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Mientras caminaban por los callejones Galip dijo que le gustaba la Türkan Soray para responder a las insistentes preguntas que le apremiaban a que se decidiera.

– ¡Es ella misma! -le dijo el hombre de la cartera como si le confesara un secreto-. Se va a alegrar, le vas a gustar mucho.

Entraron en una antigua casa de piedra junto a la comisaría de Beyoglu en cuya fachada se leía «Amigos» y subieron al primer piso, que olía a polvo y tela. En la habitación en penumbra no había ni máquinas de coser ni telas, pero, por alguna extraña razón, Galip sintió el impulso de decir «Sastrería los Amigos». La segunda habitación, plenamente iluminada y a la que entraron por una puerta blanca y muy alta, le recordó a Galip que tenía que pagarle al chulo.

– ¡Türkan! -llamó el hombre metiéndose el dinero en el bolsillo-. Türkan, mira, ha venido Izzet y pregunta por ti.

Dos mujeres que jugaban a las cartas se volvieron riendo y miraron a Galip. En la habitación, que recordaba la escena de un viejo teatro a punto de desplomarse, sonaba una cansina música de «pop local» y había esa soporífera falta de aire exclusiva de los lugares donde las chimeneas de las estufas no tiran bien y un olor a soporífero perfume. Tumbada en un sofá en la misma postura que adoptaba Rüya cuando leía novelas policíacas (con una pierna sobre el respaldo del sofá), una mujer, que no se parecía a ninguna estrella ni a Rüya, hojeaba una revista de humor. Que Müjde Ar era Müjde Ar se entendía por el letrero que llevaba en el pecho en el que ponía Müjde Ar. Un anciano vestido de camarero se había quedado dormido ante los participantes en un debate televisivo que discutían la importancia de la conquista de Estambul en la historia del mundo.

Galip pudo encontrar cierto parecido entre una joven con permanente y vaqueros y una estrella americana cuyo nombre había olvidado, pero no estaba demasiado seguro de que fuera un parecido buscado a propósito. Un hombre que entró por la otra puerta se acercó a Müjde Ar y, con la seriedad de los borrachos, leyó largo rato y tragándose la primera sílaba el nombre escrito sobre su pecho, concentrándose como aquellos que creen lo que han vivido sólo cuando lo leen en los titulares de los periódicos.

Galip comprendió que la mujer vestida de leopardo debía ser Türkán Soray porque se le acercó y por cierta armonía en su forma de andar. Quizá fuera ella la que más se parecía al original: se había recogido todo su larguísimo pelo rubio sobre el hombro derecho.

– ¿Puedo fumar? -le preguntó sonriendo de manera agradable. Se colocó un cigarrillo sin filtro en los labios-. ¿Me da fuego?

Cuando Galip encendió con su mechero el cigarrillo, alrededor de la cabeza de la mujer se formó una nube de humo de increíble espesor. Cuando, en medio de un extraño silencio en el que no se oía el estruendo de la música, la cabeza y los ojos de largas pestañas de la mujer surgieron de entre el humo, como si fuera la cabeza de una santa que se aparece entre la niebla, Galip pensó por primera vez en su vida que podría acostarse con otra mujer que no fuera Rüya. Le dio dinero a un hombre vestido de funcionario que le llamó «Celâl Bey». Al llegar al piso de arriba, a una habitación bastante mejor amueblada, la mujer apagó su cigarrillo, aún sin terminar, el un cenicero de Akbank y sacó otro.

– ¿Puedo fumar? -le preguntó con la misma voz y gesto afectados. Le sonreía de forma agradable, con la mirada orgullosa, con el cigarrillo colocado en la comisura de los labios en la misma pose-. ¿Me da fuego?

Al darse cuenta de que inclinaba la cabeza de la misma manera hacia un mechero imaginario, con un movimiento delicado que le permitiera mostrar los pechos, Galip comprendió que aquella forma de encender el cigarrillo y las palabras de la mujer debían haber salido de una película de Türkán Soray y que él tenía que ser Izzet Günay, el protagonista masculino de dicha película. Cuando encendió el cigarrillo volvió a formarse en torno a la cabeza de la mujer la misma nube de humo de increíble espesor y los enormes ojos negros de enormes pestañas aparecieron lentamente entre aquella niebla. ¿Cómo podía salir de su boca tal cantidad de humo cuando era algo que sólo se podía hacer en un estudio?

– ¿Por qué estás tan callado? -le preguntó la mujer con una sonrisa.

– No estoy callado -respondió Galip.

– Pareces un vivales, pero ¿no serás un ingenuo? -le dijo la mujer con una curiosidad y un enfado artificiales. Repitió de nuevo la misma frase con los mismos gestos. Llevaba unos enormes pendientes que le colgaban hasta los hombros desnudos.

Galip comprendió por las fotografías que había encajadas en el marco del espejo de la cómoda redonda, de aquellas que se exponen a la entrada de los cines, que el vestido de leopardo abierto hasta la cadera era el mismo que había vestido Iürkán Soray en su papel de cabaretera en Mi querida prostituta , película rodada hacía veinte años en la que había compartido protagonismo con Izzet Günay. Escuchó por boca de la mujer otras palabras que Türkán Soray decía en la misma Película: (inclinando la cabeza como una niña mimosa y triste, abriendo de repente las manos que había cruzado bajo la argolla) «Ahora no es momento de dormir, cuando bebo me apetece divertirme»; (con el aspecto de una señora bondadosa que se preocupa por el hijo de los vecinos) «¡Ven, Izzet, quédate conmigo hasta que cierren el puente!»; (repentinamente excitada) «¡Mi destino es esperar este día! ¡Estar contigo!»; (Como una señora) «Encantada de conocerle, encantada de conocerle, encantada de conocerle…».

Galip se sentó en la silla que había junto a la puerta y la mujer en el taburete de la cómoda redonda, que se parecía bastante al original de la película, y comenzó a peinarse su largo cabello rubio teñido. En el marco del espejo también estaba esa escena. La espalda de la mujer era más hermosa que la original. En cierto momento miró a Galip, que se reflejaba en el espejo.

– Deberíamos habernos encontrado hace mucho tiempo…

– Nos encontramos hace mucho tiempo -repuso Galip mirando la cara de la mujer en el espejo-. No nos sentábamos en el mismo pupitre en la escuela pero en los calurosos días de primavera, cuando abrían la ventana de la clase después de largas discusiones, veía tu rostro, tal y como lo veo ahora, reflejado en el cristal que la negrura de la pizarra convertía en un espejo.

– Mmmm… Deberíamos habernos encontrado hace mucho tiempo…

– Nos encontramos hace mucho tiempo. En nuestro primer encuentro tus piernas me parecieron tan delgadas, tan delicadas, que tuve miedo de que se rompieran de repente. Tu piel parecía más áspera cuando eras niña, pero al crecer, después de la escuela secundaria, tomó color y se volvió increíblemente delicada. En los días cálidos de verano, cuando estábamos rabiosos de tanto jugar en casa y nos llevaban a alguna playa, en el camino de vuelta, mientras caminábamos con los helados que nos habían comprado en Tarabya en la mano, nos grabábamos letras en los brazos con nuestras largas uñas rascándonos la sal. Me gustaba el ligero vello de tus brazos. Me gustaban tus piernas, que se volvían rosadas con el sol. Me gustaba tu pelo, que caía sobre mi cara cuando te alargabas para alanzar algo de la repisa que había sobre mi cabeza…

– Deberíamos habernos encontrado hace mucho tiempo.

– Me gustaban las marcas que te dejaban en la espalda los tirantes del bañador de tu madre que usabas, cómo te tirabas del pelo distraída cuando estabas nerviosa, cómo te quitabas de la punta de la lengua con el dedo corazón y el índice la brizna de tabaco que se te había quedado cuando fumabas cigarrillos sin filtro, tu forma de abrir la boca mientras veías una película, de comer garbanzos tostados y avellanas, sin que te importara lo que fuera, del plato que dejabas a mano mientras leías, de perder las llaves, de fruncir los ojos porque no aceptabas tu miopía. Me gustabas cuando fruncías los ojos y mirabas un punto lejano, aunque me inquietara que estuvieras en otro sitio, que pensaras en otra cosa. Te quería muerto de miedo por todo lo que sabía que pasaba por tu mente y más por lo que no sabía. ¡Dios mío!

Galip guardó silencio al ver en el espejo cierta preocupación en la cara de Türkán Soray. La mujer se recostó en la cama que había junto a la cómoda.

– Vamos, ven -dijo-. Nada vale la pena, nada en absoluto. ¿Lo entiendes? -pero Galip permanecía sentado, indeciso-. ¿O es que no te gusta Türkán Soray? -añadió la mujer con un gesto celoso que Galip no pudo adivinar si era real o puro teatro.

– Sí que me gusta.

– Te gustaba mi manera de mover las pestañas, ¿no?

– Sí, me gustaba.

– Y mi forma de bajar las escaleras de la playa en Preciosa, gracias a Dios, y de encender un cigarrillo en Mi querida Prostituta , y cómo fumaba con una boquilla en Una muchacha cañón, ¿no?

– Sí.

– Vamos, cariño, entonces ven.

– Hablemos un poco más.

– ¿Qué?

Galip pensaba.

– ¿Cómo te llamas? ¿A qué te dedicas?

– Soy abogado.

– Una vez tuve un abogado -dijo la mujer-. Se quedó con todo mi dinero pero no pudo recuperar el coche que mi marido había puesto a mi nombre. El coche era mío, ¿lo entiendes? Mío. Y ahora lo tiene una puta. Un Chevrolet del 56 color rojo, como los coches de bomberos. Si no puede devolverme mi coche, ¿para qué me sirve un abogado? ¿Puedes conseguir que mi marido me lo devuelva?

– Sí -contestó Galip.

– ¿De verdad? -le preguntó la mujer esperanzada-. Claro que sí. Claro que sí, y yo me casaré contigo. Me salvarás de esta vida. O sea, de la vida en el cine. Estoy harta de ser artista. Este pueblo de subnormales no ve a las actrices como artistas, sino como putas. Yo no soy de esas actrices, soy una artista, ¿lo entiendes?

– Por supuesto…

– ¿Te casarás conmigo? -le dijo la mujer, alegre-. Si nos casamos podremos pasear en el coche. ¿Te casarás conmigo? Pero tendrás que quererme.

– Me casaré contigo.

– No, no, pregúntamelo tú a mí… Pregúntame: «¿Quieres casarte conmigo?».

– Türkán, ¿quieres casarte conmigo?

– ¡Así no! Pregúntamelo sinceramente, sintiéndolo ¡como en las películas! Pero antes ponte de pie, nadie pregunta eso sentado.

Galip se levantó como si fuera a cantar el himno nacional.

– ¡Türkán! ¿Quieres casarte conmigo? ¿Conmigo?

– Pero no soy virgen -replicó la mujer-. Sufrí un accidente.

– ¿Montando a caballo? ¿Deslizándote por una barandilla?

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