos techos goteaba agua, recorridas por cables eléctricos tendidos como cuerdas para la colada de los que colgaban bombillas desnudas.

Vieron los maniquíes del mariscal Fevzi Çakmak, que como se pasó los treinta años que estuvo de jefe del Estado Mayor temiendo que el pueblo colaborara con los enemigos, pensó en volar por los aires todos los puentes del país, derribar los alminares para que no sirvieran de señal a los rusos y evacuar Estambul y convertirla en una ciudad fantasma en cuyos laberintos los enemigos se perdieran en caso de que cayera en sus manos; vieron maniquíes de campesinos de Konya, madre, padre, abuelo, parecidos como gotas de agua a fuerza de casarse entre ellos; de traperos de los que van de puerta en puerta y que, sin darse cuenta, se llevan todas esas cosas viejas que nos hacen ser nosotros mismos. Vieron maniquíes de famosos artistas y actores turcos que, como no pueden ser ellos mismos ni otros, lo mejor que saben hacer es interpretar en las películas a personajes que no pueden ser ellos mismos o, directamente, se limitan a hacer de sí mismos; de necios dignos de lástima que dedicaron sus vidas a traducir y a «adaptar» en un intento de llevar a Oriente la ciencia y el arte de Occidente; de soñadores que después de trabajar toda su vida sobre planos con una lupa en la mano en un esfuerzo de abrir en las tortuosas calles de Estambul bulevares rodeados de tilos como en Berlín, o en forma de estrella como en París o cruzados por puentes como en San Petersburgo, y que después de soñar toda su vida con aceras modernas en las que por las tardes pudieran hacer caca los perros que nuestros generales jubilados sacarían a pasear, sujetos por una correa como hacen los occidentales, murieron sin que se hiciera realidad ninguna de sus fantasías y fueron enterrados en tumbas olvidadas; de funcionarios de los servicios de inteligencia que fueron jubilados prematuramente porque no quisieron adaptarse a los nuevos métodos internacionales de tortura sino permanecer fieles a los tradicionales métodos nacionales; de vendedores ambulantes que, con un palo cruzado sobre los hombros, venden por las calles boza, bonitos o yogurt. Entre la serie de «escenas de café» que su guía presentó diciendo «Una serie comenzada por mi abuelo, continuada por mi padre y de la que ahora me encargo yo», vieron desempleados con la cabeza hundida entre los hombros, afortunados que olvidaban felices el siglo en que vivían y su propia personalidad mientras jugaban a las damas o al chaquete, ciudadanos que, con un vaso de té en la mano y fumando cigarrillos baratos, se refugiaban en sus propios pensamientos mirando a un punto en el infinito como si intentaran recordar la razón desaparecida de su existencia, y a otros que, como no podían hacerlo, maltrataban las cartas, los dados o se maltrataban unos a otros.

– En su lecho de muerte mi abuelo entendió por fin la inmensidad de las fuerzas internacionales que se oponían a él -les decía el guía-. Como esas fuerzas-históricas no querían que nuestro pueblo pudiera ser él mismo y pretendían privarnos de nuestro mayor tesoro, de nuestros gestos y expresiones cotidianos, expulsaron a mi abuelo de Beyoglu, de las tiendas, de la calle Istiklál, de los escaparates. Cuando mi padre, como mi abuelo en su lecho de muerte, comprendió que el único futuro que le quedaba estaba en los subterráneos, sí, en los subterráneos, aún no sabía que Estambul a lo largo de toda su historia siempre había sido una ciudad subterránea. Lo aprendió viviéndolo y encontrándose galerías según abría entre el barro nuevas habitaciones en las que colocar sus maniquíes.

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