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Y diciéndome: «Tú ya lo sabes, claro», Saim se dedicó a contarme los setecientos años de historia de la orden de los bektasis , comenzando por Haci Bektas Veli. Me habló de ws fuentes alevíes, místicas y chamanísticas de la orden, de su relación con la fundación y el desarrollo del estado otomano y de la tradición de levantamientos y rebeliones del ejército jenízaro, que era el centro de la orden y del cual ella era su base. Si se piensa que cada jenízaro era un bektasi, se puede comprender de inmediato cómo imprimió su sello el misterio de la orden, siempre mantenido en secreto, en la historia de Estambul. Los primeros destierros de Estambul de los bektasis también fueron a causa de los jenízaros: en 1826, cuando los cuarteles de aquel ejército que se negaba a adoptar los nuevos métodos militares de Occidente fueron bombardeados por orden del sultán Mahmut II, se cerraron también los conventos que proporcionaban unidad espiritual a los jenízaros y los maestros bektasis fueron desterrados de Estambul.

Veinte años después de aquel primer descenso a la clandestinidad, los bektasjs regresaron a Estambul; pero en esta ocasión disfrazados bajo el manto de la orden de los naksibendis . A lo largo de ochenta años, hasta que Atatürk prohibió todas las actividades de las órdenes religiosas después de la proclamación de la República, los bektasis se mostraron al mundo exterior como si fueran naksibendis , pero continuaron viviendo como lo que realmente eran aunque enterrando aún más profundamente sus secretos.

Galip observaba el grabado de una ceremonia bektasi de un libro de viajes inglés que Saim había depositado sobre la mesa y que reflejaba, más que la realidad, las fantasías del pintor viajero, y contaba una a una las doce columnas.

– La tercera llegada de los bektasis -le dijo Saim-, se produjo cincuenta años después de la proclamación de la República: esta vez no bajo el manto de los naksibendis sino bajo el del marxismo-leninismo -tras un breve silencio comenzó muy excitado una larga enumeración mientras le mostraba ejemplos de artículos, fotografías y grabados que había recortado de revistas, folletos y libros y que había guardado con cuidado; lo que se hacía, lo que se escribía, lo que se vivía era exactamente igual en la orden y en la organización política: cada detalle de las ceremonias de aceptación; las etapas de retiro y penitencia previas a dicha aceptación; los sufrimientos del joven aspirante en esas etapas; el respeto que se demostraba en la orden y en la organización por los mártires, los santos y los muertos del pasado y las maneras de demostrarlo; el significado sagrado que se le daba a la palabra senda; el zikr , la repetición de palabras y frases, fueran cuales fuesen, para reforzar el espíritu de unión y comunidad; el hecho de que los iniciados que compartían la misma senda se reconocieran por sus bigotes, sus barbas e incluso por sus miradas; los saz que se tocaban en las ceremonias y los metros y las rimas de las poesías que se recitaban, etcétera, etcétera-. Y, más importante que todo eso -dijo Saim-, suponiendo que no sean más que casualidades, que no sea más que una broma pesada que Dios me gastó a través de ese artículo, es que tendría que estar ciego para no ver que en las revistas de la organización se repiten los mismos juegos con las palabras y las letras que los bektasis tomaron de los hurufíes , de tal manera que no dejan lugar a la más mínima duda.

En un silencio en el que no se oía nada más que los silbatos de los serenos en barrios lejanos, Saim comenzó a leerle a Galip, lentamente, como quien reza, los juegos de palabras que había descubierto, contrastándolas con sus significados secundarios.

Mucho después, a una hora en la que Galip se debatía entre el sueño y la vigilia, entre fantasías de Rüya y el recuerdo de los días felices del pasado, Saim entró en lo que llamaba «la esencia del asunto y su aspecto más sorprendente». No, los jóvenes que se unían a esa asociación política no sabían que eran bektasis ; no, la gran mayoría ignoraba que todo aquello se debía a un acuerdo secreto entre mandos intermedios del partido y algunos jeques bektasis de Albania, quizá sólo lo supieran tres o cuatro personas; no, a todos aquellos jóvenes bienintencionados y sacrificados que cambiaban de arriba abajo sus costumbres cotidianas y su manera de vivir al unirse a la organización ni se les pasaba por la cabeza que las fotografías tomadas en ceremonias, ritos, comidas comunales y marchas, eran valoradas por algunos maestros bektasis en Albania como pruebas de la expansión de la orden.

– Primero, de una forma bastante inocente, creí que era una terrible conspiración, un secreto increíble, que engañaban a esos jóvenes de una manera bastante fea -dijo Saim-. Tanto que, llevado por la excitación y por primera vez en quince años, pensé en escribir y publicar un artículo que por fin demostrara uno de mis descubrimientos con todo detalle, pero enseguida cambié de opinión -y añadió escuchando el gemido de un petrolero oscuro que atravesaba el Bósforo bajo la nieve y que hacía temblar ligeramente todas las ventanas de la ciudad-: Porque ahora sé que no cambiaría nada demostrar que la vida que vivimos no es sino el sueño de otro.

Luego Saim contó la historia de la tribu de Zeriban, que se instaló en una inaccesible montaña del este de Anatolia preparando durante doscientos años el viaje que habría de llevarles a la montaña de Kaf. ¿Qué habría cambiado el que la idea de ese viaje que nunca realizarían a la montaña de Kaf hubiera surgido de un libro de interpretación de sueños de trescientos años de antigüedad o que hubiera sido el resultado de un acuerdo entre el Otomano y los jeques, que se transmitían el secreto de aquella verdad de generación en generación, para, en realidad, no ir nunca a la montaña de Kaf? ¿Daría algún otro resultado que no fuera amargarles la ira, su único entretenimiento, explicar a los reclutas que llenaban los cines de las pequeñas ciudades de Anatolia los domingos por la tarde que el malvado e «histórico» sacerdote cristiano que en la pantalla intentaba que el valiente guerrero turco de la película histórica bebiera el vino envenenado era, en la vida real, un modesto actor y un buen musulmán? Poco antes del amanecer, mientras Galip dormitaba en el sofá en que se había sentado, Saim afirmó que, muy probablemente, en Albania, en el blanco hotel colonial de principios de siglo en cuyo salón vacío, que les recordaba a sus sueños, se habían reunido con algunos dirigentes del partido, los ancianos jeques bektasis contemplaban con lágrimas en los ojos las fotografías que les mostraban de aquellos jóvenes turcos, ignorando que en las ceremonias no se les hablaba de los secretos de la orden sino de entusiastas soluciones marxista-leninistas. El que los alquimistas ignoraran que nunca encontrarían el oro que buscaron durante siglos no les provocaba tristeza porque era la razón de su existencia. Que el ilusionista moderno explique cuanto quiera a la audiencia que lo que hace es un truco, el entusiasmado espectador que le observa es feliz porque puede creer, aunque sólo sea por un momento, que lo que ve no es un truco, sino auténtica magia. Muchos jóvenes se enamoran influidos por alguna palabra o alguna historia que han oído o por un libro leído en común en determinado momento de sus vidas, se casan con el mismo entusiasmo y viven felices el resto de sus días sin comprender jamás el engaño en que se basa su amor. Mientras su mujer recogía las revistas para preparar la mesa para el desayuno y él leía los periódicos que le habían echado por debajo de la puerta, Saim dijo que no cambiaría nada saber que la escritura, que cualquier texto, no trata de la vida sino del sueño, por el mero hecho de ser escritura.

8. Los tres mosqueteros

«Le pregunté quiénes eran sus enemigos. Y comenzó a enumerarlos. Y a enumerarlos. Y a enumerarlos.»

Conversaciones con Yabya Kemal,

SERMET SAMI UYSAL

Su entierro fue tal y como había temido veinte años antes y escrito treinta y dos años atrás; éramos nueve personas en total: dos hombres del pequeño asilo privado en Üsküdar, uno un ordenanza y el otro un compañero de dormitorio, un periodista, ahora jubilado, al que había protegido en sus años de mayor brillantez como columnista, dos despistados familiares sin la menor idea de la vida y obra del difunto, una extraña anciana griega con un sombrero con un velo de tul sujeto a la cabeza por una aguja que parecía las que llevaban los sultanes en el turbante, el señor imán, yo y el cadáver del escritor en su ataúd. Como el descenso del ataúd a la tumba coincidió justo con la tormenta de nieve de ayer, el imán pasó rápidamente por el capítulo de las oraciones; le echamos tierra encima a toda velocidad. Y luego, no sé cómo, nos dispersamos en un momento. Me encontré solo esperando el tranvía en la parada de Kisikli. Al llegar a esta orilla subí a Beyoglu, en el cine Alhambra ponían una película de Edward G. Robinson, La mujer del cuadro, y la vi encantado. ¡Siempre me ha gustado Edward G. Robinson! En la película era un funcionario fracasado y un pintor aficionado también fracasado pero que cambia de vestimenta y de personalidad para impresionar a su amor y se disfraza de millonario. No obstante, Joan Bennett, su amada, le engañaba a él también. Engañado, dolido, fastidiado; lo contemplamos con tristeza.

Cuando conocí al difunto (comencemos este segundo párrafo como el primero, con palabras que él tanto repitió sus artículos), cuando conocí al difunto era un columnista septuagenario y yo rondaría la treintena. Iba a ver a un amigo en Bakirkóy y estaba a punto de subir al tren de cercanías en Sirkeci cuando ¡qué veo! Estaba sentado en una de las mesas del restaurante cercano al andén con otros dos columnistas legendarios de mi niñez y primera juventud con unos vasos de raki ante ellos. Lo más sorprendente no era encontrarme entre el alboroto y la multitud de mortales de la estación de tren de Sirkeci a aquellos tres viejos de al menos setenta años que vivían en la montaña de Kaf de mis fantasías literarias, sino ver a aquellos tres plumíferos, que a lo largo de toda su vida de escritores se habían insultado con auténtico odio, sentados a la misma mesa tomando raki como si fueran los tres mosqueteros reunidos veinte años después en el mesón de Dumas padre. A lo largo de su medio siglo de vida literaria, en la que habían consumido tres sultanes, un califa y tres presidentes de la República, aquellos tres mosqueteros de la pluma se habían acusado, entre otras cosas, y algunas de ellas habían sido a veces ciertas, de ser ateos, jóvenes turcos, europeístas, nacionalistas, masones, kemalistas, republicanos, traidores a la patria, seguidores del sultán, occidentalistas, sectarios, plagiarios, pronazis, projudíos, proárabes, proarmenios, homosexuales, oportunistas, de trabajar a favor de la ley islámica, de comunistas, proamericanos y, por último, la moda de aquellos días, de existencialistas. (A todo esto, uno de ellos había escrito que «el mayor existencialista de todos los tiempos» había sido Ibn Arabi y que los occidentales se habían limitado a saquearlo e unitario setecientos años después.) Después de observar un rato minuciosamente a los tres mosqueteros, seguí un impulso, me dirigí a su mesa y me presenté expresándoles mi admiración y teniendo cuidado en repartirla a partes iguales.

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