De hecho, los labios de esos actores (Joan Bennett, Dan Duryea) no se me iban de la cabeza. Pero ni siquiera iba a besarme a mí mismo, como mucho al espejo; salí de allí. Mi madre, sentada a la mesa entre patrones y cortes de gasa que había conseguido de quién sabe qué pariente rico de qué pariente lejano, se apresuraba para tener a tiempo un vestido de noche para una boda.
Comencé a contarle algo. Debían ser historias y fantasías elacionadas con lo que haría en el futuro, con mis éxitos, con mis sueños, pero mi madre no me escuchaba, ensimismada como estaba. Comprendí que, contara lo que contase, no tenía importancia; lo importante era que un sábado por la tarde estaba sentado en casa manteniendo una agradable charla con mi madre. Comencé a sentirme enfurecido. Por alguna razón aquella tarde su pelo estaba arreglado y peinado y se había pintado de forma casi imperceptible los labios; una pintura de labios de la que todavía recuerdo su rojo teja. Me quedé observando los labios de mi madre, su boca, que tan a menudo comparaban con la mía.
– ¿Qué estás mirando de esa manera tan rara? -me preguntó temerosa.
Se produjo un largo silencio. Caminé en dirección a mi madre pero me detuve después de haber dado dos pasos; me temblaban las piernas. Sin acercarme más, comencé a gritar con todas mis fuerzas. Ahora no recuerdo claramente lo que dije, pero de inmediato comenzó una de esas terribles discusiones que tan a menudo se producían entre nosotros. El miedo de que los vecinos nos oyeran desapareció en un instante de nuestros corazones. Era uno de esos momentos de ira y libertad en que uno le dice de todo al que tiene enfrente: en situaciones así siempre parece que se va a romper alguna taza o a volcar la estufa.
Cuando por fin logré salir de casa, mi madre lloraba entre las gasas, los carretes de hilo y los alfileres de importación (los primeros alfileres turcos los fabricó la empresa Ath en 1976). Anduve dando vueltas por las calles de la ciudad hasta Medianoche. Entré en el patio de la mezquita de Solimán, crucé el puente de Atatürk y subí hasta Beyoglu. Era como si yo no fuera yo; como si me persiguiera un espíritu colérico y vengativo; como si la persona que yo debía ser estuviera tras mis huellas.
Me senté en una pastelería de Beyoglu, sólo por estar entre la multitud, pero no miraba a nadie para no ver a cualquiera que, como yo, estuviera intentando matar aquellas horas interminables del sábado por la noche. Porque los que son como yo se reconocen de inmediato y se desprecian. Poco después se me acercó un matrimonio. El hombre comenzó a contarme algo. ¿Quién era, de entre mis recuerdos, aquel fantasma de pelo blanco?
Era el antiguo amigo cuya casa de Fenerbahce había sido incapaz de encontrar. Se había casado, trabajaba en la Compañía Estatal de Ferrocarriles, ya se le había encanecido el cabello y recordaba muy bien aquellos años. De la misma forma que les sorprende un antiguo amigo que se encuentran años después aparentando lo interesante que le encontraba, la de recuerdos y secretos comunes que tenían, todo para que a la esposa o al amigo que le acompañan le parezca atractivo su propio pasado, él intentó lo mismo conmigo, pero yo no me sorprendí. No me presté a esa patraña que sólo pretendía hacer más interesantes sus recuerdos imaginarios y resaltar que yo continuaba con la misma vida miserable y amarga que él había dejado atrás.
Mientras le metía la cuchara a mi pudding de arroz sin azúcar, le confesé que hacía tiempo que me había casado, que ganaba mucho dinero, que me esperabas en casa, que había dejado mi Chevrolet en Taksim y que había ido allí para comprarte el manjar blanco que me habías pedido con tanta coquetería, que vivíamos en Nisantasi y que podía dejarles el algún lugar de camino con el coche. Me dio las gracias seguía viviendo en Fenerbahce. Como tenía curiosidad, preguntó por ti, primero tímidamente y de una forma abierta al enterarse de que eras «de buena familia» para demostrar a su mujer sus inmejorables relaciones con las buena familias. No dejé pasar la oportunidad y le dije que tenía que acordarse de ti. Por supuesto que se acordó. Te mandó sus más respetuosos saludos. Mientras salía de la pastelería con mi paquete de manjar blanco les besé, primero a él y después a su mujer, con el aire de los occidentales bien educados que había aprendido en las películas. Qué extraños lectores son ustedes, qué extraño país es éste.
«Deberíamos habernos encontrado hace mucho tiempo
Mi querida prostituta, LÜTFI AKAJ
Después de salir de casa del ex marido de Rüya, Galip bajó a la calle principal pero no encontró ningún vehículo que le llevara. Los autobuses interurbanos, que pasaban de vez en cuando con una determinación imparable, ni siquiera reducían la velocidad. Decidió caminar hasta la estación de tren de Bakirkoy. Mientras caminaba hundiéndose en la nieve hasta la estación, que recordaba uno de esos refrigeradores de desecho que usan en las abacerías a modo de escaparate, se reencontró innumerables veces con Rüya en su imaginación: volvían a su vida cotidiana, la causa del «abandono» de Rüya, que había resultado ser muy simple y comprensible, había sido prácticamente olvidada, pero en aquella vida diaria que comenzaba de nuevo en sus sueños era incapaz de contarle a Rüya su encuentro con su ex marido.
En el tren, que salió media hora después, un anciano le contó a Galip una historia sobre lo que había vivido una noche de invierno igual de fría cuarenta años atrás. El viejo había pasado un invierno muy difícil con su escuadrón en un pueblo de Tracia en los años de restricciones en que esperábamos que la guerra también nos salpicara a nosotros. Una mañana recibieron una orden secreta, todo el escuadrón montó a caballo, se marchó del pueblo y después de un largo viaje, que duró todo el día, se encontraron próximos a Estambul, pero no entraron en la ciudad; primero esperaron en las colinas que dominan el Cuerno de Oro a que llegara la noche. Cuando cesó la actividad en la ciudad, bajaron a las calles oscuras, condujeron los caballos en silencio por el adoquinado cubierto de hierba a la luz pálida de las amortiguadas farolas y entregaron los animales en el matadero de Sütlüce. Con el estruendo del tren Galip apenas podía distinguir algunas palabras y sílabas de las sangrientas escenas de la matanza, cómo caían uno a uno los caballos, la estupefacción de los animales con los órganos internos colgándoles, como el sillón al que se le habían saltado los muelles, con las tripas extendiéndose por el sanguinolento suelo de piedra, la furia de los matarifes y cómo se parecían la triste mirada de los caballos que esperaban su turno y la expresión en el rostro de los soldados que abandonaban la ciudad como delincuentes a paso de maniobra.
En Sirkeci no había ningún vehículo delante de la estación. Por un momento Galip pensó en caminar hasta su despacho y pasar la noche allí, pero se dio cuenta de que un taxi daba la vuelta en redondo con la intención de recogerlo. No obstante, mucho antes de que el coche se acercara a la acera un hombre en blanco y negro, que parecía haber salido de una película en blanco y negro, con un maletín en la mano, abrió la puerta y se metió en él. Tras recoger a su pasajero, el taxista también se detuvo ante Galip y le dijo que podía dejarle en Galatasaray con «el señor». Galip se subió al taxi.
Cuando se bajó del taxi en Galatasaray lamentaba no haber hablado nada con el hombre salido de la película en blanco y negro. Pensó que mientras miraba los transbordadores del Bósforo, vacíos pero con las luces encendidas, que estaban amarrados al puente de Karakóy, podía haberle dicho: «Señor mío, en cierta ocasión, hace muchos años, en una noche de nieve como ésta…». Tenía la impresión de que si hubiera comenzado a contar la historia podría haberla terminado con toda facilidad y el hombre le habría escuchado con todo el interés que él esperaba.
Mientras miraba el escaparate de una zapatería de señoras (Rüya calzaba el treinta y siete) algo más allá del cine Atlas, se Ie acercó un hombre pequeño y delgado. Llevaba en la mano una de esas carteras de plástico imitación piel que usan los cobradores del gas de la ciudad. «¿Le gustan las estrellas?», le preguntó. Llevaba la chaqueta abotonada hasta el cuello, como si fuera un abrigo. Galip estaba pensando que se había encontrado con un colega del hombre que en las noches claras instala un telescopio en la plaza de Taksim y que permite que, por cien liras, los interesados observen las estrellas, cuando el hombre sacó un «álbum» de la cartera. Galip vio en las páginas que el hombre pasaba fotografías increíbles de algunas estrellas de cine, reveladas en buen papel.
No, por supuesto, las fotografías no eran de las propias estrellas famosas, sino de mujeres que se les parecían, que llevaban la misma ropa, los mismos adornos y, lo más importante, que imitaban sus poses, sus posturas, su manera de fumar, la de redondear los labios o la de inclinarse hacia delante como si fueran a besar. En la página de cada una de las estrellas había, pegada junto al llamativo nombre, recortado de algún titular de un periódico, una fotografía a todo color tomada de una revista del corazón y a su alrededor se habían añadido algunas «atractivas» poses de la mujer que se parecía a la estrella o, mejor dicho, que intentaba parecerse a ella.
Al ver que le interesaban las fotografías el hombre delgado de la cartera atrajo a Galip hasta el callejón estrecho y solitario que daba al cine Yeni Melek y le alargó el álbum para que él mismo lo hojeara. A la luz de un extraño escaparate que exponía, colgados del techo con delgados hilos, brazos y piernas cortados, guantes, paraguas, bolsos y medias, Galip examinó con interés a las Türkan Soray cuyos vestidos de gitana se abrían hasta arriba al bailar o que encendían cansadas un cigarrillo, a las Müjde Ar que pelaban un plátano, que miraban picaramente a la cámara o que lanzaban una carcajada atrevida, a las Hülya Kocyigit que, con las gafas puestas, cosían un sujetador que se habían quitado o que se inclinaban hacia delante mientras fregaban los platos y que luego lloraban con gran preocupación. El dueño del álbum, que le observaba a él con el mismo interés, se lo arrebató de repente de las manos, con la misma decisión que un profesor que atrapa a un estudiante con un libro prohibido, y lo guardó en la cartera.
– ¿Te llevo a verlas?
– ¿Dónde están?
– Pareces todo un señor. Ven, vamos a ver.