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El interior de la mezquita estaba completamente vacío. Las lámparas de neón iluminaban más las paredes desnudas que las alfombras moradas, que se extendían como la superficie del mar. A Galip se le quedaron helados los pies sólo con los calcetines. Miró la cúpula, las columnas y la colosal mole de piedra que se alzaba sobre su cabeza queriendo que le impresionaran, pero en su corazón nada se despertó que no fuera el mismo deseo de que aquello le impresionara: una sensación de espera, una vaga curiosidad por lo que podría pasar… Sintió que la mezquita era un enorme objeto cerrado, que se bastaba a sí mismo, como las piedras con las que había sido construida. El lugar ni atraía ni remitía a ninguna otra parte. De la misma forma que nada era un indicio de nada, todo podía ser un indicio de todo. En cierto momento le pareció ver una luz azul y luego oyó el acelerado golpeteo de algo similar a las alas de una paloma, pero enseguida todo regresó a su anterior calma silenciosa en la que cada cosa esperaba un nuevo significado. Entonces pensó que los objetos y las piedras estaban más «desnudos» de lo que habría sido necesario: era como si los objetos le gritaran «¡Danos un significado!». Cuando poco después dos ancianos se acercaron lentamente al mihrab susurrando entre ellos y se arrodillaron, Galip dejó de oír la llamada de los objetos.

Quizá por todo aquello Galip no tenía la menor esperanza de que le ocurriera nada nuevo mientras subía al alminar. Cuando el arquitecto le explicó que la señora Belkis había subido sin esperarle, Galip comenzó a subir las escaleras a toda velocidad, pero poco después tuvo que detenerse al sentir los latidos de su corazón en las sienes. Se vio obligado a sentarse cuando comenzaron a dolerle las piernas y los muslos. Cada vez que pasaba una de las bombillas desnudas que iluminaban la escalera se sentaba y luego volvía a subir. Aceleró al oír los pasos de la mujer en algún lugar por encima de él, pero sólo pudo alcanzarla mucho después, cuando ella ya había salido al balcón. Juntos, en silencio, sin hablar lo más mínimo, contemplaron largo rato Estambul sumida en la oscuridad, las luces imprecisas de la ciudad y la nieve que caía ligeramente.

Parecía que la ciudad permanecería aún bastante tiempo en sombras, como la cara oculta de una estrella lejana, cuando Galip se dio cuenta de que la oscuridad se iba diluyendo poco a poco. Mucho después, temblando de frío, pensó que la luz que se reflejaba en el humo de las chimeneas, en los muros de las mezquitas y los bloques de cemento no provenía del exterior de la ciudad, sino de ella misma. Como la superficie de un planeta que todavía no ha acabado de formarse, los ondulados fragmentos de la ciudad, cubiertos de cemento, piedra, tejas, madera y plexiglás y cúpulas, parecía que fueran a entreabrirse lentamente y que desde las tinieblas se filtraría la luz color llama del misterioso subsuelo, pero aquella hora imprecisa tampoco duró demasiado. Al mismo tiempo que entre los muros, las chimeneas y los tejados comenzaron a verse una a una las enormes letras de los anuncios de cigarrillos y bancos, oyeron por los altavoces que estaban justo a su lado la voz metálica del imán llamando a la oración.

Mientras bajaban las escaleras Belkis le preguntó por Rüya. Galip le respondió que su mujer le estaba esperando en casa; ese mismo día le había comprado tres novelas policíacas. A Rüya le gustaba leer novelas policíacas por las noches.

Cuando Belkis volvió a preguntarle por Rüya ya habían subido al despersonalizado Murat de la mujer, habían dejado al arquitecto de espeso bigote en la siempre ancha y siempre solitaria calle Cihangir y subían en dirección a Taksim. Galip le contestó que Rüya no trabajaba, que leía novelas policíacas y que de vez en cuando traducía con mucha lentitud alguna de las que había leído. Mientras rodeaban la de Taksim la mujer le preguntó cómo hacía Rüya aquellas traducciones. «Despacio», le respondió Galip. El se iba por las mañanas al despacho y Rüya recogía la mesa del desayuno y se instalaba en ella, pero de la misma manera que nunca la había visto trabajar en aquella mesa, tampoco se imaginaba que lo hiciera. En respuesta a otra pregunta, Galip dijo, con el aire ausente de un sonámbulo, que algunas mañanas él salía de casa antes de que Rüya se hubiera levantado de la cama. Dijo que una vez por semana iban a cenar con su tía, a un tiempo materna y paterna, y que, en ocasiones, iban por la noche al cine Konak.

– Lo sé -dijo Belkis-. Os he visto en el cine. Mientras tú, contento con tu vida, mirabas las fotografías del vestíbulo y llevabas con cariño del brazo a tu mujer entre la multitud hacia la puerta que sube al palco, ella buscaba entre las fotografías de las paredes y entre la multitud una cara que le abriera las puertas a otro mundo. Comprendí que estaba leyendo el significado oculto de las caras en algún lugar muy lejos de ti.

Galip guardó silencio.

– En los cinco minutos de descanso, mientras tú, como un buen marido feliz de la vida, le hacías una señal con la mano al vendedor que golpeaba la caja de madera con una moneda para comprarle una chocolatina de coco o un bombón helado para complacer a tu mujer, y mientras buscabas suelto en los bolsillos, yo notaba que tu mujer, que miraba triste los anuncios de aspiradoras o exprimidores de naranja del telón a la pálida luz del cine, buscaba incluso en esos anuncios la huella de un misterioso mensaje que la llevara a otro país.

Galip guardaba silencio.

– Mientras poco antes de medianoche la gente salía del cine Konak apoyándose, más que unos en otros, en la gabardina o el abrigo de su pareja, yo os veía cogeros del brazo y caminar hacia vuestra casa mirando al suelo.

– En suma -dijo Galip con cierto enfado-, que nos vista una vez en el cine.

– Una no, os he visto doce veces en el cine, más de sesenta en la calle, tres en un restaurante y seis en tiendas. Al regresar a casa pensaba, como hacía cuando era niña, que la muchacha que estaba contigo no era Rüya, sino yo.

Se produjo un silencio.

– Cuando estábamos en la escuela secundaria -continuó la mujer mientras conducía pasando por delante del mismo cine Konak del que poco antes acababan de hablar-, mientras en los recreos ella se reía de las historias de los muchachos que se mojaban el pelo y se peinaban hacia atrás con el peine que se sacaban del bolsillo trasero del pantalón y que se colgaban los llaveros de las trabillas de los pantalones, yo pensaba que era a mí y no a Rüya a quien mirabas de reojo sin levantar la cabeza del libro que había sobre tu pupitre. Pensaba que la muchacha a la que las mañanas de invierno veía cruzar la calle sin mirar porque tú ibas con ella, no era Rüya, sino yo. Algunos sábados por la tarde, cuando os veía ir hacia la parada de taxis colectivos de Taksim acompañados por un tío vuestro que os hacía reír, yo imaginaba que era a mí a quien llevabas contigo a Beyoglu.

– ¿Y cuánto tiempo duró ese juego? -le preguntó Galip encendiendo la radio del coche.

– No era un juego -respondió la mujer, y añadió mientras pasaba ante la calle sin frenar-. No entro en vuestra calle.

– Recuerdo esta música -dijo Galip mientras observaba la calle donde estaba su casa como si mirara una postal de una lejana ciudad-. Esto lo cantaba Trini López.

Ni en la calle ni en el edificio había el menor indicio de que Rüya hubiera vuelto a casa. Galip quiso hacer algo con las manos y giró el sintonizador de la radio. Una voz educada de hombre hablaba de las precauciones que debíamos tomar para proteger nuestros establos de los ratones de campo.

– ¿No te has casado? -preguntó Galip cuando el coche penetraba en las calles traseras de Nisantasi.

– Soy viuda -contestó Belkis-. Mi marido murió.

– No te recuerdo de la escuela -dijo Galip con una crueldad sin motivo-. Me viene a la memoria una cara parecida a la tuya. Era una muchacha judía muy agradable y vergonzosa, Meri Tavasi; su padre era el propietario de medias Vog. En año nuevo algunos muchachos, incluso algunos profesores, le pedían calendarios de Vog, en los que se veían chicas con medias, y ella los traía toda avergonzada.

– Los primeros años de mi matrimonio con Nihat fueron felices -le contó la mujer después de un silencio-. Era delgado y silencioso y fumaba mucho. Los domingos hojeaba el periódico, escuchaba por la radio el partido de fútbol e intentaba tocar una flauta que había caído en sus manos. Bebía muy poco, pero la mayor parte de las veces tenía la cara tan triste como los borrachos más lastimosos. En cierta ocasión me habló muy avergonzado de sus dolores de cabeza. Resulta que llevaba años criando pacientemente un enorme tumor en un rincón de su cerebro. Ya conoces a ese tipo de niños cabezotas y silenciosos que esconden algo en el puño bien prieto y que por mucho que lo intentes no abren la mano para dártelo: como ellos, protegió con testarudez su tumor y, de la misma forma que esos niños sonríen un momento cuando por fin abren la mano y te dan la canica que guardaban, él me sonrió contento cuando entraba al quirófano, y allí se murió en silencio.

Entraron en un edificio que estaba no demasiado lejos de la casa de la Tía Hâle, en un rincón por el que Galip no pasaba demasiado pero cuya existencia conocía tan bien como su propia calle, un edificio que se parecía de forma sorprendente en el aspecto exterior y en la puerta al Sehrikalp.

– Sé que hasta cierto punto se vengó de mí con su muerte -continuó la mujer en el viejo ascensor-. Había comprendido que, de la misma forma que yo era una imitación de Rüya, él debería haber sido una imitación tuya. Porque algunas veces, cuando se me iba la mano con el coñac, no podía contenerme y le hablaba largo rato de Rüya y de ti.

Entraron en la casa después de un momento de silencio. Galip se sentó en medio de un mobiliario parecido al de su propia casa y le dijo inquieto y como disculpándose:

– Me acuerdo de Nihat de nuestra clase.

– ¿Crees que se parecía a ti?

Galip extrajo a duras penas de las profundidades de su memoria un par de escenas: Galip y Nihat, con los «permisos paternos» que anunciaban que no participarían en aquellas clases en la mano, eran acusados de blandos por el profesor de gimnasia; Galip y Nihat bebían acercando los labios a los grifos de los retretes de estudiantes, que apestaban de veras, un cálido día de primavera: era gordo, era torpe, era pesado y lento y además no era demasiado brillante. Galip, a pesar de sus buenas intenciones, no pudo sentir la menor simpatía por aquel muchacho al que le habían comparado y de quien no se acordaba demasiado.

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