– ¡Ya lo sabía! -y se fue.
Como nuestros compatriotas sólo prestan atención las palabras de doble sentido cuando en su segundo significado hay algún tipo de insulto o humillación, ni me importó Ia suspicacia del barbero. Incluso puedo decir que no lo humillé, como sí he humillado a algunos lectores entusiastas que reconocen a este cronista en los retretes públicos y le preguntan mientras se abrocha la bragueta por el sentido de la vida o si cree en Dios.
Pero según fue pasando el tiempo… Los lectores que piensen que después de aquella frase a medias sólo pensaba en lo arrepentido que estaba de mi grosería y en lo apropiadas que eran las preguntas del barbero y que incluso escribiría en un artículo que una noche lo vi en sueños y que me despertaron los sentimientos de culpa y las pesadillas, se ve que no me conocen aún. Exceptuando una ocasión, no volví a pensar en el barbero. Y en «esa ocasión» pensé en él porque venía a cuento. Lo que se me había venido a la cabeza era la continuación de una idea que había pensado años antes de conocerlo. De hecho, en principio ni podría llamársele idea; era como un estribillo que desde mi infancia se me clavaba en ocasiones en la mente, que comenzaba a sonar una y otra vez en mis oídos, no, no en mis oídos sino en algún lugar en lo más profundo de mi mente y de mi espíritu: «Debo ser yo mismo, debo ser yo mismo, debo ser yo mismo…».
Después de haber pasado un día entre la multitud, la familia y los compañeros de trabajo, a medianoche, antes de acostarme, me senté en el viejo sillón de la otra habitación, apoyé los pies en un taburete y comencé a fumarme un cigarrillo mirando al techo. Parecía que los interminables ruidos, palabras y peticiones de la gente que había visto a lo largo del día se unieran convirtiéndose en una sola voz y resonaran en el fondo de mis oídos como un desagradable y agotador dolor de cabeza, peor, como un insidioso dolor de muelas. Entonces, en contra de ese resonar, comenzó ese viejo «estribillo» que no me he atrevido a llamar «idea»-, como si se tratara de una especie de «contrapunto» y recordaba la manera de escapar del incesante alboroto de Ia multitud encerrándome en mi propia voz interior, en mi propia alegría y en mi propia paz, incluso en mi propio dolor. «¡Debes ser tú mismo, debes ser tú mismo, debes ser tú mismo!»
¡Entonces sentí lo feliz que me encontraba sentado a medianoche tan lejos de la multitud y del cieno de ese tumulto en el que ellos (el imán que hace la prédica del viernes, los profesores, mi tía, mi padre, mi tío, los políticos, todos ellos) querían que me enterrara, querían que nos enterráramos, llamándolo «vida»! Estaba tan contento de poder pasear por el jardín de mi propia imaginación en lugar de por el de sus insípidas y desagradables historias que miraba incluso con cariño mis delgadas piernas, que se alargaban desde el sillón hasta el taburete, y mis pobres pies, observaba con tolerancia incluso mi fea y torpe mano, que llevaba a mi boca el cigarrillo cuyo humo soplaba hacia el techo. ¡Había podido ser yo mismo por una vez en mil años! ¡Y como había podido ser yo mismo por una vez en mil años, por fin había podido apreciarme! Y en ese momento de felicidad el «estribillo» cambió de tono. En lugar de repetir las mismas palabras, como el tonto del barrio que repite lo mismo a cada losa del suelo mientras camina a lo largo del muro de la mezquita o como el viejo pasajero que cuenta «uno, uno, uno» los postes telegráficos que ve por la ventanilla del tren, el estribillo adoptó un aspecto violento que no sólo me envolvió a mí mismo con su furia e impaciencia, sino también a la vieja y pobre habitación en que me encontraba sentado y a toda su «realidad». Bajo los efectos de aquella violencia en la que me hallaba sumido, ahora era ; y no el estribillo quien repetía con una alegre furia:
Debo ser yo mismo, me repetía, debo ser yo mismo sin hacerles caso, sin hacer caso a sus voces, sus olores, sus deseos, sus amores y sus odios, debo ser yo mismo, me repetía descansando mis pies satisfechos sobre el taburete y el humo del cigarrillo que soplaba hacia el techo; porque si no puedo ser yo mismo entonces seré como ellos quieren que sea y no cuanto a ese tipo que es como ellos quieren que yo sea y prefiero no ser nada, o no ser, antes que ser ese tipo insoportable que quieren que sea, pensaba, porque cuando en mi juventud iba a casa de mis tíos me convertía en el hombre al que miraban pensando «Qué pena que sea periodista, pero trabaja mucho y si sigue así, algún día será alguien importante, si Dios quiere», y después de esforzarme durante años para dejar de ser ése, cuando iba al mismo edificio, en uno de cuyos pisos vivía mi padre con su nueva mujer, ya todo hecho un hombre, entonces me convertía en alguien a quien miraban pensando «Ha trabajado mucho y, después de años, tiene algo de éxito, aunque no sea gran cosa» y, aún peor, como yo mismo no me veía de otra manera, aquella personalidad que tan poco me gustaba se me pegaba sobre la carne como una fea piel y poco después, mientras estaba con ellos, me atrapaba a mí mismo diciendo frases que no eran mías sino de aquella otra persona y cuando volvía a casa al anochecer me recordaba una a una las palabras de aquella persona que no quería ser para torturarme pensando en cómo podía haberlas dicho y para poder ser por fin un poco yo mismo y me repetía hasta casi asfixiarme de desdicha aquellas frases tan anodinas: «Toqué ese tema en un largo artículo que he escrito esta semana», «Me encargué de ese asunto en mi último artículo dominical», «En mi artículo de mañana también digo eso», «Este martes expongo eso otro en un amplio artículo».
Toda mi vida estaba llena de malos recuerdos de aquella especie. Recordé uno a uno los momentos en que no había podido ser yo mismo para saborear todavía más el hecho de serlo en aquel sillón en que estaba sentado con las piernas estiradas.
Recordé que en los primeros días de mi servicio militar mis «compañeros» de armas decidieron que yo era así y me pasé el servicio entero siendo «uno de esos que no deja de hacer chistes ni en los peores momentos». Recordé que me comportaba como alguien «distraído, sumergido en profundos incluso sublimes pensamientos» porque yo mismo había decidido por las miradas de la multitud ociosa que había salido a fumar un cigarrillo en los «cinco minutos de descanso» de las malas películas a las que iba, más que para pasar el tiempo, para sentarme solo en la fresca oscuridad, que me consideraban «un joven prometedor y digno de hacer grandes cosas». Recordé que me había comportado como un patriota en los momentos en que nos hallábamos sumidos en planear un golpe militar y en que soñábamos con el día en que llegaríamos a ocupar el poder, hasta el punto de no dormir por las noches preocupado porque el golpe se retrasara y se prolongaran los sufrimientos del pueblo. Recordé que aparentaba ser alguien sin esperanzas que había sufrido en el pasado reciente una terrible y desesperada historia de amor porque las putas de las casas de citas a las que iba a escondidas, sin que nadie me viera, se portan mejor con hombres así. Recordé que, cuando no me daba tiempo a cambiar de acera, pasaba por delante de las comisarías intentando parecer un buen y respetable ciudadano. Recordé que había simulado divertirme mucho jugando a la lotería sólo para poder unirme al entretenimiento general cuando fui a casa de mis abuelos porque no había tenido el valor suficiente de pasar solo esa noche terrible a la que llaman Nochevieja. Recordé que, para poder estar junto a las mujeres que me gustaban, había renunciado a ser corno era y había intentado parecer, según el caso, un hombre que sólo piensa en el matrimonio o en la lucha por la vida, o alguien decidido que no puede prestar atención a nada que no sea la salvación de la patria, o alguien sensible harto de la falta de sensibilidad y comprensión tan extendidas por nuestro país, o incluso, expresándolo con un dicho bastante manido, «un poeta secreto», sólo porque así les gustaría más. Después (sí, por último) recordé que en la barbería a la que iba una vez cada dos meses no había podido ser yo mismo y que me imitaba a mí mismo, a ese yo que era la suma de todos los individuos a quienes imitaba.
No obstante, yo iba a aquel barbero para relajarme (por supuesto, se trataba de otro distinto al del principio de mi artículo). Pero cuando comenzábamos, el barbero y yo, a mirar en el espejo el pelo que iba a ser cortado, la cabeza, los hombros y el cuerpo a los que pertenecía aquel pelo, comprendía de inmediato que la persona que se sentaba en el sillón y que contemplábamos en el espejo no era «yo» sino algún otro. La cabeza que sostenía el barbero mientras preguntaba «¿Cuánto le corto de delante?», el cuello, los hombros y el cuerpo sobre los que se alzaba aquella cabeza, no eran míos, sino del columnista Celâl Bey.
Yo no tenía la menor relación con ese hombre. Era una realidad tan evidente que creía que el barbero se daría cuenta, pero nunca parecía prestar atención a aquello. No sólo eso, como si quisiera hacerme notar con más fuerza que yo no era yo sino un «columnista» me hacía preguntas del tipo de las que se suelen plantear a los columnistas: «Si ahora estallara la guerra, ¿venceríamos a los griegos?», «¿Es cierto que la mujer del Primer Ministro era antes prostituta?», «¿Tienen los verduleros la culpa de la carestía de la vida?», ese tipo de cosas. Una fuerza incomprensible, de la cual nunca pude adivinar el origen, me impedía responder por mí mismo y en mi lugar era el columnista, al que contemplaba en el espejo con un extraño asombro, quien murmuraba unas frases con su eterno aire de sabihondo: «¡La paz siempre es buena!», «¡Deberían saber que no van a bajar los precios ahorcando a la gente!», y demás.
¡Odiaba a ese columnista que creía saberlo todo, que cuando no sabía algo sabía que no lo sabía y que había aprendido, de una manera un tanto presuntuosa, a tratar sus faltas y excesos con tolerancia! ¡Odiaba también a aquel barbero que a cada pregunta suya iba convirtiéndome cada vez más en «el columnista Celâl Bey»! Y en ese momento de mis malos recuerdos me acordé del barbero que había venido al periódico a hacerme extrañas preguntas.
En ese instante, a altas horas de la noche, sentado en el sillón que me permitía ser yo mismo con las piernas extendidas sobre un taburete, escuchando la nueva furia del viejo estribillo que me recordaba mis malos momentos desde el fondo de mis oídos, me repetía: «Sí, señor barbero, no le permiten a uno ser él mismo, no le dejan que lo sea y nunca le dejarán». Pero aquellas palabras, que pronunciaba con el ritmo y la furia del estribillo, me hundían todavía más en la paz que yo sólo quería vislumbrar. Entonces decidí que en toda esta historia, en la visita del barbero y en su recuerdo resurgido gracias a otro barbero, existían un orden, un significado, incluso, cómo lo diría, una «misteriosa simetría» que ya había descrito en otros artículos y que sólo percibirían mis lectores más fieles. Aquello era una señal que se refería a mi futuro: el hecho de que uno pueda ser él mismo quedándose a solas sentado en su sillón después de un largo día y una larga noche se parece a la vuelta a casa de un viajero que ha pasado años realizando un largo recorrido lleno de aventuras.